¡MI CASA!
Este
asunto de los huracanes revuelca no sólo objetos, sino también emociones. Yo
todavía tengo cosas que no he retornado a su lugar y en cuanto a las emociones,
esas están aún más revolcadas. Tan
pronto se perfiló que el Huracán Irma era una posibilidad aterradoramente real,
comencé a planificar cómo iba a proteger mi apartamento. Estaba en esas elucubraciones cuando recordé
que el apartamento de mi papá, deshabitado desde la muerte de su viuda, también
tenía que ser protegido.
Ya había
comenzado la labor en mi apartamento, angustiada por el recuerdo del Huracán
Georges en 1998, durante el cual la
puerta corrediza de mi apartamento, con todo y tormentera, evidenció una comba
que me dejó incrédula y con el temor de que el huracán entrara como entraron las
tropas norteamericanas, sin invitación. Lamenté haber tomado la decisión de
quedarme sola, a riesgo de sufrir graves daños físicos. Me refugié en el baño
del pasillo y cuando los vientos amainaron, acudí a atender la cascada de agua
que entraba por la ventana de mi cuarto.
Me pasé gran parte de la noche o día –no recuerdo- sacando cubos de
agua, para evitar que el agua corriera por el resto del apartamento.
El martes
previo a Irma acudí por la mañana al apartamento de Papi, para asegurar las
tormenteras corredizas. Ya un pariente
de Lillian, su viuda, había adelantado unos pasos, pero era necesario asegurar
los cierres –algo que yo desconocía cómo hacer y que me tomó un tiempo
descifrar, aparte de que algunos herrajes ofrecían resistencia, producto de las
inclemencias y el paso del tiempo. Quité cuadros de algún valor que podían
dañarse si las puertas cedían. Luego de
asegurar la puerta corrediza y varias ventanas, me dí a la tarea de colocar
toallas, frisas y colchas en el piso, para contener el agua que preveía iba a
entrar. Tenía grabado en la memoria el recuerdo
de Lillian y yo mientras secábamos el piso con toallas y recogíamos por cubos
el agua que entraba por las puertas corredizas.
Para el
tiempo de Hugo -luego de mi divorcio- yo vivía en un apartamento en el segundo
piso de una casa de urbanización y había perdido la casa que compartí con mi
ex, porque como decía mi papá, la nuestra no era una sociedad de gananciales,
sino de perdiciales. La construcción
era en cemento, pero el techo era en un metal más resistente que el zinc, con
paneles de canal cuadrados, agarrados con tornillos –una construcción fuerte,
pero no era cemento. Pensé pasar el
huracán en el apartamento, pero Papi, quien ya estaba enfermo, se mostró
intranquilo, preocupado por mi. Me fui a
su apartamento para quitarle ese estrés adicional que ciertamente no necesitaba,
dada su condición de cáncer.
El
apartamento de Papi daba en su parte posterior a una barriada de Hato Rey con
casitas de madera y zinc. Cuando
comenzaron los vientos, pensé: -si esos
techitos aguantan, el mío también.
Al rato comencé a ver los techitos volar –mi ansiedad crecía, pero no
quería demostrarlo, para no preocupar a Papi.
Mientras me ocupaba de atender las situaciones que se presentaban en su
apartamento, me preguntaba si cuando yo regresara al mío tendría mis
pertenencias o si se habían convertido en una versión criolla de Lo que el viento se llevó. Finalizada la emergencia, unos amigos me
llevaron a mi apartamento. En el
trayecto veía los destrozos –cristales de grandes edificios bancarios rotos, mostrando
los huecos como caries gigantescas; postes y árboles derrumbados o arrancados
de raíz, en ocasiones sobre verjas sólidas que caían derribadas y mi ansiedad
crecía. Llegué al apartamento, subí las
escaleras con el corazón en la garganta.
Fui uno por uno de los cuartos, inspeccionando todo. El techo resistió y no entró agua. Luego de la inspección, me eché a llorar de
la emoción.
Hugo me
ofreció muchas lecciones. Una de ellas
fue la de aprender a no juzgar a otros por su trasfondo. Como yo trabajaba para una corporación pública
que ofrecía servicios a pescadores comerciales que en su mayoría tenían sólo pequeñas
yolas para salir a buscar su sustento, veía con cierto desdén a los pescadores
recreativos que salían a pescar por diversión en sus yates. Pues esos mismos pescadores recreativos
salieron en sus yates a distribuir ayuda a las atribuladas Vieques y Culebra,
mientras yo no estaba haciendo nada. La segunda
lección fue aprender a sobrevivir con muy poco –sin luz ni agua por varias
semanas, aprendí a ahorrar hasta la más mínima gota de agua y a tomar
conciencia que no necesito beber agua fría.
La lección del hielo vino más tarde –en ese tiempo- y aún todavía, en
parte, me parecía ridículo peregrinar a Ponce en busca de los brillantes
cubitos.
Luego de
finalizar los preparativos para Irma en el apartamento de Papi, salí a terminar
los preparativos en el mío. En el
trayecto veía policías dirigiendo el tránsito de los atribulados conductores
que como yo, estaban haciendo los preparativos posibles ante un fenómeno que amenazaba
con ser peor que Georges. Una mezcla de
ansiedad, miedo y recuerdos dolorosos hizo que condujera un trayecto con
lágrimas en los ojos. Me sentía
extenuada, pero ahora me esperaba la segunda tanda en mi apartamento, en el
cual las tormenteras son en paneles individuales que hay que colocar uno a uno. Los primeros son más difíciles de posicionar. Aunque en ocasiones lo había hecho sola, esta
vez decidí pedirle ayuda a un amigo y gracias a él, las tormenteras se colocaron
más pronto de lo que yo lo hubiera hecho.
Me mantuve atenta a los boletines y decidí quedarme en casa de unos
amigos. Pensé salir a la mañana siguiente,
ya que se anunció que los vientos se comenzarían a sentir a eso de las 2 de la
tarde.
Durante
el resto de la tarde y noche me mantuve guardando objetos, forrando el aire
acondicionado que no sirve, pero está ahí y por los lados puede entrar agua y
cubriendo algunas ventanas con algo que escuché de envolver las lamas en bolsas
plásticas. Me acosté a las 11:30 pm,
exhausta, pero sin terminar la labor. Al día siguiente me levanté a las 4:30
am. Continué la labor de envolver ventanas
–consume tiempo –es algo como poner la bolsa plástica y pasarla como un
entredós. Había que dejar para lo último
el comedor, con sus ventanas al balcón, porque era como estar en un sauna.
Empecé a
bajar los cuadros que tenían más valor para mí, porque una película en mi mente
repetía una y otra vez vientos de huracán que entraban a mi apartamento y se
llevaban todo –enredándolo, rompiéndolo, despedazándolo sin piedad. Mi vida, mis recuerdos hechos pedazos. Y
recogí objetos e intenté resguardarlos lo mejor que pude. Tomé algunas fotos por si tenía que reclamar
al seguro, sabiendo que hay cosas que el dinero no puede compensar, porque
llevan enganchadas recuerdos, emociones, vivencias… Y cargué cuadros, objetos
de cerámica, a través de varios cuartos pensando, no, aquí no, que se puede mojar; aquí tampoco, que aunque lo coloque
alto, las patas de la mesa se pueden mojar y colapsar…Tengo una planta, a
la que tengo un cariño entrañable porque me acompañó en momentos muy duros, la
que cargué de un lugar a otro sin decidir dónde ponerla. Esta planta fue bautizada como Matita por mi Buddy
y finalmente la coloqué en el baño del
pasillo, donde mismo me refugié cuando Georges, temiendo que se fuera a
asfixiar con el calor, porque yo no iba a estar allí cuando llegara Irma.
Tras
todos estos preparativos, que parecían infantiles si Irma decidía entrar por mi
balcón, agarré a Estrellita, mi peluche de guata que se ha convertido en casi
una persona y otros dos con los que no tengo el mismo apego, pero que mi amigo
Ramón insistió no abandonara y me fui, con el pasaporte y copia de la póliza
del contenido del apartamento, a casa de mis amigos. Eran casi las 2 de la
tarde y en la radio repetían que nadie debía estar en la calle. Me sentí culpable, pero todavía la situación
no se veía peligrosa. Llegué a casa de
mis amigos, que es como decir que llegué a casa de mi familia. Escuchamos el radio que llevé y en un momento
no supimos lo que estaba pasando.
Parecía que el huracán había decidido perdonarnos y así fue. No nos golpeó tan duro como esperábamos,
aunque luego supimos que Culebra y otros pueblos del este fueron golpeados
duramente.
Al otro
día, una vez entendí que debía ser seguro salir, me dirigí a mi casa. Sí, ya se que no es una casa –es un
apartamento, pero hay algo del vocablo casa que es como hogar –el lugar que te
cobija, donde te sientes seguro, reconfortado, a gusto. Yo siempre hablo de llegar a casa. Es ese lugar que me acoge –donde tengo los
objetos que me son familiares –las ollas y vajilla que eran de mi mamá; las cerámicas
que me regaló Papi, el cuadro de la niña contemplando la estrella de mar;
Matita creciendo fuerte y saludable en el balcón; la computadora que tiene
todos mis escritos –mis pensamientos más preciados; mis fotos de la niñez, de
los viajes; las prendas que más que valor monetario tienen valor sentimental,
porque llevan atados los recuerdos de los momentos compartidos. Y todo estaba intacto. Saqué a Matita de su encierro y voy retornando
todo a su lugar.
El
servicio de agua retornó el sábado de madrugada – la luz al miércoles siguiente
y ha estado intermitente, como para retar mi paciencia y cuán firme es mi
agradecimiento de estar viva. El asunto
del hielo me trajo recuerdos de
Hugo. Había despachado demasiado
livianamente el hecho de no tener hielo.
Ahora soy consciente de cuán vital es para muchos conservar lo poco que
tienen. Yo puedo reponer lo que se
perdió en carnes u otros alimentos perecederos, pero para otros eso significa
gastar un dinero que no tienen. No estoy
hablando de la persona changa que dice que no pude dormir sin aire
acondicionado o no puede beber Coca-Cola caliente, sino de las personas para
quienes la electricidad es necesaria por sus condiciones de salud o por el
gasto que implica reponer artículos dañados.
Hasta yo
caí en la obsesión con el hielo para conservar leche para mi café mañanero. Y no es que no pudiera salir a comprarlo –es que
jamás es lo mismo que el café que yo misma cuelo y luego me siento a tomar en
mi mesa del comedor –esa en la que paso las páginas del periódico poco a poco,
mientras saboreo mi café en un ritual que me ofrece seguridad. También quería preservar algunos alimentos
que me permitieran cocinar en la estufita de gas a la que le tengo tanto miedo,
pero que de nuevo, me permite estar aquí, en mi casa, con todo lo que me es
familiar.
Poco a
poco voy escuchando las historias de otros –cada uno con su versión de lo que
es su casa. Y me parte el alma escuchar sus historias, porque muchos no
encuentran nada. Una mujer dijo que no
tenía nada que salvar, porque no había quedado nada. Otra lloraba sus platanitos- los que cultivó
y contemplaba crecer poco a poco, anticipando el placer de poderlos cortar,
cocinar y ofrecer a su familia. En un
artículo, se citaba a alguien diciendo mi
casa, mi casa, al llegar a un lugar cubierto de tablas diezmadas. Y es ahí
donde la palabra se queda corta, porque ese mi
casa, mi casa no es llamar a una estructura, es lamentar que se nos ha ido
un pedazo de la vida, que no tenemos anclaje; que lo conocido se fue para no
volver. No importa si vivimos debajo de
un puente; si es una estructura endeble-cuatro tablas y un techo de zinc o si
es una estructura con ciertas comodidades, lo que llamamos mi casa es lo que
nos acoge; lo que nos hace soltar cuando llegamos al lugar, porque es lo
conocido.
Me
estruja el alma leer sobre los destrozos en Cuba. Es una gente que ha sabido salir adelante en
medio de la adversidad. Y ahora viene
Irma y les arrebata lo poco material que tienen, porque la dignidad no se las
puede arrebatar. Me duele verlos
barriendo sus casas –sacando el agua enlodada y poniendo los muebles y
colchones a secar a sol, porque no pueden comprar otros. Me duele saber que justo cuando la industria
turística despuntaba, Irma les llevó estructuras que les costará el dinero que
no tienen para reconstruir. Me pregunto
qué será de la señora que nos acogió en su casa en Trinidad-esa casa cuyo techo se colaba con una lluvia fuerte,
mientras nos guarecíamos.
Todas las
personas que han perdido su casa, han perdido un pedazo de su vida. Y yo, aquí, me muevo entre la gratitud porque
aún tengo mi casa y un cierto sentido de culpa, por los que la han perdido y no
la pueden recobrar. Busco la manera de
ayudar en los esfuerzos de acopio, en el envío de algún dinero que les ayude a
reiniciar el ritmo de su vida, pero siento un dolor inmenso por todo aquello
que nunca podrán recobrar, como yo no podría recobrar a Matita, a Estrellita o
los regalos de mi papá si un huracán se los llevara; como Mota, mi peluche de
la niñez que un perro se llevó y la búsqueda fútil de los vecinos ni todas las
lágrimas derramadas me lo pudieron devolver.
15 de
septiembre de 2017
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