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Este blog tiene el propósito de compartir mis ideas que estoy segura son las de muchos. Escribo sobre lo que me enternece, lo que me intriga, lo que me indigna o lo que me divierte. No me impongo fechas límite -escribo cuando quiero. El lector también puede elegir -hay relatos mas extensos, otros mas cortos. Entre cuando quiera. Vivo orgullosa de quien soy, de donde vengo y hacia donde voy, aunque no sepa como llegar... La imagen que lo acompaña es El Laberinto, de la serie Mandalas de Procesos, de Thalía Cuadrado, psicóloga clínica y artista, que me honra con su amistad. Me pareció apropiado para acompañar este blog sin dirección, porque son muchas las veces que me he sentido en un laberinto. Afortunadamente, siempre salgo…

martes, 26 de diciembre de 2023

Amor en una receta

 



AMOR EN UNA RECETA

Durante esta época he  disfrutado de la lectura del folleto de la temporada de Adviento de Unity, que han titulado “La más dulce Navidad”. Lo he incorporado a mi rutina de  La Palabra Diaria, la cual no me puede faltar.  Hace dos domingos un escrito capturó mi atención en la primera línea: “Cocinar y hornear es una de mis actividades favoritas.” El artículo se titula Amor y sin duda, cocinar y hornear es una de las maneras en que suelo manifestar amor.  La autora, la Rvda. Teresa Burton relató una anécdota personal sobre una receta que había compartido hacía años con una amiga que hacía tiempo no veía.  La amiga la llamó porque perdió la receta de unas bolas de Navidad que le había copiado en una tarjeta.

La autora ofreció enviarle la receta por correo electrónico y la amiga le dijo que prefería que le copiara la receta y le manifestó: “Me gustaba tener tu letra.  Todos los años veía esa tarjeta, hacía esa receta y pensaba en ti”.  Se me aguaron los ojos en ese momento, y aún ahora, escribiendo estas líneas, se me vuelven a aguar.  He guardado recetas que me han compartido otras amigas.  Una de ellas, me la dictó por teléfono y no tiene su letra, sino mi propia y  casi imposible letra, que a veces hasta a mí me da trabajo descifrar.  Cada vez que veo la receta, pienso en mi amiga Leila, que lamentablemente falleció hace varios años y a quien recuerdo a menudo, particularmente cuando preparo la receta que me dictó.  Pero hay otra receta que tiene una relevancia aún mayor con respecto a la publicación que leí y por ello adorna este escrito.

Elena y yo somos amigas hace más de 40 años.  Su esposo y mi ex estudiaron juntos en escuela superior. Nuestra amistad ha sobrevivido a cambios, mudanzas, retos de salud y hasta mi propio matrimonio.  Solíamos embarcarnos en proyectos culinarios y compartir recetas.  Una de esas recetas es lo que ella llama mantecaditos de nueces y yo les digo bolitas de nueces.  Por alguna razón, las hago solo en Navidad.  Curiosamente, hace unos años encontré una receta, creo que en un paquete de margarina, para lo que llamaron “snowball cookies”, que resultó muy similar a la receta que Elena me compartió.  ¡No en balde las hago solo en Navidad!  Y no me extrañaría que fuera precisamente esta receta o una variante de ella la que se identifica en la publicación de Adviento como “bolas de Navidad”, la que ahora me inspira a escribir, recordando a mi amiga Elena.

Elena no habla mucho.  De hecho, tal vez hablamos cinco o seis veces al año, pero siempre nos encontramos para Navidad y nuestros respectivos cumpleaños en marzo.  Hay algo en la entonación de su voz cuando me dice “Anita” que me transmite un amor y ternura infinita.  No nos vemos a menudo y nuestras vidas son muy distintas, pero hay un vínculo inquebrantable que se estableció hace décadas y aún perdura.  Cada vez que hago la receta de estas esferas polvoreadas de azúcar puedo sentir su amor.  Ver su letra en esa tarjeta me la trae al pensamiento y me hace conectar con esa esencia pura, que por alguna razón ha decidido mantener una amistad con esta mujer con quien parece tener poco en común, pero que reconoce el valor de la amistad.

Soy afortunada al tener amigas como Elena, reflejo de una dulzura que va más allá de las galletas que horneo en Navidad.  Les deseo a todos que disfruten del dulce sabor de la amistad durante esta temporada y siempre.

26 de diciembre de 2023

 

lunes, 25 de diciembre de 2023

Luminosa Navidad

 




LUMINOSA NAVIDAD

Un año más para reflexionar sobre lo que ha sido nuestra vida –los logros, los tropiezos, los errores, las risas, las lágrimas, las ilusiones, los desengaños, las frustraciones los triunfos, en fin, la vida misma.  Por mi parte, he tenido mis momentos de grandes satisfacciones –como el viaje a Sudáfrica y la decisión de aprender a nadar. Compartí con amistades –las más recientes y las de mucho tiempo, pero también he experimentado lo que yo llamo los ataques de soledad.  Siempre trato de enfocarme en las bendiciones –que son muchas, pero si soy honesta conmigo misma, por momentos me he sentido triste, sin entusiasmo, sin una motivación clara que me impulse a seguir adelante.  Son esos momentos los que llamo grises, sin brillo y que he captado en una foto que me llamó la atención al mirar la sombra en mi árbol de Navidad en miniatura.

El árbol en miniatura ha sido mi compañía hace varios años.  Siento que ya no tengo la energía o el interés en embarcarme en un mega proyecto de comprar el árbol natural, subirlo hasta el segundo piso por las escaleras y bajarlo cuando llega enero.  Adorno esta miniatura con el símbolo de ilusión que son las estrellas.  Me da alegría ver las estrellas blancas que guardo desde los tiempos que adornaba un árbol natural y añadir otras estrellas, que por supuesto, tienen que tener las dimensiones correctas para poder descansar en un árbol de apenas dos pies de alto.  Me gusta contemplarlo cuando prendo las luces en miniatura o cuando está apagado y el sol proyecta sombras en la pared. Y pienso que después de todo, de eso se trata la vida – a veces tenemos sombras y a veces luz brillante, que arroja destellos a su alrededor.

Lo sorprendente de todo esto es que a veces, cuando vemos las sombras, olvidamos los momentos luminosos – los que han estado y los que pueden venir.  La época de Navidad puede distorsionar nuestro enfoque y no dejar que apreciemos la belleza de la sombra, que nos permite reflexionar y tener momentos de introspección.  Hace unos días aprecié la sombra y confieso que en cierta medida me dejé arropar por ella.  Ahora aguardo la luz de la ilusión, mientras les deseo a todos que en sus vidas siempre tengan más luz que sombra, aunque apreciemos su belleza.  Feliz Navidad.

25 de diciembre de 2023

lunes, 11 de diciembre de 2023

Aprender a nadar

 




APRENDER A NADAR A LOS 69

A principios de este año comencé a tomar clases de acuaeróbicos, a sugerencias de una amiga.  Nunca he sido persona de hacer ejercicios; no aprendí a correr bicicleta, ni patines.  Hice varios intentos de practicar algún deporte en la clase de educación física, que resultaron un desastre –veía venir la bola y me cubría la cara.  Tomé unas clases de natación en escuela superior y no pasé más allá de flotar boca abajo y ni remotamente me aventuraba al lado profundo de la piscina, que no estaba muy distante, ya que solo mido 5 pies. 

Al llegar a la adultez tomé conciencia de que era necesario hacer algún tipo de ejercicio, así que periódicamente caminaba o trotaba, tomé unas clases de tenis que resultaron un desastre debido al carácter dictatorial de la maestra, clases de yoga, las cuales disfruté mucho, pero por alguna razón abandoné después de un tiempo. De vez en cuando vuelvo a hacer algunas posturas, pero perdí el ritmo de hacerlo de forma consistente.  Y hablando de ritmo, intenté varias veces tomar lecciones de baile: bomba y plena, salsa y hasta tango, pero carecer de sentido de orientación es un reto.  Mientras  todo el mundo va para la derecha, yo voy para la izquierda y viceversa.

Cuando mi amiga me sugirió los acuaeróbicos pensé que era una buena opción para mantenerme más o menos en forma y resultó fantástico.  Hacer ejercicios en el agua es beneficioso por muchas razones y previene lesiones.  La maestra es excelente; está pendiente de que hagamos los ejercicios correctamente y tiene un entusiasmo envidiable.  Cuando supe que ofrecería clases de natación pensé que podía ser mi oportunidad de por fin aprender a nadar. Okey - tengo 69 años y parte de mí piensa que ya para qué voy a aprender a nadar, pero otra parte siente esta vergüenza de que vivo en una isla, para colmo soy pisciana y nunca aprendí a nadar.

En agosto comencé las clases y a principio me fue muy bien –hasta que llegué a la parte en la que hay que nadar con la cara dentro del agua y sacarla –de lado- para tomar aire.  No tienen idea de la cantidad de veces que no saco la cara porque no es el timing perfecto o peor aún, saco la cara, pero inhalo agua en lugar de aire.  Confieso que varias veces he estado a punto de darme por vencida.  Después de todo, he vivido 69 años sin nadar –es más, hay una piscina frente al apartamento y no la uso, así que no pasa nada si no aprendo.  Pero algo en mí me impulsa a seguir intentándolo, no porque lo necesite, sino porque me reta a vencer mis miedos.  No estoy acostumbrada a que las cosas me salgan mal –por eso he abandonado tantos otros proyectos, porque no salgo adelante.

Y ayer domingo sale esta columna de Luis Rafael Sánchez titulada –nada más ni nada menos que- Nadar.  Contrario a otras veces, en las que suelo leer el periódico en orden, anticipando el placer de llegar a la lectura de un escrito que habré de saborear con fruición, fui directo al texto –algo así como un quicky. La columna se inspira en la más reciente publicación de Manolo Núñez Negrón – Mandamás, a quien colma de elogios, por entre otros, gozar de una “impresionante acrobacia lexical”.  Claro, le reconoce al colega autor aquello de lo que mi admirado profesor ha dado sobradas muestras.  Curiosamente, tuve el libro de Núñez en mis manos y no lo adquirí, porque la temática me pareció muy escabrosa para mi gusto, pero mi antiguo profesor me ha dado otra lección: detrás de temas que parezcan ajenos a nuestra naturaleza puede haber tesoros ocultos, como algo que cautivó al profesor y ahora me compele a buscar el libro.

Luis Rafael Sánchez comienza la columna con una referencia al libro citado: “En la vida cada cual tiene que dar con su playa”.  Tras varios párrafos de elogios al citado escritor –que dicho sea de paso me parece un hermoso gesto-, procede a hacer una confesión: ¡No sabe nadar!  No solo eso, sino que también dice que eso le “abochorna, irrita, saca de onda no saber bracear por entre las sensualidades con que el mar agasaja, apenas se roza la humedad calenturienta de sus orillas”.  Vamos, que nunca nadie ha dicho de forma tan magistral que no sabe nadar. Sé lo que se siente.  Y me hago la misma pregunta que se hace mi profesor: “Si en la vida todos hemos de dar con la playa, en tanto que la vida alegoriza una embarcación que igual atraca que zozobra, me interrogo sopetonamente: ¿He dado yo con la mía?”.

A los 69 años, en el umbral de los 70 que en casi tres meses he de alcanzar, decidí aprender a nadar, tal vez en busca de esa playa, porque como dice mi admirado profesor que sin saberlo me sigue ofreciendo lecciones, “¡No hay playa más gloriosa que aquella cuyo nado remata en el destino procurado!”.

11 de diciembre de 2023

martes, 3 de octubre de 2023

CUIDAR A ALOE

 




CUIDAR A ALOE O LOS RETOS DE UNA AMANTE DE LOS GATOS

Soy amante de los gatos, admisión que en la mayoría de los casos trae una reacción inmediata de “uy no, a mí no me gustan los gatos” o una defensa férrea de los perros, aludiendo a lo cariñosos y leales que son, en contraposición a los gatos, a quienes injustamente se les acusa de indiferentes, en el mejor de los casos y hasta traicioneros, en el peor.  Tuve un gato cuando era adolescente –yo, no el gatito, que era una bolita peluda encantadora, al menos para mí, pero el que luego fue mi esposo no opinaba lo mismo.  Después tuve una gata muy singular, que murió antes del proceso de divorcio y  me entendía a la perfección.  Solía quedarse mirándome cuando lloraba y en esas ocasiones –solo en esas- se subía a mi falda, como entendiendo que necesitaba consuelo.

Tras la muerte de esa gata especial llamada Lavinia, no tuve más gatos porque me mudé a un apartamento, aunque sí cuidé a Gatito el gato de Buddy, otra bolita amarilla –el gato, no mi Buddy- con quien tuve un bonding inmediato –con Gatito, no con mi Buddy, pero esa es otra historia.  Lo cuidé varias veces y lo cargaba cuando visitaba a mi amiga.  Estuve acompañándolos cuando Gatito enfermó de forma irreversible y fue necesario asistirlo en el proceso de partir a otro plano.  Fue un día triste, pero me alegro haber estado en ese momento tan difícil para mi Buddy


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La experiencia con la gata de su hija no fue tan mágica –era un torbellino que se trepaba por todos lados, incluyendo al tela metálica en las ventanas, la mesa de la sala, en fin que le dije que para la próxima mejor le pagaba el cuido que hacerlo yo misma.  Vamos, que soy cat lover, no mártir.

Pues tengo otra amiga que tiene una perrita, Aloe, que como dice mi amiga, es casi gato.  Lo cierto es que Aloe y yo nos llevamos muy bien y cuando visito su enorme apartamento me recibe, primero tímida, pero luego su muestra contenta, me lame las piernas y se acuesta cerca o se sube al espaldar del sofá.  Como hay afinidad –con ambas- mi amiga me preguntó si podía cuidar a Aloe durante un viaje que tenía por motivos de trabajo y accedí.  Después de todo, Aloe había sido declarada casi gato.  A modo de prueba, trajo un día a Aloe, quien se mostró tranquila y a gusto, pero claro, su mamá estaba presente, por lo que la verdadera prueba sería cuando Aloe se percatara que su mamá no estaría.  Mi amiga me explicó los procesos, trajo la comida, una camita, los medicamentos y los pads para que hiciera sus necesidades, por lo que según me dijo, no sería necesario sacarla a pasear, porque ella no salía del apartamento.  Perfecto.

El día de su llegada oficial, mi amiga y yo compartimos un rato y luego se fue.  Aloe parecía estar tranquila y luego de un rato la vi subirse al sofá, de lo más confiada. 



No me dio estrés verla en el sofá, porque contrario a los gatos, no lo deja  cubierto de pelos que luego se le pegan a la ropa y una no se da cuenta pero los demás sí,  ni se afila las uñas en los muebles. ¡Uy, que recuerdos no tan agradables de la gatita de la hija de mi Buddy!  Por la noche, como había anticipado mi amiga, se subió a mi cama.  Nunca había dormido con perros, pero bueno, Aloe es casi gato, así que no me causó ansiedad.

El día siguiente fueron otros 20 pesos.  Aloe a duras penas se comió la bolita que contenía un conocido calmante para gente que también se usa para perros, envuelto en una pasta que hacía que pareciera una bolita de caramelo, pero huele a carne.  Se metió en la jaulita que se usa para transportarla y casi no salía de allí. 


 










No comía y casi no tomaba agua.  También debía darle otro medicamento sobre un pedazo de pan, que la ayudaba con sus vías urinarias.  Le dejaba el pedazo de pan frente a la jaulita y eventualmente se lo comía. Después tuve que hacer un invento, porque no quería el pan.  También le daba unos palitos o unos huesitos con sabor que vienen para perros y eso era lo único que  comía.  El primer día no orinó y en los subsiguientes no había hecho el número dos. Al segundo día no aguanté la ansiedad y le envié un mensaje a la hija de mi amiga, que es veterinaria, porque no quería preocupar a mi amiga.

Me contestó diciendo que eso suele ocurrir como un proceso de ansiedad por la separación y me preguntó si le estaba dando el medicamento para la ansiedad y le dije que sí y que estaba a punto de comerme uno yo.  Con respecto a lo de hacer el número dos, me explicó era resultado de que no estaba comiendo, por lo que me recomendaba la sacara a pasear.  Ahí fue que por poco me como la bolita del medicamento para la ansiedad.  Mi amiga me había dicho que no la tenía que llevar a pasear, cosa que me tranquilizaba, por las circunstancias que rodean mi entorno.

Vivo en un complejo de walk-ups, en un segundo piso.  A la parte de atrás de mi edificio establecieron un “parquecito” para perros, sin consultar a nadie, para que los dueños trajeran sus perros y entre otras cosas, hicieran sus necesidades –los perros, no los dueños.  El dichoso, por no decir otra cosa, parquecito queda justo detrás de mi apartamento y el del vecino que tiene una perra muy buena –Lola.  Lola no ladra por capricho y cuando se le va la mano-bueno, la pata, le digo desde mi ventana: ¡Lola, ya! Y se calla.  Claro está, al establecer el dichoso parquecito comenzaron a desfilar perros y sus dueños que Lola no había visto, por lo que incrementaron los ladridos.  Eso sin contar que para llegar al parquecito de los perros tienen que pasar por el parquecito de niños y hay un dueño en particular que tiene uno de esos perritos chiquitos, de ladrido agudo y penetrante.  Solía amarrar al sangrigordo perrito de la pata de una chorrera que queda justo al lado de la ventana del cuarto donde veo televisión.  Ese perrito no es como Lola –ese ladra de forma constante, insistente y desesperante, que saca de quicio a alguien como yo, gatuna.  Pero bueno, me desvío del tema.

Para añadir a la ansiedad, al pie de la escalera suele apostarse un gato enorme, que es un encanto y se deja acariciar.  Claro, eso soy yo, que soy cat lover, pero hubo protestas de dueños de perros que alegaron que el gato les había atacado y yo no podía creer que este gato enorme, que se tira al piso para que lo acaricie y ronronea a gusto, fuese capaz de atacar a nadie.  No sé si necesite una pastillita para la ansiedad o tal vez sean los dueños de perros los que la necesiten.  Así que en mi mente me veía descendiendo la escalera con Aloe, siendo atacadas por el gato que es del tamaño de ella, o por otros perros que visitaran el jo, digo, dichoso parquecito.  Nada, me armé de valor y primero salí a inspeccionar el área para asegurarme que no había perros o el gato en la costa.  Subí a buscar a Aloe, pero primero tenía que descifrar cómo ponerle el arnés que debía conectar a la correa.  Tuve que acudir a YouTube para poder entender cómo ponerle aquello.

Tan pronto Aloe vio que saqué el arnés y la correa salió de la jaulita y daba saltitos emocionada.  Yo intentaba calmarla mientras le ponía, bueno, trataba de ponerle el arnés.  Menos mal que ella es taaaaan buena y tuvo paciencia conmigo.  Finalizado el proceso, bajamos, ella temblando y yo tratando de  disimular mi ansiedad.  No había gatos ni perros.  Orinó pegado a la verja, antes de llegar a la escalera que conduce al jo, digo, dichoso parquecito, al cual llegué y vi una cantidad de cacas en el piso, aparte del zafacón desfondado que se supone se use para echar las bolsitas con las respectivas cacas, que evidentemente no se podía usar.  Cualquiera diría que es una obra de esas que el gobierno construye y luego no le da mantenimiento.

Caminamos las inmediaciones del jo, digo, dichoso parquecito, yo tratando de evitar pisar las cacas y Aloe tratando de olerlas.  Regresé al apartamento exhausta.  Aloe se veía contenta, aunque no comía.  Me daba pena comer frente a ella, que se me quedaba mirando con esos ojitos del gato de Shrek, pero no hacía ademán de pedir comida.  Al otro día no resistí y fui a comprarle unas comidas que parecen pollo guisado, para mezclarlas con la comida seca que mi amiga me dejó.  Decidí echarle poco sobre los granitos secos, porque por experiencia con los gatos sé que después que prueban comida con salsita, no quieren volver a la comida seca y no quería crearle un problema a mi amiga.  El truco resultó.  Yes!

Al otro día debía asistir a mi labor de voluntariado y suelo almorzar al mediodía y luego me arreglo para salir.  Almorcé, terminé de vestirme y cuando me disponía a salir me topé con este camino de cacas en dirección a la puerta de entrada.  Por alguna razón Aloe decidió que ella iba a orinar en el pad y hacer la caca en el piso.  Como no había hecho caca en varios días, había una cantidad considerable y no voy a entrar en detalles.  Pese a ello, nunca me sentí tan contenta de ver caca, porque ya estaba verdaderamente preocupada. Recogí las susodichas, limpié el piso, me lavé bien las manos y salí por la ruta de la caca.

El resto de los días transcurrió con la observación de las conductas de Aloe, quien definitivamente estableció la ruta de la caca, así que me resigné al ritual del recogido y limpieza del área, al mezclado de la comida, asegurarme que tomara los medicamentos y acostumbrarme a dormir en ocasiones semejando una S, porque Aloe se acomodaba justo en mi lado, aunque había espacio al otro lado, que desafortunadamente permanece sin usar, pero esa también es otra historia.  Me seguía por todos lados, cosa que por momentos me incomodaba, sobre todo si iba al baño.  ¿Es necesario? , le preguntaba retóricamente y cerraba la puerta.  Dejó de usar la jaulita y se veía contenta, sobre todo el día que su mamá la vendría a buscar.  Pienso que ella de algún modo presintió su llegada.  Mi amiga me había dicho que podíamos dejarla en su apartamento y hacer algo de comer para compartir, pero le dije que yo estaba exhausta.



El cansancio no tenía que ver con que pasara demasiado trabajo con Aloe, que después de todo es casi gato –destaco el casi, sino con el estrés de no conocer sus costumbres y la ansiedad que me producía saber que me habían confiado esta criaturita tan dulce y yo era responsable de cuidarla.  Tengo otra amiga que ama los perros y piensa que después de compartir con Aloe, me voy a cambiar al bando de los perros.  Nonines.  Aloe es un amor y de ser necesario, la cuidaría de nuevo, pero sigo siendo ¡Team gatos!

3 de octubre de 2023

lunes, 11 de septiembre de 2023

ÁFRICA

 



ÁFRICA EN MÍ

Hace casi dos  meses que regresé de un viaje que había soñado creo por unos 10 años y por diversas razones –procesos de retiro, María, pandemia, guerra en Ucrania, entre otras, no se había podido dar.  Finalmente lo logré y me ha tomado todo este tiempo recuperarme, hacerle frente a una computadora súper lenta y poner mis pensamientos más o menos en orden.  Sudáfrica fue el destino.  Originalmente había pensado hacer un viaje más ambicioso, que comenzaría en Kenia, para ver tribus y experimentar safaris –de fotos, porque soy incapaz de matar un animal que no sea cucaracha o mosquito-  y culminaría en Sudáfrica y Zimbabue para ver las cataratas Victoria, hasta que me percaté de que el viaje era demasiado ambicioso en términos del tiempo que me tomaría recorrer las distancias tan largas, los costos y el esfuerzo de planificación de los itinerarios de viaje en un continente tan grande.

Hay algo de vivir en una isla que me dificulta entender a cabalidad esto de las distancias.  Me pasó con Argentina.  No fue hasta que me entregaron los itinerarios de vuelos internos –porque vamos, estos países son tan grandes que hay que tomar vuelos; no es factible ir en autobús, que me percaté de las distancias.  Mi cerebro no logra captar eso de los kilómetros o las millas y tengo que entenderlo en términos de cuánto tiempo toma ir de un lugar a otro.  Y carecer de sentido de orientación tampoco ayuda, así que me dije: misma, tienes que escoger –o vas a Kenia o vas a Sudáfrica. Las cataratas Victoria, posibles en vuelo a Zimbabue desde Johannesburgo o Ciudad del Cabo, así como visitar la prisión donde estuvo Mandela, sellaron mi decisión.

El viaje suponía un gran reto en muchos sentidos –en primer lugar, la duración de los vuelos.  La alternativa más conveniente era a través de Atlanta, en un vuelo de unas 3 horas y media.  De ahí, tomaría un vuelo a Johannesburgo, de 15 horas y media más o menos.  Ya había decidido que no haría este viaje de un tirón, porque mi cuerpo se negaba a embarcarme en ese maratón en un viaje que se supone sea de placer, así que salí para Atlanta el 28 de junio, me quedé esa noche en un hotel del aeropuerto y al otro día salí para el épico viaje que implicaba salir de Atlanta el 29 de junio y llegar a Johannesburgo el día 30, en horas de la noche, con seis horas adelantadas de diferencia con Puerto Rico.  Al regreso, hice lo mismo a la inversa.

El segundo reto era tener una compañera de viaje, porque estoy acostumbrada a viajar sola, aunque haga una excursión; es decir, que tengo una habitación para mí sola. Ya conocía a mi compañera de viaje, porque tomamos juntas un curso de italiano y hemos compartido muchos almuerzos y cenas, en ocasiones con otro compañero de curso. Pero claro, no es lo mismo compartir unas horas, que todos los días, sobre todo en situaciones de uso del dormitorio, que presenta otros retos, como horarios para uso del baño y hábitos que se desconocen hasta que toca compartir de una manera tan cercana.  Estoy segura que para ella también presentaba retos, pero afortunadamente, no eran insalvables.

El tercer reto era utilizar una compañía de viajes distinta a la que suelo utilizar.  Soy animal de costumbre, por lo que se me hace difícil decidirme por algo distinto a lo que conozco y que me ha dado resultados, pero el factor de costos –que son altos en un viaje de esta magnitud- y la conveniencia de tener alguien conocido con quien compartir, influenciaron grandemente en la decisión.  Sin yo saberlo en ese momento, luego supe que el hermano –a quien conozco y aprecio- de una querida amiga acompañaría al grupo como enlace de la agencia en el destino, así que todo pintaba muy positivamente.  Todos los retos fueron superados.

Claro, el día antes de la salida, sufrí del ya conocido culillo que me da antes de un viaje.  Me desorganizo, no encuentro las cosas, trato de hacer en un día lo que no he hecho en semanas, en fin, un descojón. Y el día del vuelo ni se diga.  Cotejo decenas de veces que tenga el pasaporte, el dinero, las tarjetas y siempre, siempre, se queda algo.  Esta vez fue la peineta para acomodar mis rizos, por lo que tuve que usar la peinilla regular que no es muy efectiva, pero resolví.  Vine a encontrar una en el aeropuerto de Johannesburgo, rumbo a Ciudad del Cabo, gracias a que mi amiga la divisó.

Todos los vuelos transcurrieron sin contratiempos, lo cual es casi un milagro en estos tiempos, sobre todo tomando en cuenta que eran 2 vuelos para llegar a Sudáfrica y 2 para regresar, aparte de 3 internos, para un total de 7.  Arribamos a Johannesburgo de noche, así que no se podía apreciar mucho, aparte del cansancio. Nos recibió una guía peruana, que llevaba varios años residiendo en Sudáfrica. Llegamos al hotel y pudimos comer algo liviano.  Nos atendió una joven muy simpática, que resultó representativa del carácter sudafricano.  La gente es muy amable y denotan que sienten la misma curiosidad hacia nosotros, que sentimos hacia ellos.

Al día siguiente tuvimos una visita a la zona de Soweto, lugar de levantamientos contra el apartheid y donde puede apreciarse mucha pobreza.


Almorzamos en un lugar típico, con mesas de picnic, un buffet de comidas desconocidas, pero que luego nos serían familiares y músicos aficionados.  El ambiente era algo así como Piñones.  Entre las ofertas culinarias había un tipo de calabaza que se conoce como butternut squash, que se repetiría a lo largo del viaje y se hierve para después mezclar con canela.  Tiene un color más amarillo que la calabaza regular y un sabor muy delicado.  Probé algo que parecía espinaca, pero picaba con coj…, así que desistí.  Había patas de gallina en salsa, lo que causó asombro en muchos de los compañeros de viaje.  Yo las he comido en Puerto Rico, en sopa, así que no me eran extrañas, pero la salsa me intimidó, así que no las probé.

En Soweto visitamos la casa que vivió Mandela con su primera esposa y me impresionaron las pequeñas dimensiones, así como las frases enmarcadas.  A través de una ventana podía leer la palabra Hope, que me refuerza el deseo de mirar el futuro con optimismo.  Al salir, vi un niño solitario y pensativo.  Me preguntaba si él estaría pensando en la vida que vivió Mandela o en su propia vida, así como preguntarme a mí misma si él tendría esperanza de tener un futuro mejor para él y su patria.  Espero que sí. 





Hubo visita a los alrededores de una segunda casa, que ahora está en manos de una de sus hijas o nieta, pero solo vimos el exterior.  Me llamó la atención las piedras con mensajes que la gente coloca, en particular uno que leía Ubuntu, que significa algo como “soy porque nosotros somos”, que es una idea que compartía el Dr. Martin Luther King al afirmar the self cannot be self without other selves; es decir, que nuestras vidas están interconectadas y lo que hace uno tiene repercusiones sobre otros.



Visitamos también la casa que vivió Mandela durante su presidencia y después, ahora convertida en un pequeño hotel, pero que preserva las áreas comunes.  Allí conocimos de las costumbres de Mandela, entre ellas requerir que el periódico que leyera fuera nuevo, sin utilizar y que fuese precursor de eso que ahora se ha puesto de moda como cocina abierta. 







Madiba, como afectuosamente le llamaban, quería ver el proceso de cocción de los alimentos para compartir con la persona que los preparaba, cosa que me hizo conectar con su esencia, porque siento que hay una conexión muy especial entre la persona que prepara los alimentos y la persona a quien los ofrece.  Como dato singular, la joven que nos recibió indicó que la chef personal de Mandela aún trabajaba en la casa.  Desafortunadamente, en ese momento no estaba de turno.

En una de las salas se exhibía una carta que Mandela dirigió a sus captores, cuando le fue ofrecida la libertad.  En la misma, ponía condiciones para aceptar ser liberado.  Entre otras, que los que fueron apresados junto a él fuesen también liberados. 




Las exigencias no fueron aceptadas, así que Mandela permaneció en prisión.  No hay mejor evidencia del concepto Ubuntu que esta.  La grandeza de este hombre está precisamente en su conciencia de que sus actos tenían consecuencias sobre otros y otras.  Es por ello que puede apreciarse su evolución de un combatiente que recurrió a la violencia en sus inicios, a un buscador de paz a través de la reconciliación.

La visita me conmovió hasta las lágrimas.  Nada de lo que había visto hasta ese momento, que de por sí había sido significativo, me emocionó tanto como estar en ese lugar.  Creo firmemente que los espacios retienen una energía que permanece más allá del tiempo en que sus ocupantes ya no están.  Esa energía, que no puedo describir con palabras y que en ese momento no sabía que la experimentaba, fue lo que sentí. Me encantaría volver a ese lugar.











Entre las visitas que se entremezclan y mi memoria se torna en un collage que no permite distinguir lugares precisos ni momentos, está la visita a una plaza que incluía edificios de tribunales y lo que fue una prisión, con un monumento a la democracia que incluye una llama eterna.  Allí está también una flor de protea, que es la flor nacional. 


El nombre no es muy lindo, pero la flor es interesante porque tiene un exterior que semeja una alcachofa y los pétalos interiores pueden ser más largos o cortos, así como que puede haber variedad de colores.  Durante el recorrido pude apreciarla.  También visitamos una plaza con esculturas novedosas, incluyendo unas que estaban en proceso de ser pintadas por el artista, con quien tuve la oportunidad de hablar brevemente. 





No recuerdo claramente el lugar al que fuimos a un almuerzo incluido en la excursión.  Tan sólo sé que era otro centro comercial tipo Las Vegas; es decir, que simulaba otro lugar, tipo europeo.  Ya había visto uno así, llamado Montecasino, con muchos restaurantes de diversos lugares.  No estaba mal, pero sentía que era demasiado contraste, luego de ver pobreza en las calles.  Por otro lado, la composición racial reflejaba la realidad del país, con una abrumadora mayoría negra, lo cual resulta positivo. Este otro lugar era una versión más reducida del mismo concepto.  Cabe destacar que en todos los lugares en que había inspección a la entrada, presumo para evitar entrada de armas, el personal saludaba con mucha amabilidad y ¡hasta sonrisas! Los guardias que colocan a la entrada del Choliseo o en nuestro aeropuerto deberían irse a coger un cursito con los sudafricanos.

Pero retorno al lugar de cuyo nombre no puedo acordarme.  En la mesa comunal se sentó a mi lado el chofer, de nombre Isaiah, es decir, Isaías, que supe era ministro.  Por alguna razón siempre nos vimos –verdaderamente, como un reconocimiento a la persona, porque en incontables ocasiones recibimos un servicio de alguien y ni tan siquiera le miramos.  Entablamos una conversación en la que se abordó el tema del acercamiento entre culturas.  Me dijo que estaba muy contento de ver el interés del grupo en conocer su país.  Le hice alusión a la palabra Ubuntu y hablamos sobre lo que significa ese reconocimiento del otro, como parte de nosotros mismos.  Siempre llevo conmigo La Palabra Diaria, que me sirve de inspiración para cada día y compartí con él una parte: “Escucho la voz apacible interior y presto especial atención a las circunstancias fortuitas que encuentro a lo largo del camino.”  Como confirmación de eso, la cita bíblica para ese día era, precisamente, del Profeta Isaías: “Yo el Señor, te guiaré siempre” – Isaías 58:11.  No me cabe duda que fui guiada durante este viaje.

Visitamos el museo del apartheid, que resultó muy instructivo, pero apresurado, así que no hubo tiempo de profundizar demasiado.  Al otro día nos trasladamos a la reserva Pilanesberg, con estadía en un hotel dentro de la misma reserva, que permitía ver animales desde el balcón de las habitaciones, incluyendo kudus (una especie de gacela), impalas, jabalíes y monos babuinos, que pueden ser agresivos. 



 

De hecho, una tarde unos compañeros de grupo que paseaban por los predios contiguos a las habitaciones salieron corriendo al ver uno de esos monos atravesar los patios y brincar por los techos.  Nos habían advertido que no dejáramos la puerta del balcón abierta, para evitar que uno de esos monos entrara a la habitación.  No me lo tuvieron que decir 2 veces.  Luego supimos que un mono había entrado al salón comedor e hizo escante. 

El mismo día de nuestra llegada a la reserva tuvimos nuestra primera experiencia de safari con un guía excelente que pidió lo llamáramos H en inglés.  Tenía un acento condena’o que me obligaba a “parar la oreja” para poderlo entender.  Pensé que era australiano, pero cuando le pregunté de dónde era me dijo que era sudafricano.  Es decir, que formaba parte de esa minoría blanca que en su momento dominó el país.  Ese tema se tocó levemente por el guía que tuvimos en Ciudad del Cabo –español y blanco- así que no tuve oportunidad de escudriñar un poco más en las interacciones entre negros y blancos. Pero es algo en lo que quisiera adentrarme.  Mientras visité el país no noté roces, pero por supuesto, no es lo mismo ser turista que vivir allí.  Lo que sí noté es que sin duda, la gran mayoría es negra.  Algo que pude apreciar del carácter de los sudafricanos es su naturaleza alegre y un deseo de conocer más sobre nosotros, tan fuerte como mi  deseo de conocerlos a ellos.  Fueron muchas las veces que interactué con personal de los hoteles, quienes me hablaban con una mezcla de curiosidad y alegría de que conociéramos su país.

 Volviendo a H, nos reveló su personalidad respetuosa, reservada y una sensibilidad extraordinaria hacia los animales que nos mostraría más tarde. El primer encuentro cercano –bien cercano- con un elefante se dio el primer día, cuando llegamos a la reserva Pilanesberg, casi sin descansar. Vimos el elefante, que se ocupaba de apartar ramas y hubo un momento en que una rama le rozó el ojo y levantó su trompa para rascarse, algo que resultó enternecedor, aún tratándose de un animal de proporciones gigantescas.  Lo vimos acercarse al vehículo -oh-oh, pero era sólo curiosidad de su parte; no exhibía las señales de posible ataque que H nos había explicado.  De todos modos, confieso que me dio sustito.




En otro momento H se percató que uno de los elefantes que contemplábamos había tomado una botella de cristal y se la llevó a la boca, con las consecuencias nefastas que eso podía tener.  Tras un rato en que contemplábamos con ansiedad la escena, el elefante abandonó la botella y prosiguió su marcha junto a los otros. H se bajó del vehículo y recogió la botella, mientras rogábamos que el grupo de elefantes no cambiara de rumbo.

Uno de los momentos mágicos que tuve el privilegio de presenciar fue la aparición de una jirafa en medio de la penumbra de un amanecer con una luna que se empeñaba en permanecer, como queriendo brillar junto a la elegante jirafa.  Vimos muchas jirafas, con diversos paisajes y las imágenes quedan grabadas en mi mente, más allá de lo que una foto puede reflejar.  Impresionante por demás fue avistar un guepardo (cheetah) a la distancia y en otro de los 5 safaris, ver un par de ellos – bueno, uno de ellos, porque el otro ya se había dado una jartera, evidenciada por su abultada panza- comer tranquilamente un kudu –especie de antílope.  Resultaba alucinante poder ver este animal en plena faena y podíamos escuchar sus colmillos arañando los huesos.  No nos causó asco, ni disgusto, sino, por lo menos a mí, asombro de poder presenciar ese ciclo de la vida de los animales en estado natural, que cazan para comer, que es mucho más de lo que hacen unos seres sin conciencia, que cazan por un malsano placer de dominancia.







Aparte de elefantes y jirafas, en esa parte de la excursión vimos un león, que es uno de mis animales favoritos, no sé si por el hecho de que amo los gatos.  El león se paseaba orondo por la carretera, con un ritmo la mar de interesante, que si le pusiéramos de fondo el famoso poema de Palés Majestad negra, parafraseando que esta vez era -por la encendida calle africana… culipandeando el rey avanza y de su inmensa grupa resbalan meneos cachondos…, - encajaría perfectamente. 



Vimos manadas de búfalos cruzar un mar de hierba amarillenta por la sequía, que le daba una apariencia de campos de trigo, así como cientos de kudus e impalas.  De hecho, los impalas se paseaban por los predios del hotel, como si fueran venaditos.  También vimos zebras,  rinocerontes e hipopótamos, que aprendí son de los animales más peligrosos, porque atacan sin avisar.  H nos hizo un cuento de horror de una participante de una excursión a pie que se apartó del grupo y fue atacada por uno de ellos.  Sobrevivió, pero le tomó mucho tiempo recuperarse y el animal tuvo que ser sacrificado para que la soltara.






Parte de las grandes lecciones que me llevo es una renovada conciencia de que los animales salvajes tienen su territorio y somos nosotros quienes lo invadimos, no ellos el nuestro.  El respeto a esta realidad es clave para el balance.  Lo mismo aplica a nuestras propias vidas.  Cada grupo étnico, racial, religioso o de género tiene su valor y nos toca respetarlo, aunque no estemos de acuerdo con algunos de sus conceptos.  No son asuntos sencillos cuando nuestros conceptos de moral entran en conflicto con las realidades de otros y otras, pero en ese sentido el derecho nos ayuda a tener que reconocer que lo que yo podría censurar a nivel personal, cede ante el derecho colectivo que busca crear un orden en las relaciones humanas.

Salimos de Johannesburgo con una leve parada en Pretoria, antes de llegar al aeropuerto.  Allí vimos un parque, con una enorme estatua de Mandela y un área cercada, con algunas siembras y unas personas con vestimentas tribales.  Según nos explicó la guía, esas personas reclamaban tierras que no les fueron devueltas, como a otros grupos.  Se nos pidió que no tomáramos fotos, cosa que respetamos.  Los reclamos por tierras se dan en todos lugares, como nos recuerda en nuestra tierra el caso de Adolfina Villanueva y nos obliga a mirar con detenimiento las circunstancias que han llevado a cada cual a vivir la vida que vivimos.




En el aeropuerto de Johannesburgo tuvimos la oportunidad de ver las tiendas con artesanías locales de calidad, aparte de las que ya habíamos visto en las calles.  También la oferta gastronómica era interesante y los lugares operaban de forma eficiente, amable y con precios razonables, lo cual dista mucho de lo que experimentamos en nuestro aeropuerto en Isla Verde, pero eso son otros 20 pesos, o como estamos todavía en el relato de Johannesburgo, otros 400 rands, que es la moneda local.  Dicho sea de paso, aunque suena como mucho, la realidad es que los precios eran razonables una vez logramos entender más o menos la conversión, que me avergüenza admitir nunca llegué a dominar del todo.  Le tomé una foto al plato que pedí- una especie de hamburguesa que no era tal, sino calamares fritos con salsa de aguacate, en pan.  Estaba exquisita.  Allí vi el cátsup local, que resulta más dulce que el que conocemos.  Probé un poco con las papitas, porque no soy fanática, pero era agradable.








Llegamos a Ciudad del Cabo tarde en la noche, a un hotel multipisos, típico de una gran ciudad y bastante impersonal.  Al otro día conocimos al guía, un español.  El día se mostraba lluvioso.  Llegamos al área del cabo de Nueva Esperanza bajo una lluvia insistente y un viento que nos hizo recordar que en Puerto Rico había iniciado la época de huracanes, los que salen, no exactamente de Sudáfrica, pero ciertamente de ese continente.   Ver un arcoíris nos hizo pensar que sí hay esperanza en medio de la tormenta.  Subimos a un funicular y estando arriba, en contemplación de los acantilados, se desató otro aguacero y nos alegramos de haber comprado boleto para el regreso en funicular, desde el cual no se podía apreciar casi nada.














No recuerdo cuándo fue que hicimos el paseo en bote para ver focas.  Estuvo bien pero el hecho de que casi no recuerde es indicativo de que no fue algo memorable.  El almuerzo en Sea Porth resultó una muy agradable sorpresa.  El pescado estaba exquisito.  El postre creo que era malva pudding, si mal no recuerdo –un bizcocho húmedo que habíamos visto en el almuerzo inicial en Soweto.  Ya busqué la receta, para hacerlo en algún momento.  Salimos de allí nuevamente bajo la lluvia.  Más tarde, vimos pingüinos en la playa.  Una especie chiquita, muy simpática, que resulta enternecedor observar.  Lamentablemente, el mal tiempo continuaba.

En la noche fuimos a un restaurante que nos había recomendado la guía de Johannesburgo, quien hizo los arreglos. El restaurante se llama Gold y  ofrece una experiencia multifacética: música, interacción con tambores y comidas de varias regiones del continente africano, servida en platos para compartir, en medio de colorido y el servicio provisto por personas con vestimentas típicas.  Al llegar a la mesa reservada nos proveyeron de tambores, los cuales podíamos tocar según nos indicaba uno de los artistas en tarima, lo cual resultó en una experiencia divertida y al mismo tiempo me conectó con esa parte africana que me habita.  Una mujer ataviada con vestimenta tribal  se encargó de pintar diseños en el rostro de quienes quisiéramos, incluyendo a los varones. Previo a que comenzaran a llegar los diversos platos, otra se encargó de traer agua para lavarnos las manos.  El desfile de platos comenzó, acompañados por la música que me transportó a esa región que habita en un lugar apartada de mi mente, pero que se activa cuando me expongo a experiencias como esta.














Al final del espectáculo, el grupo de artistas interpretó una melodía que se tornó viral hace uno o dos años: Jerusalema la cual se inició precisamente en Sudáfrica. Una de las excursionistas, que celebraba su cumpleaños, se unió a otros que se unieron en la danza.  Yo observaba desde mi asiento, escuchando la melodía que tantas veces escuché acá, pero que ahora cobraba un nuevo significado: la melodía nos unió a todos y todas y disfrutamos del gozo de los intérpretes africanos como si fueran –porque en verdad lo son –parte de nosotros.  Me di a la tarea de buscar el significado de la canción que habla de que este no es nuestro hogar, que Jerusalén lo es; que nuestro reino no está aquí.  Dice en parte:

Jerusalema ikhaya lami

Ngilondoloze

Uhambe nami

Zungangishiyi lana

Ndawo yami ayikho lana

Mbuso wami awukho lana

Ngilodoloze

 

Según lo que encontré y que no tengo manera de corroborar porque no conozco el idioma, significa algo como:

Jerusalén es mi hogar

Sálvame

Se fue conmigo

No me dejes aquí

Mi lugar no está aquí

Mi reino no está aquí

Sálvame

 

No se me escapa que son much@s l@s puertorriqueñ@s que se han sentido que no pertenecen a ese lugar que les es ajeno –mamá Borinquen me llama; que este país no es el mío; que aquí me muero de frío…”.  Por supuesto la canción sudafricana alude a otro lugar, pero el sentimiento es el mismo.  No se me escapa, tampoco, que allí, en un lugar tan lejano en distancia, me sentí más conectada que con lugares más cercanos geográficamente.  Esa sensación que compartí con el chofer Isaías, se mantuvo en muchos instantes del viaje.

La visita a Table Mountain, lugar que aparece recomendado en todas las excursiones a Sudáfrica, fue reprogramada y muy a mi pesar, debido al mal tiempo se canceló la visita a Robben Island, lugar donde Nelson Mandela estuvo preso durante 18 años.  Parte de las humillaciones que sufrió allí fue permanecer con pantalones cortos, aun en épocas de frío, en aislamiento, en un espacio reducido.  Hubiese querido tener la experiencia de entrar a ese espacio y sentir la energía del lugar, así que es algo que tal vez algún día el destino me permita experimentar.


Visitamos muy brevemente el pintoresco barrio Bo Kaap, que me recordó las casas de diversos colores en Yauco y la Perla.  Lamentablemente, la lluvia nos aguó –literalmente- la visita y fue muy limitado lo que pudimos apreciar.  Paseamos por unos jardines en el centro de varios edificios gubernamentales.  Pese a lo agradable del paseo, lo que quedará grabado en mi memoria es el grupo de jóvenes que cantaban, acompañados del que presumo era su director, quien sostenía un pequeño tambor entre sus rodillas.  Yo no entendía lo que decía la canción, pero la melodía me emocionaba.  Ya cuando nos alejábamos, comenzaron a entonar Oh, happy day, cuya tonada conocía, pero no me conecté de la misma manera que con aquella melodía cuyas palabras no podía entender, pero que me conectaban con un sentimiento.  Aún hoy puedo evocar la tonada.



Temprano en la tarde fuimos a otro centro comercial inmenso, llamado Waterfront, donde hice algunas compras de regalitos, entre ellos chocolates.  Podíamos escoger el lugar para almorzar, por lo que mi amiga y yo nos decidimos por un lugar llamado Baia, cuyos ventanales daban precisamente, a una bahía, donde podían apreciarse varios yates. 




Vi que entre los aperitivos ofrecían tuétano, por lo que decidí ordenarlo, en honor a mi amigo italiano Mario, quien me enseñó a comerlo.  Desde ese momento, procuro disfrutarlo cuando esté disponible y de hecho, cuando preparo osso bucco me deleito en esa textura cremosa, untuosa, que esparzo sobre pan tostado.  Para culminar la experiencia pedí grappa, el licor derivado de los tallos de las uvas que Mario tanto disfrutaba.


Al día siguiente tuvimos excursión al área de viñedos, que era algo que esperaba con gozo, porque ya había probado vinos sudafricanos y me resultaban muy agradables.  La visita se inició en el pueblito de Franschoeck, si no me equivoco.  El pueblito es muy simpático, con muchas galerías de arte y un cierto sabor francés.  Entré a una de las tiendas y me atendió un hombre muy amable, que se ocupó de empacar con cuidado una pequeña talla de  elefante, cuyos colmillos empacó por separado –de hecho, me incluyó un par adicional, por si se perdía alguno.  Me ayudó con una pashmina con diseño de protea, la flor nacional de Sudáfrica.  Al momento de pagar hablamos un poco sobre nuestros respectivos países.  Preguntó dónde estaba Puerto Rico y  buscó un globo terráqueo donde pude señalar a mi adorada islita.  Fue otro intercambio de esos en los que pude sentir el interés de los sudafricanos por saber un poco más sobre nosotros y que una vez más me demostró esa unicidad que por momentos perdemos de vista. 











El paisaje de los pueblitos y el ambiente se asemeja  a Suiza y jamás hubiera asociado este paisaje con Sudáfrica.  Estos pueblos fueron fundados por colonizadores holandeses que se conocían como Boers, que se dedicaban a la agricultura.  Comenzaron a experimentar con cepas de uvas provenientes de Francia.  En el primer viñedo que visitamos disfrutamos de un almuerzo pareado con los vinos.  En el segundo, en Stellenbosch, disfrutamos de una cata de 5 o 6 vinos.  Me decidí a comprar una botella del Pinotage, que es la uva característica de Sudáfrica.  Al cotejar el cambio de moneda terminé pagando unos $8, que ni se acerca a los $15 que pago acá por un Pinotage que seguramente no tiene la calidad del que adquirí allá.




Regresé cansada al hotel y sólo me tomé una sopa de tomate, que por cierto, estaba exquisita.  Al día siguiente tendríamos la visita a Table Mountain, lugar con magníficas vistas desde el pequeño carro funicular cuyo piso giraba, ofreciendo vistas desde diversos ángulos.  Fue interesante ver las enormes rocas con superficie estratos color tierra, que me recordaron las esculturas de Jaime Suárez y su Tótem telúrico. T





Tras esa vista fuimos al área de Camp’s Bay, donde pudimos observar gente bañándose en esa agua fríííía, con aquella ventolera que no nos imaginábamos cómo podían resistir.






 Luego paseamos un poco por la calle, que me recordó un poco al área del Condado.  Nos decidimos por un restaurante de carne –Bovine, que resultó una muy buena experiencia.  Nos atendió una joven muy amable, que nos sirvió dos pequeñas tacitas de caldo de carne, cortesía de la casa.  Me pareció un giro interesante al caldo de pescado que ofrecen acá en los restaurantes de marisco, pero claro, es lógico que el caldo sea de carne en un lugar especializado en éstas.  

















Regresamos al hotel en Uber, sin problemas.  Al otro día salíamos a las 6:10 am, para tomar el vuelo hacia Victoria Falls.  El restaurante del hotel no abría hasta las 6 am, pero fueron muy amables y nos dejaron pasar, pese a que no tenían todo dispuesto.

El vuelo salió sin contratiempos y al llegar nos recibió Charles, quien pidió le llamáramos Carlitos y quien resultó ser un hombre encantador, natural de Sudáfrica, pero que estuvo un tiempo en Cuba, por lo que dominaba el español.  Camino al hotel nos señaló árboles de baobab, que siempre despertaron mi curiosidad tras descubrirlos en la lectura de El Principito. Más tarde veríamos más de ellos, sobre todo el más grande, pero la foto que tomé no le hace justicia. 



El hotel está también en una reserva y me resultó muy curioso ver varios animales paseando por los jardines, incluyendo jabalíes o impalas en el campo de golf.  Tuve varios intercambios con empleados del hotel, quienes nuevamente se mostraban muy interesados en nosotros.  Por la conversación con uno de ellos supe que no vive en el área, sino que debe viajar semanalmente a su aldea.



El asunto de los empleos y las distancias es algo que fui captando poco a poco.  Notaba que entre los empleados no hablaban inglés, sino que se comunicaban en su dialecto, que no es el mismo para todas las zonas.  Por lo tanto, este país es en sí multicultural.  En ninguna de las regiones vi que los empleados se comunicaran en inglés entre ellos mismos.  Según Carlitos, en la zona hay 14 tribus y 16 dialectos.  En Victoria Falls pude apreciar algo más –la transportación que ofrecía el hotel para los huéspedes se compartía con lo que deduje eran empleados.  Carlitos había mencionado algo de las distancias, por lo que sin que abordara ese tema en específico comprendí que los empleados aprovechaban la oportunidad del “pon” en el vehículo del hotel, porque sabe Dios cuánto tendrían que caminar para llegar a su alojamiento temporero, ya que aparentemente viajaban a sus aldeas una vez por semana.

Tras acomodarnos en el hotel y comer algo, salimos a un paseo por el Río Zambeze.  Vimos cocodrilos, hipopótamos, elefantes.  A lo lejos se divisaba la bruma de las cataratas Victoria, que se les conoce como Mosi-oa-tunya- el “humo que truena”.  Ver esta maravilla fue una de las razones por las que decidí hacer este viaje.  Durante el paseo en bote, Carlitos nos explicaba lo que se ofrecía a nuestra vista, comenzando por los pequeños pájaros que revoloteaban alrededor de la embarcación que resultaron ser golondrinas. Para mi sorpresa, Carlitos explicó que hacían los nidos pegados del fondo tipo catamarán, lo cual hace que haya un espacio entre ambos lados.









Al día siguiente fuimos a ver las cataratas Victoria, que ciertamente le hacen honor a su nombre original, porque son, en algunas áreas,  como un humo que truena - un ruido que no permite escuchar casi nada y una cortina de agua con viento procedente de su caudal que por momentos no permite ver con claridad ni tomar fotos que muestren su magnificencia.  Su extensión no puede apreciarse de un tirón, por lo que hay que detenerse en varios puntos, caminando por una vereda resbalosa, ataviados con pesadas capas de hule que nos hacían parecer una secta de monjes ataviados de azul.  Las capas pesaban muchísimo y nos cubrían las piernas, por lo que a mí me cubría casi hasta los pies. La lluvia proveniente de las cataratas me hacía inclinar la cabeza, por lo que solo veía el piso y por momentos dejaba de ver al grupo, lo cual me causaba ansiedad por esta habilidad suprema que tengo para perderme.  Hubiese querido tener más tiempo para hacer el recorrido con más calma. Más tarde hicimos el recorrido en una excursión opcional en helicóptero, que permitía ver la extensión de las cataratas desde arriba.











Tras el recorrido nos dejaron en el pequeño poblado Recorrimos las accidentada calle para ver las tienditas y comimos en un restaurante local, donde pedí un wrap de cocodrilo.  Lo había probado antes, en Rincón, así que no me resultó extraño.  Como dicen, “sabe a pollo”.  Regresamos en la guagua del hotel, que debía recogernos en un lugar llamado Chicken Inn, lo cual me hizo recordar aquél restaurante en la Ponce de León, famoso por las pizzas.  Allí experimentamos la presencia de varias personas que parecían ser empleados del hotel.  Al día siguiente usamos el mismo sistema y nos topamos con que no había espacio suficiente, así que tuvimos que esperar por otra guagua.



Lo que siguió fue una experiencia hermosa a varios niveles.  Primero tendríamos una excursión a través del Río Chobe, que permitió ver la naturaleza en todo su esplendor –los animales disfrutando del agua en abundancia y los colores del paisaje.  Se me graban en la mente esos colores, con la hermosura de unas zebras, la vida en familia de los elefantes, la cercanía de cocodrilos tendidos al sol, la belleza de un ave aninga sobre una piedra, extendiendo sus alas para secarlas.  Nos detuvimos a almorzar en un pequeño hotel en las inmediaciones del río.  El almuerzo buffet estuvo amenizado por un joven músico que tocó Amazing Grace en una especie de marimba, lo que me provocó una profunda emoción.






Luego del almuerzo salimos a una excursión por tierra para lo cual debíamos pasar por revisión y ponche de pasaporte, rumbo a parque Chobe en Botswana.y luego de regreso, el mismo día.  Nos dividimos en dos o tres vehículos 4x4, para ver más elefantes, jirafas, las tiernas zebras y las ya familiares guineas –sí, guineas y están por doquier.  Carlitos comentó en forma jocosa sobre la textura de la carne, que se echa a cocinar con una piedra; cuando la piedra se ablanda, ya está lista.  Pero para mí lo más emocionante fue acercarnos a un león tendido sobre la hierba, completamente dormido.  Al rato se despertó con un enorme bostezo y yo comencé a ponerme nerviosa, porque en realidad estaba muy cerca, pero parece que se había dado uno de esos banquetes que nos hace caer rendidos y nos miró con indiferencia. Presumo que debe estar acostumbrado a ver estos vehículos, pero yo no estoy acostumbrada a ver un león tan cerca y sin protección alguna si decide que yo puedo ser su próxima cena.




                                                  




Al regreso, algunos nos detuvimos en el pobladito y cenamos en otro restaurante local, muy simpático.  Carlitos se ocupó de que todos regresáramos en la transportación del hotel, que esa noche estaba un poco más complicada.  Al otro día debíamos salir temprano para el inicio del regreso, a través de Johannesburgo.  Nos despedimos de Carlitos, quien se mostró emocionado de la interacción con el grupo.  El grupo comenzó a dividirse, ya que no todos regresaríamos a través de Atlanta.  Nos despedíamos poco a poco, hasta el momento de abordar el vuelo, que resultó sin contratiempos.  Logré dormir como cinco horas corridas, lo cual es un éxito, tomando en cuenta que suelo tener sueño interrumpido en vuelos de larga duración.  Luego me despertaba de forma intermitente y aprovechaba para ver películas. Entre las películas decidí ver porciones de Lion King, que por supuesto no incluía la escena de la muerte de Mufasa, porque no quería empezar a llorar.  Ver el comienzo de la película me demostró la atención a los detalles de esos paisajes africanos que permanecerán por siempre en mi memoria.

Llegué a Atlanta a eso de las 8 y media de la mañana y por suerte, había habitación disponible.  Me sentí descansada y me distraje viendo mensajes, fotos del viaje y una que otra cosa en televisión.  Me percaté que ya era mediodía, así que me di un baño para bajar a almorzar.  Me atendió una mujer que me había atendido en la estadía anterior y me recordó.  Almorcé bien y regresé a la habitación.  De momento me cayó todo el cansancio y los efectos del jet lag.  No quería dormir tan temprano, para comenzar a engranar con el horario local, ya que hay seis horas de diferencia, por lo que buscaba los canales tratando de ver algo interesante, pero los ojos se me cerraban, por lo que en algún momento quedé como el león del parque Chobe.

Al otro día bajé a desayunar y me atendió un hombre muy amable, que dijo llamarse Edward Levine,  from New Orleans, pronunciado como Orlins para que rimara.  Me presente como Ana y él entonces me llamaba Miss Ana, con esa forma particular que tienen los sureños de dirigirse a las damas.  Me recomendó tomar el buffet, lo cual hice y disfruté de un desayuno relajado, añoñada por Edward Levine from New Orleans.  No se me escapa que poco después partiría, precisamente, para una breve visita a Nueva Orleans para compartir buenos momentos y comida con un amigo de hace muchos años.

Tomé mi vuelo a San Juan con la suerte que un hombre que estaba sentado en clase de negocios, por alguna razón quiso intercambiar asientos conmigo que estaba en clase económica, por lo que pude ir más cómoda.  Qué pena que no me ocurrió en el vuelo anterior, pero no me quejo.  No me puedo quejar porque hice un viaje que no muchos pueden darse el lujo de hacer y para más, fluyó sin contratiempos y en buena compañía.  No sólo no me puedo quejar, sino que tengo mucho que agradecer.

Agradezco la bendición de ver los paisajes deslumbrantes de la tierra africana.  Agradezco el entrar en contacto con la tierra que vio surgir la figura de Nelson Mandela, quien logró levantarse de las indignidades a las que una minoría blanca sometió por décadas a una abrumadora mayoría negra, que llegó a ser su presidente y logró comenzar el proceso de reunificación.  Agradezco haber entrado en contacto con tantos seres humanos que se muestran amables, que buscan acercarse a nosotros.  Agradezco haber presenciado la majestuosidad de los animales salvajes, en su estado natural.  Agradezco entrar en contacto con ese lado africano que me habita y que se despierta con ciertos sonidos, paisajes y sabores.  Es ese lado el que me hace bailar, como dice una columna de Luis Rafael Sánchez inspirado en un poema de Neruda publicada el domingo después de mi regreso, con el cuerpo, pero más que todo, con el alma. Sin duda, siento a África en mí.
































   11 de septiembre de 2023