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Este blog tiene el propósito de compartir mis ideas que estoy segura son las de muchos. Escribo sobre lo que me enternece, lo que me intriga, lo que me indigna o lo que me divierte. No me impongo fechas límite -escribo cuando quiero. El lector también puede elegir -hay relatos mas extensos, otros mas cortos. Entre cuando quiera. Vivo orgullosa de quien soy, de donde vengo y hacia donde voy, aunque no sepa como llegar... La imagen que lo acompaña es El Laberinto, de la serie Mandalas de Procesos, de Thalía Cuadrado, psicóloga clínica y artista, que me honra con su amistad. Me pareció apropiado para acompañar este blog sin dirección, porque son muchas las veces que me he sentido en un laberinto. Afortunadamente, siempre salgo…

miércoles, 29 de mayo de 2019

Instinto








INSTINTO

Soy cat person.  Como en tantas otras circunstancias, me reconozco en minoría.  La mayor parte de la gente se deshace en elogios hacia los perros –elogian su lealtad, su amor incondicional y no escatiman en gastos para comprarles juguetes, ropa, coches para pasearlos y toda clase de artículos para satisfacer su ego -el de los humanos, no el de los perros.  Hay hasta varias películas sobre perros y no puedo recordar una sola sobre gatos.  Cuando digo que me gustan, la mayor parte de la gente me dice, de forma enfática: “a mí no me gustan los gatos” y cambian rápidamente el tema.

Tuve mi primer minino cuando adolescente y luego de ese tuve una gata muy especial –Lavinia, que me mostraba su afecto de una manera muy particular cuando me sentía llorar.  Me miraba desde el suelo y se subía a mi falda, como queriendo decir “no llores, esto va a pasar”.  Lavinia no era excesivamente amorosa, pero sabía estar presente cuando más la necesitaba.  Tras su muerte y mi divorcio decidí no volver a tener gatos, particularmente porque me mudé a un apartamento, lo cual hace un poco más complicado su cuido –énfasis en un poco, porque el cuidado de un gato es mucho más sencillo que el de un perro.

Tras muchos años sin un gato, mi Buddy debió irse de viaje en varias ocasiones y me dejó al cuidado de Gatito, un gato amarillo encantador que me recordaba a mi primer felino, Puchi.  Gatito se adaptó muy bien y se hospedó conmigo varias veces, hasta que rompió una lámpara y yo cambié los muebles a unos de pajilla, que resultaban demasiado tentadores para ese instinto de afilarse las uñas que los dueños de gatos conocemos demasiado bien.  Me conformaba con visitarlo de vez en cuando y él se mostraba muy cómodo con mis visitas –siempre me recordó.  Cuando su enfermedad obligó a Buddy a ponerlo a dormir, yo les acompañé.

Aura, la hija de Buddy adoptó una gatita chiquitita –Morella, de la que decían era bobita.  Como ambas estarían de viaje, me pidieron si podía cuidarla por una semana, a lo cual accedí.  Unos días antes, la trajeron para que me conociera.  Es un encanto.  Chiquita, con unos ojos color acuamarina, que resulta ser la piedra de mi mes..  Finalmente, Morella llegó para su estadía en casa de su Titi, con sus juguetes, su comida y su cajita para hacer sus necesidades.  Esa primera noche y a la mañana siguiente se veía desorientada, pero parecía no temerme.

Poco a poco Morella se fue adaptando.  Corría detrás de una bola, jugaba con cajas y la parte mas enternecedora era cuando se acurrucaba en mi falda y comenzaba a ronronear mientras empujaba mi vientre suave y rítmicamente con sus patitas.  Esta conducta atávica es una instintiva y reminiscente de cuando los gatitos chiquitos se alimentan de su madre.  En esos momentos me sentía totalmente conectada a Morella, como si yo fuese esa figura maternal.  No suelo sentirme maternal muy a menudo, así que estos momentos con Morella activaron un instinto en mi que muchas veces puse en duda que existiese.



Pero no todo es perfecto.  A los dos días, Morella descubrió que podía trepar por la tela metálica de la ventana del comedor.  Ya Gatito había hecho unos boquetes en ese mismo lugar, así que no me divirtió cuando Morella lo repitió.  Y parecía ejercer sobre ella esa fascinación de lo prohibido, porque fueron muchas las mañanas que la debí bajar de su ejercicio de alpinista, luego de exclamar ¡No!  Tal vez llegó a pensar que su nombre era No, luego de escucharlo tantas veces. 
 También se colaba por cuanto resquicio estrechísimo tiene este apartamento –de esos lugares que por lo angosto y lo pesado de los enseres que los ocupan, nunca se limpian.  Una noche se trepó a mi cama y empezó a morderme con cierta dedicación tan intensa como su ejercicio tierno de las patitas, en una actividad nada tierna.  La saqué del cuarto y cerré la puerta.

Otro día entró al cuarto y no vi un peluche de león que es mas grande que ella.  Tras una búsqueda lo vi debajo de la cama, así que deduje que ella lo arrastró hasta allí, porque vamos, aquí no hay mas nadie y todavía no me creo que los peluches cobran vida.  El episodio me convenció que debía vedarle la entrada al cuarto.  Mi apartamento se había trasformado.  Los muebles estaban cubiertos; ya había sacado varios objetos y los encerré en otro cuarto, lejos de su alcance, particularmente una vasija de cerámica de Karen Haussler que no me costó nada barata y en cuyo interior sorprendí a Morella un día, divirtiéndose con las estrellitas sueltas que estaban dentro.

Mi vida esa semana giró en torno a alimentar a Morella, limpiar su cajita –tarea que me divierte tanto como planchar ropa- y asegurar que no hiciera destrozos.  Supongo que en este punto muchos estarán afirmando que todo esto reconfirma su aversión a los gatos.  Pero todo esto queda opacado por esos momentos sublimes en que esa criaturita descansa a mi lado ronroneando, o cuando siento sus patitas suavemente sobre mi vientre, como si yo fuese su mamá. 

Ayer vino Buddy a llevarse a Morella a su casa.  De momento, el apartamento se sintió más vacío y esta mañana no tuve a quien alimentar y hasta eché de menos el sonido tan temido de sus uñitas escalando la tela metálica.

29 de mayo de 2019

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