INSTINTO
Soy cat person. Como en tantas otras circunstancias, me
reconozco en minoría. La mayor parte de
la gente se deshace en elogios hacia los perros –elogian su lealtad, su amor
incondicional y no escatiman en gastos para comprarles juguetes, ropa, coches
para pasearlos y toda clase de artículos para satisfacer su ego -el de los
humanos, no el de los perros. Hay hasta
varias películas sobre perros y no puedo recordar una sola sobre gatos. Cuando digo que me gustan, la mayor parte de
la gente me dice, de forma enfática: “a mí no me gustan los gatos” y cambian
rápidamente el tema.
Tuve mi
primer minino cuando adolescente y luego de ese tuve una gata muy especial
–Lavinia, que me mostraba su afecto de una manera muy particular cuando me
sentía llorar. Me miraba desde el suelo
y se subía a mi falda, como queriendo decir “no llores, esto va a pasar”. Lavinia no era excesivamente amorosa, pero
sabía estar presente cuando más la necesitaba.
Tras su muerte y mi divorcio decidí no volver a tener gatos, particularmente
porque me mudé a un apartamento, lo cual hace un poco más complicado su cuido
–énfasis en un poco, porque el cuidado de un gato es mucho más sencillo que el
de un perro.
Tras
muchos años sin un gato, mi Buddy debió irse de viaje en varias ocasiones y me
dejó al cuidado de Gatito, un gato amarillo encantador que me recordaba a mi
primer felino, Puchi. Gatito se adaptó
muy bien y se hospedó conmigo varias veces, hasta que rompió una lámpara y yo
cambié los muebles a unos de pajilla, que resultaban demasiado tentadores para
ese instinto de afilarse las uñas que los dueños de gatos conocemos demasiado
bien. Me conformaba con visitarlo de vez
en cuando y él se mostraba muy cómodo con mis visitas –siempre me recordó. Cuando su enfermedad obligó a Buddy a ponerlo
a dormir, yo les acompañé.
Aura, la
hija de Buddy adoptó una gatita chiquitita –Morella, de la que decían era
bobita. Como ambas estarían de viaje, me
pidieron si podía cuidarla por una semana, a lo cual accedí. Unos días antes, la trajeron para que me
conociera. Es un encanto. Chiquita, con unos ojos color acuamarina, que
resulta ser la piedra de mi mes..
Finalmente, Morella llegó para su estadía en casa de su Titi, con sus
juguetes, su comida y su cajita para hacer sus necesidades. Esa primera noche y a la mañana siguiente se
veía desorientada, pero parecía no temerme.
Poco a
poco Morella se fue adaptando. Corría
detrás de una bola, jugaba con cajas y la parte mas enternecedora era cuando se
acurrucaba en mi falda y comenzaba a ronronear mientras empujaba mi vientre suave
y rítmicamente con sus patitas. Esta
conducta atávica es una instintiva y reminiscente de cuando los gatitos
chiquitos se alimentan de su madre. En
esos momentos me sentía totalmente conectada a Morella, como si yo fuese esa
figura maternal. No suelo sentirme maternal
muy a menudo, así que estos momentos con Morella activaron un instinto en mi
que muchas veces puse en duda que existiese.
Pero no
todo es perfecto. A los dos días, Morella
descubrió que podía trepar por la tela metálica de la ventana del comedor. Ya Gatito había hecho unos boquetes en ese
mismo lugar, así que no me divirtió cuando Morella lo repitió. Y parecía ejercer sobre ella esa fascinación
de lo prohibido, porque fueron muchas las mañanas que la debí bajar de su
ejercicio de alpinista, luego de exclamar ¡No!
Tal vez llegó a pensar que su nombre era No, luego de escucharlo tantas
veces.
También se colaba por cuanto
resquicio estrechísimo tiene este apartamento –de esos lugares que por lo
angosto y lo pesado de los enseres que los ocupan, nunca se limpian. Una noche se trepó a mi cama y empezó a
morderme con cierta dedicación tan intensa como su ejercicio tierno de las
patitas, en una actividad nada tierna.
La saqué del cuarto y cerré la puerta.
Otro día
entró al cuarto y no vi un peluche de león que es mas grande que ella. Tras una búsqueda lo vi debajo de la cama,
así que deduje que ella lo arrastró hasta allí, porque vamos, aquí no hay mas
nadie y todavía no me creo que los peluches cobran vida. El episodio me convenció que debía vedarle la
entrada al cuarto. Mi apartamento se
había trasformado. Los muebles estaban
cubiertos; ya había sacado varios objetos y los encerré en otro cuarto, lejos
de su alcance, particularmente una vasija de cerámica de Karen Haussler que no
me costó nada barata y en cuyo interior sorprendí a Morella un día,
divirtiéndose con las estrellitas sueltas que estaban dentro.
Mi vida
esa semana giró en torno a alimentar a Morella, limpiar su cajita –tarea que me
divierte tanto como planchar ropa- y asegurar que no hiciera destrozos. Supongo que en este punto muchos estarán
afirmando que todo esto reconfirma su aversión a los gatos. Pero todo esto queda opacado por esos momentos
sublimes en que esa criaturita descansa a mi lado ronroneando, o cuando siento
sus patitas suavemente sobre mi vientre, como si yo fuese su mamá.
29 de
mayo de 2019
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