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Este blog tiene el propósito de compartir mis ideas que estoy segura son las de muchos. Escribo sobre lo que me enternece, lo que me intriga, lo que me indigna o lo que me divierte. No me impongo fechas límite -escribo cuando quiero. El lector también puede elegir -hay relatos mas extensos, otros mas cortos. Entre cuando quiera. Vivo orgullosa de quien soy, de donde vengo y hacia donde voy, aunque no sepa como llegar... La imagen que lo acompaña es El Laberinto, de la serie Mandalas de Procesos, de Thalía Cuadrado, psicóloga clínica y artista, que me honra con su amistad. Me pareció apropiado para acompañar este blog sin dirección, porque son muchas las veces que me he sentido en un laberinto. Afortunadamente, siempre salgo…

viernes, 15 de febrero de 2019

Latas





LATAS

Hace unas semanas una amiga hizo referencia al pollo enlatado que viene desmenuzado y me retrotraje a mi viaje misionero a Haití en el 2011.  Fue una experiencia sobrecogedora, que me puso en contacto con la miseria extrema y me mostró toda la bondad de la que puede ser capaz el ser humano, así como la capacidad de adaptación que poseemos.  Esa capacidad de adaptarnos se puso de manifiesto a la hora de comer o preparar alimentos.

Uno de los días más intensos fue el dedicado a una clínica.  Acudieron cientos de personas a recibir ayuda médica, con unos casos más complicados que otros.  Yo estaba asignada a repartir pastillas para desparasitar, pero veía otros casos que llegaban, el más dramático de ellos el de una mujer con quemaduras en su pecho.  Estuvimos trabajando por varias horas sin parar, hasta que mis tripas comenzaron a protestar.  Si alguien puede hacer una demostración de resiliencia, esas son mis tripas.  No importa lo que esté pasando –sea algo doloroso, estresante, motivo de coraje you name it, mis tripas van a reclamar comida.

Pues ese día no fue la excepción.  Tras varias horas de intenso trabajo, comenzó el reclamo, con el agravante de que no había a dónde ir.  Había que comer lo que se hubiese llevado, con el agravante de que no podía hacerlo delante de toda esa gente que podían ofrecer seminarios de lo que era pasar hambre de verdad, no este episodio pasajero que yo experimentaba.

Me fui al área donde estaban los alimentos –eran galletas u otras cosas empaquetadas y latas de spaghetti. No había posibilidad de calentarlos. Creo que previo a ese día había comido como dos o tres veces de esa variante de pasta, porque creo que lo que único que tiene en común con la versión genuina es la forma y el color de la salsa.  Mi ex marido disfrutaba de ellos, mezclado con cebolla picada y salsa adicional.  Nunca le encontré el atractivo a esa mezcla ni a la versión original y el hecho de que tuviera que comerlos fríos lo hacía aún más difícil para alguien como yo, que le gusta la comida bieeeeen caliente.

En vista de que mis opciones eran muy escasas y las tripas estaban montando un piquete en mi abdomen, opté por comerme los spaghetti directo de la lata.  No puedo decir que los encontré deliciosos, pero cumplieron su objetivo.  No he vuelto a comerlos y espero no tener que volverlo a hacer, pero ese día recibí una gran lección, proveniente de una lata.  No hay exigencias cuando de verdad hay hambre.

En aquél  entonces nos hospedamos en una casa que la organización Iniciativa Comunitaria tenía alquilada.  No había agua potable -era de cisterna que se suplía de un pozo cercano.  Debíamos preparar nuestras comidas, así que junto a otros acudí a la cocina para ver qué había disponible.  Había arroz, habichuelas, salchichas, salsa de tomate, todo de distintas marcas.  Con lo que había y a veces huevos que traían de sabe Dios qué mercado, preparábamos los alimentos.  La mayor parte de nosotros éramos féminas, pero también Juan, un entusiasta español - boricua con alma de niño se unía al grupo de cocineros aficionados.  Recuerdo un arroz que preparó que quedó exquisito.  Yo no soy buena con grandes cantidades, porque estoy acostumbrada a cocinar para pocos.

En una ocasión se me ocurrió guisar pollo enlatado, ya que habían varias latas, los ingredientes para sofrito, papas y zanahorias.  Lo cierto es que aquel pollo enlatado quedó riquísimo –tanto así que ya de vuelta en casa lo he hecho en varias ocasiones.  Es un resuelve, como la consabida lata de corned beef que tantas veces nos ha sacado de apuros a muchas de las que nos hemos visto obligadas a producir un plato luego de un largo día de trabajo.

La referencia de mi amiga al pollo enlatado me trajo a la memoria toda mi experiencia haitiana –algo así como una memoria enlatada.  El recuerdo fue tan vívido que procedí a guisar una lata de pollo que tenía en la alacena.  A esta versión le añadí una cucharada de jerez mientras se cocinaba y la serví sobre arrocito blanco. El olor que emanaba era exquisito.  Sobre el recuerdo de aquél plato elaborado con alimentos enlatados donados construí años más tarde un plato exquisito que disfruto, sobre todo, porque me recuerda lo que es verdaderamente esencial –la solidaridad, la conciencia de que necesitamos muy poco para sobrevivir y el gozo de las cosas simples.

15 de febrero de 2019




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