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Este blog tiene el propósito de compartir mis ideas que estoy segura son las de muchos. Escribo sobre lo que me enternece, lo que me intriga, lo que me indigna o lo que me divierte. No me impongo fechas límite -escribo cuando quiero. El lector también puede elegir -hay relatos mas extensos, otros mas cortos. Entre cuando quiera. Vivo orgullosa de quien soy, de donde vengo y hacia donde voy, aunque no sepa como llegar... La imagen que lo acompaña es El Laberinto, de la serie Mandalas de Procesos, de Thalía Cuadrado, psicóloga clínica y artista, que me honra con su amistad. Me pareció apropiado para acompañar este blog sin dirección, porque son muchas las veces que me he sentido en un laberinto. Afortunadamente, siempre salgo…

jueves, 2 de noviembre de 2017

Sin saber










SIN SABER

Escribo a 43 días del paso del Huracán María por Puerto Rico.  Había intentado escribir antes, pero ocurrió algo muy extraño –al no tener electricidad, sentía que las palabras no fluían de la misma manera a manuscrito.  La tecnología me ganó, silenciándome por todos estos días, o tal vez es que aun no estaba lista para dejar salir todo lo que siento. Ya había sufrido un anticipo de la angustia, a través del Huracán Irma, el que no tuvo los efectos devastadores de María.  Para este último decidí refugiarme en casa de mi prima Socorrito, porque está mas cerca que la de los amigos que me refugiaron para Irma.

La ejecución de los planes para preparar mi apartamento me tomó un tiempo considerable.  Intuir que esto era mucho peor que Irma le añadía un nivel de ansiedad conmensurable a la intensidad del huracán que se perfilaba como algo inescapable.  El ejercicio de envolver las lamas de  las ventanas se convirtió en una tarea extenuante –llegó el momento que me sentía harta de tanto esfuerzo, al tiempo que pensaba que este monstruo se podía llevar las ventanas completas.

Finalmente salí para casa de mi prima, con ropa para dos noches –la del martes 19, ya que se perfilaba que los vientos de tormenta comenzarían en la madrugada del miércoles y esa noche, ya que los vientos de tormenta soplarían hasta temprano en la noche.  Por supuesto, me llevé a Estrellita y esta vez cargué hasta con Matita, mi querida planta que no tuve corazón para dejarla encerrada por dos noches, a riesgo de que se asfixiara, o que quedara destrozada si María decidía entrar a inspeccionar mi apartamento.

Socorrito y su esposo Juan Alfredo estaban preparados con generador, cisterna y tenían la nevera surtida con toda clase de cortes fríos, quesos, carnes, dos docenas de huevos; en fin,  abastos para varios días asegurados por el generador, que luego estuvo a punto de desfallecer.  Nos tomamos una botella de buen vino que llevé, acompañado de algo que Socorrito preparó y no me puedo acordar qué era.  Finalmente, nos acostamos.

La casa tenía ventanas de seguridad, así que había un sentido de estar protegidos.  Temprano en la mañana los vientos arreciaron.  Socorrito y Juan Alfredo dormían profundamente.  Yo desperté con la puerta doble de mi habitación vibrando.  Caminé hasta la sala y sentía un ruido de algo azotando levemente, sin saber de dónde provenía el sonido.  Conozco los  de mi casa, pero estos no los conocía.  La puerta doble del  family room también vibraba. Decidí despertar a Juan Alfredo, lo que me costó bastante esfuerzo.  Le dije del ruido, hasta que el identificó un pequeño panel de cristal en  la parte de abajo de un ventanal de cristales regulares, que estaba suelto.  Logró prensarlo con periódicos, que me pareció algo frágil, pero afortunadamente resistió.  Más tarde Socorrito se levantó y ambos se percataron que entraba agua por las ventanas de su cuarto.   Comenzamos a sacar el agua por una puerta corrediza que se veía más frágil que las mías.

Regresé a mirar la puerta doble del family y me percaté que no solo vibraba, sino que la manija se movía.  Yo estaba aterrada de que la puerta se abriera de un momento a otro, pero Juan Alfredo afirmaba que no ocurriría.  Afortunadamente así fue.  Ya él había logrado controlar la vibración de la puerta de la habitación que yo estaba utilizando, atándola a la puerta del baño.  El día transcurrió entre sacar agua, inspeccionar constantemente las áreas de la casa, escuchar la radio - que no permitía  entender con claridad por dónde andaba el monstruo.  Pienso que yo debo haber tenido una cara de terror contenido.  No suelo expresar mis miedos de forma histérica -es como si de forma inconsciente me obligara a mantener una fachada de calma.  Ahora, 43 días después, pienso en esto y me doy cuenta que es algo que hago en medio de las grandes crisis de mi vida –es mi modo de afrontar las hecatombes y a algunos puede darles la impresión de que estos sucesos no me afectan.

Me afectan y mucho, pero cada quien lo maneja a su manera.  Me doy cuenta que hice lo mismo cuando el Huracán Hugo; con las muertes de mis padres; con mi divorcio y otros rompimientos.  Pues durante el huracán, pensaba de vez en cuando si mi apartamento habría resistido.  Esa noche no podía apartar de mi mente las imágenes que me atormentaban, de las puertas corredizas de cristal de mi apartamento y las ventanas cediendo, dando paso a un viento que se llevaba gabinetes, y el agua que arruinaba mis pertenencias.  A la mañana siguiente Socorrito y Juan Alfredo salieron a despejar ramas y a hurgar en el generador que parecía haber sufrido desperfectos.  Yo me sentía inútil, aparte de que estaba desesperada por regresar a casa. 

Insistí en preparar un desayuno –después de todo había dos docenas de huevos en la nevera.  Además, en medio de toda suerte de crisis nunca pierdo el apetito.  Mientras Socorrito y Juan Alfredo recogían ramas y atendían el asunto del generador rebelde yo preguntaba si hacía el desayuno.  Creo que finalmente Socorrito me dijo que sí como la mamá que cede a la pataleta de un niño.  Desayunamos y yo me uní tímidamente a los esfuerzos de los vecinos en abrir camino –las ramas de los árboles obstruían la salida.

Temprano en la tarde anuncié que me iba –no podía resistir el no saber.  Me llevé a Estrellita, pero dejé a Matita, por si tenía que regresar.  No había señal de teléfono.  Como se anunció un toque de queda, le dije a Socorrito que si a las 5:30 no había regresado, quería decir que el apartamento había resistido. Ambas compartimos nuestros respectivos miedos y lloramos un poco.  Salí atemorizada.  En el camino había árboles y postes en el suelo; por momentos había que transitar por el carril contrario, porque el camino estaba totalmente obstruido.  Iba guiando tensa, mirando a todos lados para evadir obstáculos y evitar un accidente.  El camino semejaba las imágenes que recuerdo ver en fotos de lugares arrasados por el napalm en la guerra de Vietnam.  Era como estar en otro país.

Me acercaba a mi área.  La estación de gasolina detrás de casa lucía  desvencijada –no podía determinar si las bombas estaban en pie.  Al arribar al complejo, el carril de entrada estaba obstruido por árboles, por lo que había que entrar por el carril de salida.  Observé que parte del techo de la cancha de racquetball estaba arrancado.  Me estremecí, no porque se dañara una cancha que nunca uso, pero me aterrorizaba pensar lo que pudiese haber pasado en mi apartamento.  Al llegar al estacionamiento, me sentía  temblar como una hoja.  Una vecina salía de su apartamento y se dirigía a la casa de su hija.  Me dijo que no había sufrido daños.  Yo salí del carro sobre unas piernas que apenas me sostenían –es como si fuesen de goma.  Sollozando le dije que tenía mucho miedo de enfrentarme a lo que pudiese encontrar.

Ella y su hija me acompañaron hasta mi apartamento en un trayecto que me pareció eterno.  Abrí la puerta temblorosa.  Miré al interior y mis esfuerzos de proteger las ventanas no me permitían ver el estado del apartamento.  Fui habitación por habitación, con una lámpara de baterías, mirando, buscando los objetos conocidos que había movido para proteger.  Salvo agua en algunas áreas, no veía daños.  La vecina me expresó que nunca me había visto fuera de control –una vez más, mi modo de operar le da la impresión a la gente de que las cosas no me afectan.  Les agradecí el haberme acompañado y a solas en la sala del apartamento y entre lágrimas, me arrodillé y le di gracias a Dios por haber salvado mi casa.

Poco a poco fui restableciendo los objetos en su lugar.  Todavía hay cosas que no encuentro.  El agua retornó a las dos semanas y media y la luz antier, aunque ayer se volvió a ir y hoy escribo pensando que puede volverse a ir de un momento a otro.  Las emociones han fluctuado –unas veces el solo hecho de estar a salvo, con un techo y los recursos para resolver las situaciones son suficiente motivo para mantener la calma.  Me angustia la cantidad de gente sin techo, entre ellas, Wanda, que me entrega el periódico bien temprano y a quien ni aun ahora, veo molesta o angustiada.  Ella y su esposo son ejemplo de tantos Boricuas que no se amilanan.  Otros días me indigno ante la figura de un Donald Trump, arrogante, insensible, ninguneando a este pueblo; me indigno ante la incompetencia manifiesta de unos funcionarios – de aquí y de allá- que no han sabido estar a la altura de las circunstancias y que dan unas explicaciones que nadie creería.

Fueron muchas las veces que me conmoví con las llamadas de la gente a la radio –la única comunicación viable por varios días –que llamaban desesperados porque no sabían de sus hijos; de sus padres, primos o hermanos.  Ese no saber les desgarraba el alma. La gente llamaba desesperada de los Estados Unidos, porque contrario a nosotros, podían ver las noticias y todo el horror que nosotros mismos no podíamos ver.  Hubo una llamada que me emocionó hasta las lágrimas, de una nicaragüense, que llamaba porque se enteró de la tragedia y expresó que tenía que ser solidaria con nuestra isla, en recuerdo de la gesta de nuestro Roberto Clemente hacia su país.

Han sido incontables las muestras de solidaridad de aquéllos que menos tienen.  Hubo varias historias que me hicieron dejar a un lado el periódico y echarme a llorar.  Una de ellas es el relato de un cuartel de Policía que se inundó, obligándolos a tener que subir al techo.  Uno de los policías que se quedó atrás suplicaba, con el agua al cuello, que no lo dejaran morir.  Por fortuna, los compañeros lo lograron sacar.  Pudieron salir y quienes acudieron a su auxilio fueron, entre otros, residentes de un residencial cercano.  Otra historia es de un matrimonio en el centro de la isla, que no podían salir de su terreno porque el camino estaba obstruido y llevaban creo que semanas sin ver a su hija y nieto.  Mientras el periodista hacía el reportaje, la hija logró llegar a la casa de sus padres y su madre abría los brazos para recibirla, mientras repetía mi hija, mi hija.

He recibido agua de Marta y tanquecitos de gas de mi Buddy, que también me trajo gasolina cuando era casi imposible conseguirla. El guardia de seguridad del complejo y Wanda me consiguieron tanquecitos en un gesto que me conmovió profundamente.  Ramón me dio una demostración de su amor incondicional al día siguiente de yo haber regresado, que es una de las expresiones mas inequívocas de lo que significa la palabra incondicional.  Antes del huracán me había dicho que el viernes tras el paso de María vendría a verme – aunque no hubiera comunicación y sin saber la hora, pero que estaría aquí. Aunque estaba consciente de que Ramón me había dicho que llegaría hasta casa, pensé que con todas sus buenas intenciones el trayecto desde Aibonito pudo haber estado bloqueado.

Ese día esperé como hasta las 11 de la mañana, pero me tuve que ir porque debía a ver el estado del apartamento de Papi.  Temía se hubiese inundado y fuese a causar daños en los pisos inferiores.  Le dejé a una vecina unas velas, por si Ramón venía y le pedí que le explicara que tuve que salir. Al llegar al condominio donde vivía Papi no había luz y el generador no estaba funcionando, así que tuve que subir las escaleras hasta el octavo piso.  Afortunadamente solo había algo de agua.  Exprimí las toallas y frisas que había dejado para recoger el agua y me fui.  Al regreso, entré a casa de Socorrito a buscar a Matita y una ropa que había dejado, por si tenía que regresar.  Regresé a casa y la vecina me entregó una nota de Ramón.  Sí llegó, tal y como me había dicho.  Me dio mucha pena no haberlo visto.  Al otro día, sentí que alguien tocaba a la puerta.  Pensé que era un vecino, pero era Ramón.  Sin saber si yo estaría; sin saber los tropiezos que tendría, cumplió su palabra.  Y así vivimos ahora todos, sin saber cuándo ni cómo nos habremos de reponer, pero con la certeza de que saldremos adelante.


2 de noviembre de 2017




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