OTRO HOGAR
Hace 30 años
que mi papá se mudó. Solía vivir en un condominio de Hato Rey con su esposa, a
donde yo les visitaba con frecuencia. Para
ese tiempo, yo estaba recién divorciada y vivía en un apartamentito modesto que
alquilé, en el segundo piso de una casa de urbanización. Papi se preocupaba por mí y yo hacía todos
los esfuerzos posibles por demostrar que era fuerte y podía afrontar sola las
dificultades que esta nueva vida me presentara.
En parte era cierto, pero no niego que tuve momentos de duda y angustia,
particularmente cuando fue diagnosticado con cáncer. Afronté mi nuevo estatus civil con aplomo y
hasta disfruté una sensación de alivio al no tener que cargar con el peso de un
matrimonio que hacía tiempo había dejado de ser una vida en compañía para
convertirse en una vida de casada en soledad.
La posibilidad de perder a mi papito era otra cosa, para lo cual pensé
jamás estaría lista.
El
proceso del tratamiento contra el cáncer fue uno que afrontamos juntos,
haciendo acopio de todas las herramientas disponibles: quimioterapia, sesiones
con una psiquiatra, libros de autoayuda, programas de comedia y siempre,
siempre, una comunicación que se afianzaba y adquiría nuevas dimensiones ante
la posibilidad de una separación física definitiva. Siempre hablamos con honestidad y apertura,
pero durante su tratamiento llegamos a hablar de temas que jamás pensé que
abordaría con mi papá. Nunca me he
sentido tan conectada con otro ser humano.
Hace 30 años
mi papá se mudó y ahora habita en mi corazón, en el infinito, en mi piel, en
cada átomo de mi ser. Él no me acompaña; él y yo somos ahora la misma cosa y es
imposible que yo me conciba como alguien separada de su esencia. En este Día de los Padres te celebro, Papito
y doy gracias por la bendición de tenerte.
21 de
junio de 2020
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