CONTROL
No, no voy a hablar de la Junta, ni del lío de
Venezuela, aunque sin lugar a dudas ambos temas inciden sobre el tirano que nos
habita en nuestras respectivas cabezas.
Todos, en mayor o menor grado, padecemos sus efectos. En mi caso, he sido acusada en múltiples
ocasiones de poseer una personalidad controladora. Admito que hay algo de eso, pero no siempre
lo soy, particularmente en estos tiempos, donde me reconozco y recojo velas.
A modo de ilustración relataré tres incidentes que
ilustran mis reacciones a sucesos recientes en los que se puso de manifiesto mi
respuesta al hecho de no tener control de ciertas situaciones. El primero se suscitó con el anuncio de la
puesta en venta de boletos para el concierto del chelista Yo-Yo-Ma. Hace unos tres años vino a Puerto Rico, como
parte del Festival Casals. Demoré en
acudir a comprar los boletos por dejadez y cuando acudí a la boletería, ya
estaban todos vendidos. Me recriminé a
mí misma y por varios días me fustigué
por no haber hecho las gestiones a tiempo.
Desde el mes antes pasado empezaron a colocar anuncios
en la página de Pro-Arte Musical, anunciando que pronto estarán en venta los
boletos para un concierto de Yo-Yo. Me
mantuve pendiente y resultaba desesperante que aunque ya tenían la fecha, no ponían
los boletos a la venta en una página que nunca he utilizado. Finalmente anunciaron que la venta iniciaría
de forma exclusiva, un sábado a las 10 de la mañana. Yo no tenía claro si esa venta exclusiva
significaba que no se venderían en la boletería de Bellas Artes, donde pensaba
acudir con una amiga a comprar mi ansiado boleto. Llamé para verificar y en efecto, exclusivo
quería decir precisamente eso – Bellas Artes no vendería los boletos -había que
hacerlo a través de la entidad que yo nunca había usado.
El plan con esa amiga se desarticuló. En el proceso
había hablado con otra amiga y pensábamos adquirir varios boletos, pues se
unirían otras. Luego pensé comprarlos yo
misma a través de internet y de esa forma podía controlar el proceso. Me
aseguraría de estar unos minutos antes en línea. Ya ahí se me activaron todos los miedos, porque
había intentado comprar boleto para Hamilton y no lo había logrado. Supe después que esos se podían adquirir de
otro servicio, pero las filas eran de sobre 4 horas, cosa que no estaba
dispuesta a hacer. Para el concierto de Yo-Yo la segunda amiga me había dicho
que podía comprar los boletos, pero sólo de cierto precio. Luego, me llamó otra amiga, quien me aseguró
que otra amiga a su vez tenía una hija chelista e iba a ir personalmente al
lugar de venta a adquirir los boletos. Pensé
que tal vez esa era la mejor opción, aunque de todos modos me aseguré de entrar
a la página a la hora designada, por si había algún problema. Le pedí a mi amiga que me avisara si había
alguna dificultad.
En vista de que podía acceder al diagrama de los
asientos, comencé a tener ansiedad al ver como poco a poco, iban desapareciendo
los asientos disponibles en cuestión de minutos. La película que se repetía en
mi cabeza era una mezcla de desilusión con recriminación, mientras me repetía
que nunca debí dejar que otra persona -en este caso una desconocida amiga de la
amiga, fuese a comprar el boleto que tanto ansiaba. Es decir, estaba en un ataque agudo de
controlitis.
Eventualmente llamé a mi amiga y me aseguró que ya su
amiga tenía los boletos. Respiré. A las
dos semanas más o menos, se presentó el otro episodio. Una amiga (sí, soy afortunada; tengo muchas
amigas) muy ingeniosa del grupo de voluntarias al que pertenezco, planificó una
excursión a la Hacienda Muñoz en San Lorenzo.
Me anoté en seguida, ya que he estado en el lugar antes y me encanta.
Ella indicó que había solicitado los servicios de un chofer con una guagua, en
la que iríamos 10 personas, Se acordó el
precio y listo. La hora de salida se
fijó a las 9 am., lo cual consideré muy temprano, pero decidí fluir. Ese día llegué unos minutos más tarde, debido
a que la organizadora había indicado que citaba a las 9 para salir a las
9:30. Ya estaban todas en el lugar. Me dio mucho gusto verlas, sobre todo porque
se unió una compañera de recién ingreso al grupo de voluntarias.
El viaje fue muy placentero. Íbamos charlando, compartiendo
experiencias. Llegamos a la Hacienda,
algunas tomaron café e hicimos un leve recorrido por el hermoso lugar. Una de ellas repartió el menú del restaurante
y yo empecé a hacer cerebrito con unas costillas en salsa de café. Lamentablemente, varias del grupo no estaban
inclinadas a almorzar allí, así que nos fuimos, sin tener una idea clara de a
dónde nos dirigíamos. Mi incomodidad iba en aumento –eso de no tener un plan me
pone ansiosa. Y que conste, que salir
sin rumbo definido puede ser un plan, pero eso no fue lo que yo entendí. El
chofer se detuvo en un lugar que jamás supe el propósito, pero aparentemente en
los asientos delanteros se fraguaba alguna alternativa.
Mientras esto ocurría, la nueva integrante del grupo
produjo una botella de vino blanco. No
estaba tan fría, pero vamos, una no se puede poner muy exigente en una guagua
que en la semana opera como carro público.
Otra compañera repartió unos riquísimos sandwichitos de atún, apareció
queso y unos cheetos de queso blanco
que llevé, por aquello de entretener la tripa.
Poco a poco me entregué al placer de la compañía, de los relatos alegres
y dolorosos de algunas compañeras, que me hacían admirar, una vez más, la
extraordinaria valía de la mujer puertorriqueña.
Llegamos al pueblo de Gurabo y en una esquina de la
plaza, entramos a una cafetería que ofrecía almuerzo buffet – El Buffet de Víctor, se llama. Una larga fila y un espacio de mesas reducido
se presentaba a nuestra vista. “No vamos
a caber, comenté”. Algunas estuvieron de
acuerdo y otra afirmó categóricamente, “si, vamos a caber”. Esta última tenía razón – nos apretujamos en
dos mesas luego de buscar los respectivos platos. Cónsono con el concepto de buffet, un
encantador hombre, que presumo era Víctor, se encargaba de servirnos todo lo
que se nos antojase. Yo opté por fajitas
de cerdo, con carne de pavo, majado de yuca y ensalada. Víctor preguntaba amablemente “¿quiere
tomate; quiere sopita?” Respondí si a ambos y decliné el postre.
La comida, servida en modestos platos de melamina y
acompañada de la botellita de agua no tenía la elegancia de lo que hubiese
comido en la Hacienda Muñoz, pero tampoco tenía el precio de lo que hubiese
pagado allí. La cuenta sumó algo como
$8.50, atenciones amorosas de Víctor incluidas. La comida estaba muy buena,
aderezada con la conversación en la mesa. Decidí abrir mi mente y dejar a un
lado las expectativas que originalmente tenía.
Como elemento adicional, una amable chica nos recomendó que fuésemos a
la Universidad del Turabo, fundada por Ana G. Méndez (no voy a entrar en las nociones
pre-concebidas que su nombre evoca), ya que allí tenían un museo.
Allí nos dirigimos.
Los terrenos son hermosos. Hay
una casa que se utiliza como oficinas administrativas y otra, que era la casa
que utilizaba por temporadas la Sra. Méndez y es ahora museo. Contiene mobiliario de la época, así como memorabilia de la familia, incluyendo
una colección de abanicos que le regaló Doña Felisa. Ya habíamos entrado a la casa, pero llegó
Ivette a recibirnos y nos explicó que usualmente las visitas se programan (es
decir que no se acostumbra que lleguen chulas
y presentás como nosotras), pero que gustosamente nos mostraría la
casa. Sin asomo de molestia por nuestro
presentamiento, nos ofreció una visita guiada, contestó nuestras preguntas y
mostró interés en saber de dónde veníamos y qué hacíamos. Ivette, evidentemente, se había entregado
también a la experiencia. Salimos de
allí felices y agradecidas.
Hace semana y media se produjo el otro episodio que me
provocó ansiedad y pone de manifiesto que es muy poco lo que controlamos y en
ocasiones, la realidad resulta mucho más positiva de lo que nuestra mente puede
fabricar. Mi computadora estaba actuando
extraña- prendía cuando se le antojaba- así que llamé a mi experto en estos
menesteres. Diagnosticó que el problema
era la batería, así que procedió a traer una sustituta. No hizo más que salir por la puerta, cuando
ya la computadora decidió apagarse y se negó a prender nuevamente. Me sugirió cotejar si el equipo estaba aún en
garantía, cosa que dudé, pero en efecto, le quedan como tres semanas. Me dio los teléfonos del fabricante y me comuniqué;
mientras tanto, mi mente producía esta película en la que todos mis datos,
documentos y fotos se perdían irremediablemente. Me fustigué por no haber hecho back-up hace más de un año. Tras sufrir por dos días, llegó el técnico de
Dell, reemplazó una pieza y ya. Todo ese
sufrimiento por nada.
Y así vamos por la vida, sufriendo por lo que quizás ni
siquiera va a ocurrir, privándonos de disfrutar el presente y pensando que
tenemos el control de todo, cuando la realidad es otra. Viene a mi mente una canción del Grupo Chambao, que tiene unas líneas geniales:
Tú y tú,
si tú, lo tendrás to’ pensa’o
la familia
y el trabajo
el plan
de jubilación
lo tienes
to’ controla’o
te la crei’o
tú
que sí te
la crei’o tú
Somos
muchos los que creíamos que lo teníamos to’
controla’o y no. Tenemos que hacer
ajustes día a día, estar abiertos a la posibilidad de que lo que vislumbramos,
planificamos, temíamos o ansiamos, puede cambiar de un momento a otro. Soltar el control nos libera y nos hace más
felices. He practicado esto varias
veces, aunque admito que a veces regreso a mi Control mode. Pero la vida me ofrece oportunidades de hacer ajustes
todos los días, como me ocurrió el fin de semana pasado, pero esa es otra
historia…
6 de marzo de 2019
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