DERRUMBES
Hace unos
años, cuando mi papa fue diagnosticado con cáncer terminal, acudió a una
psiquiatra especializada en esos casos, para manejar la angustia que provocaba
el saber que la fecha de expiración de su vida se acercaba inexorablemente. La psiquiatra sugirió que como parte del
núcleo familiar, su esposa y yo también asistiéramos. Unas veces acudíamos juntos y otras por
separado. Recuerdo que yo no verbalizaba
mis miedos del todo cuando Papi estaba presente, porque no quería añadirle a su
angustia. Yo quería que él me viera
fuerte, aunque estuviese triste por la proximidad de su partida. Recuerdo que incluso manejaba con más
cuidado, porque pensaba que si algo me sucedía, Papi no lo resistiría. Yo era el centro de su universo, según él
mismo proclamaba.
Durante
la primera visita a solas, le dije a la psiquiatra que yo tenía miedo de
derrumbarme tras la muerte de mi papá. ¿Alguna
vez te has derrumbado?, preguntó.
No; pero nunca he pasado por un dolor tan grande como ver cómo poco a
poco se le escapa la vida al ser que más amo, le respondí. No te
vas a derrumbar, me dijo y así fue.
No me derrumbé y hoy, al filo de 30 años de su partida, he lidiado con
miedos, desencantos, soledades y retos -de pie, aunque a veces flaquee- sin
derrumbarme.
Entonces
ocurren otros derrumbes –derrumbes colectivos.
El país se enfrentó a una cruda realidad que echaba por la borda la
ilusión de una relación de pacto bilateral con los Estados Unidos tras la
decisión del Tribunal Supremo en el caso Sánchez Valle; luego vio su paisaje
natural y urbano destrozado por el Huracán María. El año pasado se derrumbó la poca imagen de
honestidad y decencia que quedaba del gobierno capitaneado por un joven
inmaduro, caprichoso y sin experiencia, que no supo manejar la crisis tras el
huracán y que finalmente demostró un desprecio absoluto por el pueblo que le tocó
gobernar.
Y este año,
un desastre natural del que por años venía advirtiéndose por los científicos,
finalmente nos alcanzó. Dos terremotos
en los días que se supone estuvieran destinados a la celebración del Día de
Reyes, estremecieron la zona suroeste del país, causando estragos en
propiedades públicas y privadas. Todavía
hoy hay miles de refugiados en casetas de campaña de diversos tamaños y muchos
perdieron sus casas o tienen que hacer reparaciones mayores para lo cual
carecen del dinero necesario. Las réplicas
a los temblores les produce angustia todos los días, porque la tierra no ha
dejado de temblar, como cuando nos sobreviene uno de esos temblores del cuerpo
a los que les solemos decir la muerte
chiquita, mientras nos asusta en esta nueva realidad la posibilidad de la
muerte de verdad. Y el otro gobierno que
es el mismo dulce con distinto palito, sigue derrumbándose en una madeja de
medias verdades, metidas de pata e ineptitud.
Yo
contemplo las fotos y los vídeos de los refugiados con angustia por su
situación; ofrezco la ayuda que está a mi alcance y confieso que me pregunto con miedo cómo lo manejaría yo. Es el mismo miedo de enfrentarme a la muerte
de mi papá. En estos días he hecho un
ejercicio inspirado en un pensamiento budista de que todo lo que nos rodea
desparecerá. Contemplo los objetos que
me son familiares –los que importan, porque la nevera, la estufa y el televisor
no importan. Los que importan son los
regalos que me hizo mi papá, el cuadro de la niña con la estrella de mar, las
estrellitas de Carla, mi Estrellita de guata, los recuerdos comprados en los
viajes. Nada de eso puede reponerse como
una nevera o una estufa. Y entonces me sosiego.
Todo lo que verdaderamente importa permanece en mi corazón, al igual que
en el corazón de este noble pueblo y no hay derrumbe que lo borre.
9 de febrero
de 2020
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