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Este blog tiene el propósito de compartir mis ideas que estoy segura son las de muchos. Escribo sobre lo que me enternece, lo que me intriga, lo que me indigna o lo que me divierte. No me impongo fechas límite -escribo cuando quiero. El lector también puede elegir -hay relatos mas extensos, otros mas cortos. Entre cuando quiera. Vivo orgullosa de quien soy, de donde vengo y hacia donde voy, aunque no sepa como llegar... La imagen que lo acompaña es El Laberinto, de la serie Mandalas de Procesos, de Thalía Cuadrado, psicóloga clínica y artista, que me honra con su amistad. Me pareció apropiado para acompañar este blog sin dirección, porque son muchas las veces que me he sentido en un laberinto. Afortunadamente, siempre salgo…

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Dulce

 



DULCE RECUERDO

En estos días he estado un tanto nostálgica.  Recientemente escribí sobre mi cafetera vieja, lo cual me hizo evocar imágenes, sonidos, olores, texturas y sensaciones vinculadas al proceso de colar café.  Los recuerdos comienzan en la niñez y se extienden a lo largo de mi vida.  Una vez la cafetera que me acompañó por décadas culminó su ciclo de vida, decidí retirarla al tope del gabinete de cocina, donde coloco objetos decorativos o que rara vez uso.  Cuando miré en esa dirección descubrí que la casita de dulce no estaba.  Una vez me trepé en la escalera, pude ver que se había deslizado del borde irregular hacia adentro y por eso no la veía.  Con tristeza, vi que el techo se había roto. Probablemente se deslizó con los temblores de principio de año sin que yo me diese cuenta.

Con cuidado, descendí la escalera con la casita en mis manos, teniendo la precaución de que no se fuera a caer.  La casita es un envase de cerámica que simula las famosas construcciones de dulce tan evocadas en los cuentos infantiles –un objeto barato, sin mucha sofisticación, que todavía dice en el fondo Made in Japan.  El fondo muestra que se cuarteó un poco y el techito que hace las veces de tapa evidencia que esta no fue la primera vez que se rompió y ya había sido reparado anteriormente.  Afortunadamente, tenía remedio, así que lo volví a pegar y contemplé la casita con satisfacción.  En el proceso, vinieron a mí los recuerdos.

Esa casita fue un regalo del Día de las Madres que mi papá me acompañó a seleccionar,  No puedo recordar la tienda – tal vez Gem o Woolworth’s, que eran las tiendas de objetos baratos.  Para ese tiempo teníamos limitaciones económicas que le pondrían trabas al presupuesto de Papi, pero yo no distinguía entre un objeto sin abolengo hecho en Japón de un Lladró. Dicho sea de paso, nunca me han gustado los Lladró. La casita estaba en una tablilla de cristal a mi alcance –tendría yo unos cinco años y cuando la vi, supe que era el regalo perfecto para mi mamá, quien solía hacer dulces que muy bien cabían en ella, como mantecaditos o besitos de coco.  Mi mamá ya no está, pero esa casita se he quedado conmigo y encierra todo un mundo de recuerdos.

Una vez arreglé la casita, se me pegó un antojo de hacer mantecaditos, pero tenían que ser con la receta original, que está en el libro Cocine a gusto, el cual también se ha mudado conmigo a todos los lugares que he vivido y está mucho más maltrecho que la casita, debido al uso intenso.  Todavía lo uso de vez en cuando, sobre todo cuando quiero hacer una receta de nuestra rica tradición culinaria, así que acudí a él en busca de la receta de mantecaditos.  Después de todo, ellos fueron la inspiración para comprar la casita.

Hacía años que no hacía mantecaditos, por lo que no recordaba la receta, aunque sí el hecho de que la versión original llevaba manteca de cerdo.  Las últimas veces que la hice, la hice con manteca vegetal, pero esta vez quería entrar de lleno en el recuerdo, así que decidí hacerla con manteca de cerdo.  Para los tiempos en que mi mamá los preparaba, la marca de la manteca era El cochinito y el empaque era rectangular, de cartón, aunque había otros tamaños en otros envases.  El paquete semejaba los empaques de la mantequilla en barra y tenía un papel encerado, del cual Mami separaba la porción que fuera a usar.

Con tristeza comprobé que ya no existe la marca El cochinito.  Me tuve que conformar con un tarro de manteca Goya, pero es manteca de cerdo -la mera, mera esa que es como el anticristo para los cardiólogos y ni se diga de los vegetarianos, veganos et al. Probablemente no vuelva a hacer mantecaditos en buen tiempo, por lo que no creo que media taza de manteca para toda la receta me vaya a producir un daño adicional al que  ya hayan hecho las morcillas, perniles y cuerito que he consumido en esta vida.

Para completar la lista de ingredientes, necesitaba grageas –esas bolitas de colores que se usan para decorar dulces y que Mami colocaba encima de los mantecaditos como una corona de joyas preciosas.  Pues no había grageas – lo que había era azúcar con color.  Me vi tentada pero no – los mantecaditos tenían que quedar como los que hacía Mami.  Fui a otro supermercado y no encontraba las dichosas grageas, que venían en un frasco de cristal finito.  Seguí mirando y finalmente vi que una compañía que creía española, las empaca en sobres plásticos.  La compañía no es española, sino que fue fundada por un cubano que se estableció en la Florida, pero esa es otra historia.  El punto es que conseguí el ingrediente que me faltaba para hacer los mantecaditos.

Esta mañana finalmente preparé la ansiada receta, la cual probé y quedó tal y como la recordaba.  Mientras la hacía, pensaba en todas las veces que Mami hacía postres o dulces para agradarnos a Papi y a mí, además de vecinos y allegados.  De momento pensé que este ejercicio era  un acto amoroso que de cierto modo dulcificaba su recio carácter, que después de todo, es lo mismo que yo hago.  Mami, entre otras formas, me expresaba su cariño a través de estas dulces creaciones, las que tal vez endulzaban su propia vida de carencias en la niñez y posterior enfermedad.  Esas creaciones de algún modo reciprocaban el amor que le profesaba mi papá – un amor que parecía coronarse con los toques de algo tan sencillo como unas grageas de colores - insignificantes para algunos, pero que para mí, coronan el dulce recuerdo que afloró por medio de una sencilla casita de dulce.

30 de septiembre de 2020

 

sábado, 19 de septiembre de 2020

Luz

 





LUZ INTERMITENTE

Un día como hoy hace tres años, terminaba los preparativos en mi apartamento para refugiarme en la casa de mi prima Socorrito ante el paso del huracán María.  Estaba extenuada de tanto reforzar puertas y ventanas en un ejercicio que parecía fútil ante el poderío que se anunciaba tenía este huracán.  Tenía mucho miedo, porque durante el huracán George permanecí sola en el apartamento y contemplé horrorizada cómo las puertas corredizas de cristal, a pesar de las tormenteras, se inflaron como un globo con los vientos y todavía me pregunto cómo resistieron.  No me quería quedar aquí a probar mi suerte. Terminé los preparativos y me fui, rogando a Dios que cuidara mi espacio.

Esa noche comenzó la lluvia y algo de viento. Nos retiramos a dormir y de madrugada arreciaron los vientos.  Mis recuerdos son como retazos de imágenes y de sentimientos – miedo, ansiedad, preocupación. Y ni se diga el angustioso trayecto de regreso a casa el día después del huracán, cuando pude ver los destrozos en el camino.  Mi mente imaginaba mi apartamento con puertas y ventanas derribadas, lo cual afortunadamente sólo fueron imágenes producto de la ansiedad.  Tristemente, no todo el mundo corrió la misma suerte.

Recuerdo los relatos en la radio, de gente llamando desesperada preguntando por el paradero de sus familiares o solicitando ayuda.  Yo estaba a salvo –tenía techo, comida y agua almacenada.  El agua tardó dos semanas y media; a luz 41 días en retornar, que es muchísimo menos que los meses que tuvieron que esperar miles de puertorriqueños.  Y poco a poco fuimos descubriendo el horror que dejó María con su furia y el que develó por la incompetencia e insensibilidad del gobierno, empecinado en negar lo que era evidente: había miles de personas que fallecieron a causa de la falta de acción gubernamental.  Hubo gente que hasta tuvo que dejar a sus muertos en un auto o vivir con el horror de saber que estaban sepultados en el interior de una vivienda, cubiertos por un alud de lodo.

María nos dio lecciones a todos –lo malo es que unos pocos que estaban en el poder no fueron capaces de aprender.  Todavía hoy hay gente que vive bajo los toldos azules que tardaron semanas o meses en llegar.  El sistema eléctrico que se anunció como robusto y listo para afrontar esta nueva temporada de huracanes es un chiste de mal gusto. Yo sufro las intermitencias del sistema dos o tres veces a la semana.  Justo el miércoles, cuando llegué a casa con mis tripas clamando por alimento y comencé a preparar el almuerzo, puf! se fue la luz.  Tras esperar unos minutos, recurrí a mi estufita de gas de una hornilla, que es ridículo, porque se supone que es para emergencias.  No puedo imaginarme las peripecias que tienen que hacer los padres que ahora hacen las veces de maestros y acceder al internet, con este servicio intermitente en los lugares que puede haberlo, porque hay otros que ni rastro.

Mi estado de ánimo está tan intermitente como el servicio de energía eléctrica –por momentos me siento esperanzada en que habremos de salir adelante y que la mayoría se ha dado cuenta de todos los engaños y cuentos fatulos; por otros todavía veo gente justificando lo injustificable y tengo que echar mano de ese tenue hilito de esperanza al que me he aferrado tantas veces, sin soltar la voluntad de hacer mi parte para lograr salir de este marasmo.

19 de septiembre de 2020

 

martes, 15 de septiembre de 2020

Homenaje

 





HOMENAJE A MI CAFETERA

No sé exactamente desde cuándo la tengo, pero ha estado conmigo por más de 30 años.  La adquirí en una ferretería de esas que venden un poco de todo, sobre todo artículos de los que ya no se usan.  Es más, ya casi no existen esas ferreterías.  Cuando mi mamá falleció hace 47 años, yo permanecí viviendo en la modesta casa de clase media en la urbanización Country Club, primero con mi papá y luego con el que fue mi esposo.  Gran parte de los objetos que pertenecían a ella pasaron a ser míos, incluyendo una cafetera de aluminio que eventualmente se estropeó y dio paso a la que tengo ahora, que es idéntica a la original.

La imagen de esa cafetera me ha acompañado desde la niñez, cuando observaba a mi mamá colar el café que disfrutábamos los tres –un café fuerte, oloroso.  Papi solía tomarlo negro, casi siempre en las noches, acompañado de un cigarrillo. Mami y yo lo tomábamos con leche.  También solía prepararlo para llevar en un termo cuando íbamos a los juegos de pelota en el parque Hiram Bithorn y los espectadores que estaban sentados cerca a nosotros suspiraban cuando Mami abría aquel termo largo con diseño a cuadros rojos y negros, para servir aquel café que olía exquisito y podía escuchar las exclamaciones: ¡Ave María, que rico huele ese café!, o un simple ¡ummmm!

La cafetera original viajó con nosotros a todas las casas que vivimos y sospecho que ya había viajado antes de yo conocerla.  De Country Club nos mudamos a Vega Baja, a Manatí y luego de vuelta a Country Club, debido a los trabajos que Papi tuvo por un tiempo. Tras la muerte de Mami, la cafetera se quedó conmigo allí y luego me acompañó a la casa de Dos Pinos que compramos mi ex y yo, tras la venta de la casa de Country Club.  Me arrepiento de muy poco, pero vender la casa de Country Club es de esos pocos arrepentimientos, pero esa es otra historia.

Luego de  mi divorcio la cafetera -de marca Comet- me acompañó al pequeño apartamento que alquilé, porque no podía costear la casa de Dos Pinos ni mi ex tampoco, así que la casa se vendió sin que sobrara nada, porque todavía se debía gran parte de la hipoteca.  Mi papá decía que mi matrimonio no lo constituía una sociedad legal de gananciales, sino de “perdiciales”, pero esa también es otra historia.  Tras su muerte, me mudé al apartamento que vivo ahora.  No puedo recordar si ya tenía la versión sustituta de la original –creo que sí.

Lo cierto del caso es que la cafetera sustituta es exactamente igual a la original.  Hasta tiene el mismo sonido cuando choca con otros trastes y la tapa tiene un tornillo un poco suelto, por lo que hace un sonido como de maraca cada vez que la coloco o la remuevo de la porción donde se le echa el agua y ni hablar del alboroto que hace cualquiera de sus partes cuando cae al suelo y termina con las abolladuras que exhibe, evidencia de su tránsito por mi vida.  Esta cafetera demuestra que se ha usado consistentemente, a diario, para producir el café que tomo en las mañanas y a veces en las tardes.  Es una cafetera tan sencilla que me produce gracia cuando he tenido que explicar cómo se usa a quienes he abordado en busca de otra para reemplazarla.

Que conste, que no la reemplazo porque esté buscando una moderna.  Yo quería una igual, pero lamentablemente, ya no existen, al menos en los lugares que he buscado.  Me lancé en esta aventura en busca de la sustituta, por lo que acudí a amistades en las redes, para lo cual tenía que explicar cómo funciona la cafetera, que en  realidad, es cómo funciono yo con la cafetera, porque ella en esencia permite que el agua que se pone a hervir aparte, pase a través de la porción superior, se deslice sobre la porción del medio que contiene la harina de café y termine en la porción inferior.  Salvo el concepto de gravedad, no tiene nada de ciencia.  Lo que tiene es  ese toque de magia que le pongo yo, al echar una cantidad de café que es algo indeterminada en la porción del medio y al hacerlo ignoro por completo las marcas de medida que tiene.  Es algo así como más de la mitad, pero menos de ¾.  Lo mismo ocurre con el agua.  Es llegar  casi, pero no del todo, a la mitad de la primera línea que aparece como medida.  Con el paso del tiempo, el interior del envase ha creado su propia marca, que es una sombra –no una línea- que evidencia hasta donde debe llegar el agua para hacer el café como me gusta.

Todo este detalle no es una regla fija.  Hay harinas de café cuyo molido es más grueso, por lo que si uso las mismas medidas sui generis puedo terminar con un café aguado, que no es mi gusto, así que eso me obliga a reajustar la técnica.  Vamos, que dominar este artefacto me ha tomado años y en el proceso llegué a tomarle afecto. Una mañana noté un charco debajo de la cafetera, como si se estuviera desangrando.  La cafetera dio su último suspiro a través de las perforaciones en la parte inferior.  Intenté salvarla, pero no tenía remedio.  Su vida útil llegó a su fin y ahora le toca descansar.

Tengo una cafetera nueva que me regaló mi prima Socorrito.  Es italiana y roja, lo que me hace pensar que necesito color en mi vida, que se estaba tornando un poco como mi amada cafetera –valiosa, con experiencia, pero predecible. Ahora tengo que aprender el punto exacto de esta nueva cafetera -dónde es que resulta suficiente café; hasta donde debo echar el agua que ahora no baja, sino que sube.  Hay algo más de ciencia, pero todavía es un artefacto que no requiere electricidad y que me ofrece un cierto grado de intervención en el proceso.  La otra cafetera -mi viejo y fiel cometa- estará disfrutando del merecido retiro en la parte de arriba del gabinete, observando que la nueva cafetera complazca a su dueña actual.



15 de septiembre de 2020