A LAS MILLAS
A mí me
gusta disfrutar de las actividades de temporada –eso a lo que nos acostumbramos
por tradición: coquito y pasteles en Navidad; ensaladas frescas y vinito blanco
bien frío en verano, pavo y postres a base de calabaza en noviembre. No quiere decir que no los coma en otra
época, pero en temporada es como algo que me hace sentir cómoda. Después de todo, soy bastante predecible y le
encuentro su encanto a la rutina, a lo esperado, pese a que he hecho cosas que
algunas personas nunca han hecho, como por ejemplo, viajar sola. Pero esa es otra historia.
Hoy había
decidido que desayunaría en un restaurante familiar de esos de cadena
norteamericana y tenía antojo de panqueques de calabaza. Después de todo, estamos a 19 de octubre y
puedo recordar aquélla canción de primaria cuando
llega el mes de octubre, corro al huerto de mi casa y busco con alegría, tres o
cuatro calabazas… En mi casa nunca hubo un huerto ni mucho menos había
calabazas sembradas. Sí había pimientos
de cocinar, recao, limones y acerolas.
Mi mamá no hacía postres con calabaza, pero compraba pedazos que usaba
para añadir a las habichuelas o la hacía en tortitas. Yo sí comencé a experimentar con ese vegetal
y he hecho pan, cheesecake, arroz con
calabaza, sopa de calabaza y vamos, no sigo porque me pongo como el amigo de
Forrest Gump y su lista de platos con camarones. Por fortuna, aquí no tenemos que esperar una
temporada para encontrar calabaza.
Llegué al
restaurante y al entrar, me topé con un árbol de Navidad completamente
decorado. Ese árbol allí era como estar
en uno de esos ejercicios de identificar algo que no cuadra. Yo hubiera imaginado que tal vez tendrían
adornos de calabazas, gatos negros, brujas voladoras, hasta pavos, pero ¿qué
hacía un árbol de Navidad en la entrada del restaurante un 19 de octubre? ¿Y
dónde estaban las calabazas, que es lo que yo hubiese esperado ver? Cuando me trajeron el menú, no había ni
rastro de algo con calabaza, así que pedí unos panqueques de harina integral
con canela, que no estuvieron nada mal.
Mientras esperaba por el desayuno, me fijé que más arriba, frente a mí,
habían colocado un gigantesco Santa Claus inflable, que parecía burlarse de
esta mujer que osaba cuestionar su presencia cuando esperaba ver calabazas y no
su rechoncha figura.
Desde
hace tiempo me inquieta este afán de apresurar los acontecimientos, sin que nos
detengamos a disfrutar del presente. ¿Cómo
que ponemos árbol de Navidad y un Santa Claus el 19 de octubre –sabe Dios desde
cuándo está puesto y yo no lo sabía- si todavía no nos hemos comido los
maicitos de dulce, esos tan empalagosos y mucho menos el pavo en noviembre? La
vida se nos escapa y no nos damos cuenta, ni siquiera en estos tiempos de
pandemia, cuando hemos estado encerrados y poco a poco vamos saliendo. ¿Será que han cancelado épocas y yo no me
enteré? ¿Será que ahora es solo verano en la playa o Navidad? Vamos a las millas y me siento como Mafalda
con su petición de que paren el mundo para poderse bajar.
Una vez
terminé el desayuno, le pregunté a la mesera por qué no había nada en el menú a
base de calabaza y me respondió que la temporada no había llegado. True
story – no miento. Es como si fuera un chiste. La temporada de las calabazas no ha llegado,
pero Navidad sí. Anden list@s, que nos
desparecen el Día de Reyes, San Valentín, las madres, los padres y si se
enteran, hasta el día del cumpleaños.
19 de
octubre de 2020
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