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Este blog tiene el propósito de compartir mis ideas que estoy segura son las de muchos. Escribo sobre lo que me enternece, lo que me intriga, lo que me indigna o lo que me divierte. No me impongo fechas límite -escribo cuando quiero. El lector también puede elegir -hay relatos mas extensos, otros mas cortos. Entre cuando quiera. Vivo orgullosa de quien soy, de donde vengo y hacia donde voy, aunque no sepa como llegar... La imagen que lo acompaña es El Laberinto, de la serie Mandalas de Procesos, de Thalía Cuadrado, psicóloga clínica y artista, que me honra con su amistad. Me pareció apropiado para acompañar este blog sin dirección, porque son muchas las veces que me he sentido en un laberinto. Afortunadamente, siempre salgo…

viernes, 15 de septiembre de 2017

Mi casa







¡MI CASA!

Este asunto de los huracanes revuelca no sólo objetos, sino también emociones. Yo todavía tengo cosas que no he retornado a su lugar y en cuanto a las emociones, esas están aún más revolcadas.  Tan pronto se perfiló que el Huracán Irma era una posibilidad aterradoramente real, comencé a planificar cómo iba a proteger mi apartamento.  Estaba en esas elucubraciones cuando recordé que el apartamento de mi papá, deshabitado desde la muerte de su viuda, también tenía que ser protegido.

Ya había comenzado la labor en mi apartamento, angustiada por el recuerdo del Huracán Georges en 1998, durante el cual  la puerta corrediza de mi apartamento, con todo y tormentera, evidenció una comba que me dejó incrédula y con el temor de que el huracán entrara como entraron las tropas norteamericanas, sin invitación. Lamenté haber tomado la decisión de quedarme sola, a riesgo de sufrir graves daños físicos. Me refugié en el baño del pasillo y cuando los vientos amainaron, acudí a atender la cascada de agua que entraba por la ventana de mi cuarto.  Me pasé gran parte de la noche o día –no recuerdo- sacando cubos de agua, para evitar que el agua corriera por el resto del apartamento.

El martes previo a Irma acudí por la mañana al apartamento de Papi, para asegurar las tormenteras corredizas.  Ya un pariente de Lillian, su viuda, había adelantado unos pasos, pero era necesario asegurar los cierres –algo que yo desconocía cómo hacer y que me tomó un tiempo descifrar, aparte de que algunos herrajes ofrecían resistencia, producto de las inclemencias y el paso del tiempo. Quité cuadros de algún valor que podían dañarse si las puertas cedían.  Luego de asegurar la puerta corrediza y varias ventanas, me dí a la tarea de colocar toallas, frisas y colchas en el piso, para contener el agua que preveía iba a entrar.  Tenía grabado en la memoria el recuerdo de Lillian y yo mientras secábamos el piso con toallas y recogíamos por cubos el agua que entraba por las puertas corredizas.

Para el tiempo de Hugo -luego de mi divorcio- yo vivía en un apartamento en el segundo piso de una casa de urbanización y había perdido la casa que compartí con mi ex, porque como decía mi papá, la nuestra no era una sociedad de gananciales, sino de perdiciales. La construcción era en cemento, pero el techo era en un metal más resistente que el zinc, con paneles de canal cuadrados, agarrados con tornillos –una construcción fuerte, pero no era cemento.  Pensé pasar el huracán en el apartamento, pero Papi, quien ya estaba enfermo, se mostró intranquilo, preocupado por mi.  Me fui a su apartamento para quitarle ese estrés adicional que ciertamente no necesitaba, dada su condición de cáncer.

El apartamento de Papi daba en su parte posterior a una barriada de Hato Rey con casitas de madera y zinc.  Cuando comenzaron los vientos, pensé: -si esos techitos aguantan, el mío también.  Al rato comencé a ver los techitos volar –mi ansiedad crecía, pero no quería demostrarlo, para no preocupar a Papi.  Mientras me ocupaba de atender las situaciones que se presentaban en su apartamento, me preguntaba si cuando yo regresara al mío tendría mis pertenencias o si se habían convertido en una versión criolla de Lo que el viento se llevó.  Finalizada la emergencia, unos amigos me llevaron a mi apartamento.  En el trayecto veía los destrozos –cristales de grandes edificios bancarios rotos, mostrando los huecos como caries gigantescas; postes y árboles derrumbados o arrancados de raíz, en ocasiones sobre verjas sólidas que caían derribadas y mi ansiedad crecía.  Llegué al apartamento, subí las escaleras con el corazón en la garganta.  Fui uno por uno de los cuartos, inspeccionando todo.  El techo resistió y no entró agua.  Luego de la inspección, me eché a llorar de la emoción.

Hugo me ofreció muchas lecciones.  Una de ellas fue la de aprender a no juzgar a otros por su trasfondo.  Como yo trabajaba para una corporación pública que ofrecía servicios a pescadores comerciales que en su mayoría tenían sólo pequeñas yolas para salir a buscar su sustento, veía con cierto desdén a los pescadores recreativos que salían a pescar por diversión en sus yates.  Pues esos mismos pescadores recreativos salieron en sus yates a distribuir ayuda a las atribuladas Vieques y Culebra, mientras yo no estaba haciendo nada.  La segunda lección fue aprender a sobrevivir con muy poco –sin luz ni agua por varias semanas, aprendí a ahorrar hasta la más mínima gota de agua y a tomar conciencia que no necesito beber agua fría.  La lección del hielo vino más tarde –en ese tiempo- y aún todavía, en parte, me parecía ridículo peregrinar a Ponce en busca de los brillantes cubitos.

Luego de finalizar los preparativos para Irma en el apartamento de Papi, salí a terminar los preparativos en el mío.  En el trayecto veía policías dirigiendo el tránsito de los atribulados conductores que como yo, estaban haciendo los preparativos posibles ante un fenómeno que amenazaba con ser peor que Georges.  Una mezcla de ansiedad, miedo y recuerdos dolorosos hizo que condujera un trayecto con lágrimas en los ojos.  Me sentía extenuada, pero ahora me esperaba la segunda tanda en mi apartamento, en el cual las tormenteras son en paneles individuales que hay que colocar uno a uno.  Los primeros son más difíciles de posicionar.  Aunque en ocasiones lo había hecho sola, esta vez decidí pedirle ayuda a un amigo y gracias a él, las tormenteras se colocaron más pronto de lo que yo lo hubiera hecho.  Me mantuve atenta a los boletines y decidí quedarme en casa de unos amigos.  Pensé salir a la mañana siguiente, ya que se anunció que los vientos se comenzarían a sentir a eso de las 2 de la tarde.

Durante el resto de la tarde y noche me mantuve guardando objetos, forrando el aire acondicionado que no sirve, pero está ahí y por los lados puede entrar agua y cubriendo algunas ventanas con algo que escuché de envolver las lamas en bolsas plásticas.  Me acosté a las 11:30 pm, exhausta, pero sin terminar la labor. Al día siguiente me levanté a las 4:30 am.  Continué la labor de envolver ventanas –consume tiempo –es algo como poner la bolsa plástica y pasarla como un entredós.  Había que dejar para lo último el comedor, con sus ventanas al balcón, porque era como estar en un sauna.

Empecé a bajar los cuadros que tenían más valor para mí, porque una película en mi mente repetía una y otra vez vientos de huracán que entraban a mi apartamento y se llevaban todo –enredándolo, rompiéndolo, despedazándolo sin piedad.  Mi vida, mis recuerdos hechos pedazos. Y recogí objetos e intenté resguardarlos lo mejor que pude.  Tomé algunas fotos por si tenía que reclamar al seguro, sabiendo que hay cosas que el dinero no puede compensar, porque llevan enganchadas recuerdos, emociones, vivencias… Y cargué cuadros, objetos de cerámica, a través de varios cuartos pensando, no, aquí no, que se puede mojar; aquí tampoco, que aunque lo coloque alto, las patas de la mesa se pueden mojar y colapsar…Tengo una planta, a la que tengo un cariño entrañable porque me acompañó en momentos muy duros, la que cargué de un lugar a otro sin decidir dónde ponerla.  Esta planta fue bautizada como Matita por mi Buddy  y finalmente la coloqué en el baño del pasillo, donde mismo me refugié cuando Georges, temiendo que se fuera a asfixiar con el calor, porque yo no iba a estar allí cuando llegara Irma.

Tras todos estos preparativos, que parecían infantiles si Irma decidía entrar por mi balcón, agarré a Estrellita, mi peluche de guata que se ha convertido en casi una persona y otros dos con los que no tengo el mismo apego, pero que mi amigo Ramón insistió no abandonara y me fui, con el pasaporte y copia de la póliza del contenido del apartamento, a casa de mis amigos. Eran casi las 2 de la tarde y en la radio repetían que nadie debía estar en la calle.  Me sentí culpable, pero todavía la situación no se veía peligrosa.  Llegué a casa de mis amigos, que es como decir que llegué a casa de mi familia.  Escuchamos el radio que llevé y en un momento no supimos lo que estaba pasando.  Parecía que el huracán había decidido perdonarnos y así fue.  No nos golpeó tan duro como esperábamos, aunque luego supimos que Culebra y otros pueblos del este fueron golpeados duramente.

Al otro día, una vez entendí que debía ser seguro salir, me dirigí a mi casa.  Sí, ya se que no es una casa –es un apartamento, pero hay algo del vocablo casa que es como hogar –el lugar que te cobija, donde te sientes seguro, reconfortado, a gusto.  Yo siempre hablo de llegar a casa.  Es ese lugar que me acoge –donde tengo los objetos que me son familiares –las ollas y vajilla que eran de mi mamá; las cerámicas que me regaló Papi, el cuadro de la niña contemplando la estrella de mar; Matita creciendo fuerte y saludable en el balcón; la computadora que tiene todos mis escritos –mis pensamientos más preciados; mis fotos de la niñez, de los viajes; las prendas que más que valor monetario tienen valor sentimental, porque llevan atados los recuerdos de los momentos compartidos.  Y todo estaba intacto.  Saqué a Matita de su encierro y voy retornando todo a su lugar.

El servicio de agua retornó el sábado de madrugada – la luz al miércoles siguiente y ha estado intermitente, como para retar mi paciencia y cuán firme es mi agradecimiento de estar viva.  El asunto del hielo me  trajo recuerdos de Hugo.  Había despachado demasiado livianamente el hecho de no tener hielo.  Ahora soy consciente de cuán vital es para muchos conservar lo poco que tienen.  Yo puedo reponer lo que se perdió en carnes u otros alimentos perecederos, pero para otros eso significa gastar un dinero que no tienen.  No estoy hablando de la persona changa que dice que no pude dormir sin aire acondicionado o no puede beber Coca-Cola caliente, sino de las personas para quienes la electricidad es necesaria por sus condiciones de salud o por el gasto que implica reponer artículos dañados.

Hasta yo caí en la obsesión con el hielo para conservar leche para mi café mañanero.  Y no es que no pudiera salir a comprarlo –es que jamás es lo mismo que el café que yo misma cuelo y luego me siento a tomar en mi mesa del comedor –esa en la que paso las páginas del periódico poco a poco, mientras saboreo mi café en un ritual que me ofrece seguridad.  También quería preservar algunos alimentos que me permitieran cocinar en la estufita de gas a la que le tengo tanto miedo, pero que de nuevo, me permite estar aquí, en mi casa, con todo lo que me es familiar.

Poco a poco voy escuchando las historias de otros –cada uno con su versión de lo que es su casa. Y me parte el alma escuchar sus historias, porque muchos no encuentran nada.  Una mujer dijo que no tenía nada que salvar, porque no había quedado nada.  Otra lloraba sus platanitos- los que cultivó y contemplaba crecer poco a poco, anticipando el placer de poderlos cortar, cocinar y ofrecer a su familia.  En un artículo, se citaba a alguien diciendo mi casa, mi casa, al llegar a un lugar cubierto de tablas diezmadas. Y es ahí donde la palabra se queda corta, porque ese mi casa, mi casa no es llamar a una estructura, es lamentar que se nos ha ido un pedazo de la vida, que no tenemos anclaje; que lo conocido se fue para no volver.  No importa si vivimos debajo de un puente; si es una estructura endeble-cuatro tablas y un techo de zinc o si es una estructura con ciertas comodidades, lo que llamamos mi casa es lo que nos acoge; lo que nos hace soltar cuando llegamos al lugar, porque es lo conocido.

Me estruja el alma leer sobre los destrozos en Cuba.  Es una gente que ha sabido salir adelante en medio de la adversidad.  Y ahora viene Irma y les arrebata lo poco material que tienen, porque la dignidad no se las puede arrebatar.  Me duele verlos barriendo sus casas –sacando el agua enlodada y poniendo los muebles y colchones a secar a sol, porque no pueden comprar otros.  Me duele saber que justo cuando la industria turística despuntaba, Irma les llevó estructuras que les costará el dinero que no tienen para reconstruir.  Me pregunto qué será de la señora que nos acogió en su casa en Trinidad-esa casa  cuyo techo se colaba con una lluvia fuerte, mientras nos guarecíamos. 

Todas las personas que han perdido su casa, han perdido un pedazo de su vida.  Y yo, aquí, me muevo entre la gratitud porque aún tengo mi casa y un cierto sentido de culpa, por los que la han perdido y no la pueden recobrar.  Busco la manera de ayudar en los esfuerzos de acopio, en el envío de algún dinero que les ayude a reiniciar el ritmo de su vida, pero siento un dolor inmenso por todo aquello que nunca podrán recobrar, como yo no podría recobrar a Matita, a Estrellita o los regalos de mi papá si un huracán se los llevara; como Mota, mi peluche de la niñez que un perro se llevó y la búsqueda fútil de los vecinos ni todas las lágrimas derramadas me lo pudieron devolver.

15 de septiembre de 2017