UN CUMPLEAÑOS ESPECIAL
Pese a ser una mujer muy segura de mí misma, me ha tomado tiempo congraciarme con el número de años que tengo. Sí, ya sé que la edad es sólo un número, que lo que importa es cómo nos sintamos, pero no puedo negar que ese número me causa un cierto grado de disgusto. Para aplacar de algún modo esa incomodidad, este año planifiqué dos eventos. El primero, sería el que acabo de culminar y el segundo está en proceso. Ese último pretende paliar las incomodidades conjuntas de mi Buddy y yo. Ella cumple en noviembre una edad que a mí me causó incomodidad en su momento y yo paso por un proceso similar, con el agravante de que son más años. En algunas semanas nos iremos juntas a Disney, para celebrar como niñas todos estos años de amistad y aliviar el escozor que nos producen
nuestros respectivos onomásticos.
El evento
que acabo de culminar fue una celebración privada –privadísima, ya que se
trataba de una estadía para mí sola en el hotel Royal Isabela. No me malinterpreten –me gusta celebrar en
compañía y de hecho, tuve varias celebraciones pre y post cumpleaños con
amistades muy queridas, las que disfruté inmensamente. No obstante, había una necesidad de estar en
soledad, para meditar, contemplar los hermosos paisajes de esta isla en la que
he tenido el privilegio de nacer y de estar a solas con misma. El lugar no pudo ser más apropiado.
Había
pensado ir a otro resort que me
encanta, pero estaba mucho más allá de lo que resulta prudente dada la
situación económica actual. Y no es que
Royal Isabela sea una ganga – es sin lugar a dudas un lujo, pero la ocasión lo
amerita. Cierto es que pude haberme ido
en un crucero de esos por las islas, o hasta una escapada a la República
Dominicana por ese precio, pero yo quería estar aquí, en mi tierra, en el lugar
al que pertenezco. Como dice la canción
de Pablo Milanés, amo esta isla, soy del
Caribe, jamás podría pisar tierra firme, porque me inhibe…Bueno, he pisado
tierra firme, pero sólo de visita, porque como dice otra canción, mamá, Borinquen me llama...
Escoger
Royal Isabela resultó una decisión más que acertada. Parece que un angelito me iluminó, porque no conozco
a nadie que haya estado allí. El lugar
es de ensueño. Tiene una estructura como
una torre en el centro, que alberga la recepción y el área de restaurante, que
operara como una concesión en el hotel. Las habitaciones son “casitas” individuales, que quedan escondidas por
la vegetación, pero ofrecen una espectacular vista al mar, en algunos casos -como
el mío- a lo lejos, pero aún podía divisarlo e incluso escucharlo en la
lejanía.
Al llegar
a la casita designada, la número 17, quedé impresionada con el tamaño de lo que
era propiamente habitación, la sala y el baño, en el cual fácilmente podía
hacerse un party. La terraza tenía
una pequeña piscina y a lo lejos se divisaba una franja azulísima de mar.
Solté los motetes y me fui al restaurante a
comer alguito liviano, ya que eran mas de las 3 de la tarde y no había
almorzado, pero tampoco quería llenarme mucho, para poder disfrutar de una
buena cena. Me atendió una encantadora
chica de nombre Pamela. Ordené unos
taquitos de ropa vieja con salsa de guayaba, -la cosa más mona y estaban exquisitos- con una copita de
Chardonnay.
Tras el amuse bouche, me fui a explorar. Divisé
una bajada rodeada de vegetación que parecía dar al mar. De hecho, podía divisarlo al fondo y escuchar
su sonido con más intensidad. Tras
descender no sé cuantos escalones de piedra y madera, así como un camino de
tierra, me topé con un portón cerrado con una enorme cadena mohosa, como si la
hubiese puesto Colón al llegar en una de las carabelas (sí, ya sé, que no fue
por Isabela por donde entró, pero es la imagen). Giré y ascendí poco a poco, dejando en
evidencia mi pobre condición física.
Otra ventaja de haberme ido a celebrar sola –nadie, hasta ahora que lo
relato, se enteró.
Seguí
explorando hasta que regresé a la casita para darme un baño y prepararme para
la cena. Confieso que me metí en la
enorme bañera, aunque no la llené del todo porque me sentí culpable del
desperdicio de agua, dado que esa zona está ahora en racionamiento. Espero los espíritus del agua me perdonen –juro
que fue solo una vez y el resto del tiempo tomé cortos duchazos. Me vestí con un traje de tonos naranja, con
mangas, por si hacía frío. Me senté en
la parte de afuera del restaurante, para seguir apreciando la hermosa
vista. El silencio era envolvente, un
bálsamo para mis atribulados oídos expuestos al alboroto de los visitantes de
la gasolinera detrás de mi apartamento,
que hablan duro y a veces ponen esa música con sonsonete que tanto me disgusta.
Pedí mi
cena- mofongo de yuca con filete de bacalao, camarones y mejillones. Esta vez, una copa de Pinot Grigio. Este era un mofongo con caché –nada de pilón,
sino una especie de cama donde reposaban los mariscos. En eso, comenzó una música de un joven que no
divisaba, pero escuchaba su dulce voz, acompañado por su guitarra. Interpretó canciones de Silvio Rodríguez,
Pablo Milanés, Robby Draco Rosa y otros.
En fin, disfruté de un banquete para mi boca y oídos. Para coronar la noche, podía divisar el cielo
estrellado, actividad que hacía meses no podía hacer, desde los tiempos de
María.
Me marché
feliz a mi casita, lista para dormir en la enorme cama. Me dormí seguida, pero luego me desperté
-algo que me ocurre cuando duermo fuera de casa. Al otro día quería disfrutar de un brunch, pero sería más tarde, así que
colé café en la habitación. Lleve al
café a la terraza, con unos pedazos de
un queso manchego que había llevado y mi Palabra Diaria, la cual leí en esta
paz infinita, luego de contemplar la salida del sol. Hice algo de yoga y me alisté para ir a la
piscina. Estaba muy tranquila –solo una
pareja que ya se iba y luego llegó una mujer como india, con su hija. Observó que yo estaba leyendo la
autobiografía de Michelle Obama y me preguntó qué tal era. Muy buena – le dije.
Le
pregunté de dónde era y me respondió que Virginia, si no me equivoco. Pensé en el frío pelú que hace por esos lares
y me dijo, que en efecto, su esposo le había dicho que quería venir a un lugar
donde no necesitaran abrigo. Quise saber
si estaban disfrutando y me contestó en la afirmativa, cosa que me alegra
infinitamente. Me encanta que los
turistas tengan una experiencia memorable de su visita a esta tierra que tanto
amo. Me metí un ratito al agua, que
estaba algo fría y salí a leer y secarme un poco.
Más tarde
me fui al brunch, que estuvo bueno,
particularmente el churrasco, que es algo que no me encanta, pero en verdad estaba
delicioso. Me extrañó que no tuvieran salmón, porque prefiero más
los mariscos o pescados, pero una mimosa me ayudó a paliar la decepción. De hecho, pregunté por un lugar de sushi del
cual había leído. Pamela me explicó la
ruta y me aseguró que era fácil llegar, pero claro, ella no conoce mi habilidad
para perderme. Dorcas también me aseguró
que era fácil. Ya veremos, pensé. Ellas estaban fascinadas con el hecho de que
me estuviese celebrando yo misma el cumpleaños.
Tras el brunch, fui a preguntar por el árbol
emblemático del hotel. Ismael me indicó
que el árbol existe, me lo señaló, pero yo no podía verlo. Me indicó que después de las 2 de la tarde
podía ofrecerme un tour por el lugar, a lo que respondí que sí con
entusiasmo. Quería regresar temprano
para completar mi plan de ir al lugar de sushi temprano, ya que no quería estar
en la carretera de noche. Me pierdo de
día, así que ir de noche, por una oscura carretera desconocida no era mi idea
de diversión. Salí a intentar encontrar
el camino a la playa, pero no lo logré.
Al rato me fui al tour por los terrenos del hotel, en un carrito de golf
- después de todo, el hotel es reconocido por esta actividad que hasta ahora no
me ha interesado para nada. La belleza
del paisaje, sin embargo, impresiona al más indiferente.
Fuimos a
ver el icónico árbol, que sobrevivió al huracán como tantos en el lugar. Me recuerda una cola de caballo de esas que
algunas mujeres se hacen al lado. Según lo que leí en la página de internet del
hotel, el árbol, un roble, es símbolo de resiliencia, palabra que está de moda
luego del huracán María. Este árbol ha
resistido el viento desde siempre, porque en esa área se siente muy
fuerte. Tanto así, que yo sentía cómo el
viento me empujaba. No puedo ni imaginar cómo sería durante los embates del
huracán. Este árbol tiene mucho que enseñarnos
a todos en términos de cómo hacernos flexibles, de forma tal que las fuerzas
que nos enfrentan no nos destruyan. El
árbol aprendió a cambiar su forma. No es
lo usual, pero tiene una belleza muy
singular. Este árbol tiene mucho que
enseñarme en esta nueva etapa de mi vida.
En el
camino nos detuvimos porque encontramos unos golfistas en el proceso de hacer
lo suyo y la regla es permitirles hacer su juego, en silencio. En ese punto, no tengo idea cómo pensaban
enviar la bola a algún punto razonable.
Si el viento me movía a mi, ¿qué no haría con una pequeña bolita? Desde
allí se supone la enviaban a otro lugar que
quedaba muy distante, con un acantilado de por medio. Se montaron en su carrito de golf, camino al
área donde se supone fue a parar la bola.
Nosotros proseguimos a un área donde puede apreciarse un hermoso
acantilado, que tiene la cara de indio que se supone es la inspiración para la
que aparece al inicio de la carretera que conduce hacia Isabela. El lugar no sólo es hermoso por las
formaciones rocosas y el embate de las olas, pero también por los hermosos
tonos azules de sus aguas. En varios
momentos me emocioné ante tanta belleza.
Ismael me
explicó que en ocasiones pueden verse ballenas cruzando el área. Yo no tuve tanta suerte. Sin embargo, me sentí extremadamente
afortunada de presenciar la hermosura del paisaje que vi. Hacía tiempo que no tenía la oportunidad de
presenciar tanta belleza concentrada en un solo lugar, con un silencio
sobrecogedor y un cielo tan azul como el mar.
Regresé al punto de partida sintiéndome extremadamente afortunada y me preparé
para la expedición hacia el restaurante de sushi en la playa de Jobos.
Salí como
a eso de las 4:30, porque no quería que me sorprendiera la noche y el lugar
estaba al menos como a 20 minutos del hotel.
Claro, eso es para una persona que sabe para dónde va. Me habían indicado que el trayecto era
directo, salvo por un tramo dentro del pueblo en que me debía desviar, pero que
supuestamente la misma carretera me mostraría el camino. Por alguna razón el sistema de GPS no estaba
funcionando con voz, así que dependía exclusivamente de las indicaciones que
recibí. Todo iba bien hasta que me topé
con un letrero de No Entre. Terminé en
una playa, pero no era la de Jobos. Llamé
al restaurante para indicaciones y me dirigieron hacia la carretera correcta.
Para
cuando logré salir, ya eran poco más de las 5 y me topé con un tapón agravado
por una delegación de Jeeps. Se veía que
la carretera no tenía alumbrado y me empecé a poner ansiosa. Miré el reloj y ya eran como las 5:15. Calculé que todavía me quedaban como 15 minutos
de camino. Pensé que no iba a tener una
cena tranquila, por la preocupación de que cayera la noche y se me hiciese más
difícil encontrar el camino de vuelta. Decidí abortar el plan de una cena de
sushi frente al mar y regresar al hotel.
Al entrar al pueblo, me volví a perder.
Ví una patrulla de Policía Municipal y les pregunté como llegar. Por
fortuna, me dijeron que los siguiera y me llevarían a la entrada del
hotel. Al llegar, les di las gracias y
los bendije. Fue como un déjà vu que me
recordó la perdida monumental que me había dado hace más de veintiocho años cuando quise tener
una experiencia inolvidable en Atenas y terminé cenando en el hotel. Bueno, fue una experiencia inolvidable, como
esta, sólo que no la que imaginé. Por lo
menos estaba feliz de regresar al hotel, como si hubiese vuelto a casa.
Me senté
en el restaurante y me recibió Jessica. Revisé
el menú y estaba entre no recuerdo qué plato y un filete. No soy tan fanática de la carne, pero hace
semanas que estoy en un ejercicio de soltar el control y hacer cosas distintas. Pedí una sopa de pana para empezar, con un
Chardonnay y luego pedí el filete, con un Cab, como le dice Jessica, que
deduje, correctamente era un Cabernet Sauvignon de California. De postre pedí soufflé de chocolate y le
pregunté a Jessica si tenían fósforos. ¿No
me digas que es tu cumpleaños? Sí le dije y entonces me dijo que tenían velitas
y yo le dije que había llevado mi propia velita con estrellita, cortesía de mi
Buddy.
Jessica
trajo el postre, con la velita colocada en una nube de malvavisco. Pedí mi deseo y soplé. Al terminar, Jessica me trajo una copa de
espumante por la casa. Se despidió
deseándome muchas felicidades y me brindó un cariñoso abrazo. Salí hacia la casita sintiendo que no podía
comer más, así que de nuevo me vi forzada a cambiar los planes. Había llevado una media botella de Laurent Perrier, regalo de mi Buddy, con
unos chocolates que pensaba degustar al final de mi cena, en la habitación,
pero había comido tanto que no los iba a disfrutar, así que decidí serían mi
despedida al día siguiente, previo a emprender el camino de vuelta. Me limité a
contemplar el cielo estrellado que esa noche parecía aún más hermoso.
A la mañana
siguiente solo puede tomar tostadas y café, tras la opípara cena. Debía abandonar la casita a eso de las 12:30,
así que el pregunté a Dorcas si podían preparar algo para llevar. Ella me dijo que me podían llevar algo al
área de la piscina. Le dije que tenía
una botella de champán, que si tenían una cubeta de esas desechables. Me dijo que no la tenían desechable, pero que
yo podía devolverles la que tenían. Revisé
el menú y encontré un tartare de atún
que resultaría perfecto para acompañar el champán. Di un recorrido por los terrenos, a modo de
despedida y procedí a cambiarme de ropa con un vestido naranja sin mangas. Me acomodé en la piscina, con mi botella de
champán, a esperar que me trajeran el atún.
Ví un rótulo que decía no se permitían objetos de cristal en el área de
la piscina y muy contrario a mi apego a las reglas, decidí romperlas. Esta era mi celebración y sería
extremadamente cuidadosa para no romper nada.
Finalmente
llegó el atún, que me llevó un amable mozo.
Procedí a acomodar todo y a abrir el champán, que hizo su característico
sonido y rogué no me delatara como una violadora de las normas, ya que ese
sonido inconfundible no proviene sino de una botella de cristal. Afortunadamente nadie apareció para estropear
mi celebración ultra privada. Procedí a
probar el atún y mmmmmmm –estaba delicioso.
Lo comí despacito, acompañado por sorbos de champán. Al final, dos chocolates de Loíza Dark
cerraron con broche de oro la ocasión.
Ya había llevado la maleta al auto, así que sólo me restaba recoger los
rastros de la celebración y devolver la cubeta al restaurante.
Salí del
lugar con tristeza, pero al mismo tiempo satisfecha con todas las experiencias
hermosas que tuve. En primer lugar, ver
otro ángulo de la hermosura que ofrece esta tierra –cielos estrellados en la
noche, cielos límpidos de día, mar azulísimo; el gozo del silencio, el trato
amable de los empleados, la comida sabrosa, aderezada con las atenciones de
quienes la servían. Unas instalaciones a
todo lujo –por tres días y dos noches jugué a ser rica. Una vez más soy
consciente de cuán bendecida he sido.
Este cumpleaños resultó inolvidable – un antídoto ideal para la desazón
producida por el número de años cumplidos.
9 de
marzo de 2019
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