Relato de mi viaje a Montecatini en el verano de 2018, con hermosas fotos
NO HAY SITIOS FEOS EN ITALIA
Al
regreso de mi quinta visita a Italia –la quinta
volta, le dije a mi Buddy: no hay sitios feos en Italia. Por supuesto, sí los hay, como en todo lugar,
pero en general, es un país hermoso –por eso lo he visitado una y otra vez, en
sus diferentes regiones, para poder saborear la particularidad de cada ciudad;
de cada paisaje, de cada sabor. Si una
islita tan pequeña como la nuestra tiene diferencias marcadas en el norte, en
el sur –con el muy singular Ponce, que se precia de que el resto sólo somos parking – y en sus montañas, qué no será
para un país tan grande como Italia. Me
enamoré de Venecia, Asís y Sorrento en el primer viaje. En el segundo de Bellagio,
la belleza de los lagos y la presencia de pavos reales blancos en la isla de
Boromeo –algo que nunca había visto y se quedó grabado en mi memoria. Quedé
enamorada de Sicilia en el tercero; de Turín, Monterrosso y Portofino en el
cuarto y en este, me enamoré de sus paisajes espectaculares, de la gente que
cultiva la tierra y transforma los ingredientes en exquisitos platos y por
supuesto, de sus vinos.
En mi quinta volta el énfasis estaba en las
comidas y los vinos –me topé con esta excursión de casualidad, mientras hacía
una pequeña búsqueda sobre ciudades italianas como una asignación del curso
básico de italiano que tomé. La excursión
se llama Gourmet Tuscany y pensé que
era perfecta para mí. Nos quedaríamos en
un solo hotel en Montecatini, cerca de Florencia y de allí partiríamos a
excursiones menores a Vinci, la ciudad donde nació el más famoso del lugar, al
valle de Chianti, famoso por lo obvio, Lucca, un pueblo medieval que ya había
visitado, pero esta segunda vez lo aprecié mejor, Bolgheri, un pueblito
encantador, hermoso y con vistas espectaculares, que produce vinos que compiten
con los más famosos de Burdeos y el pueblo de Pistoia, que no me
impresionó. Tal vez necesite una segunda
visita para poderlo apreciar.
El
encanto adicional de este viaje radicaba en que podría comprobar si mis
lecciones de italiano habían rendido fruto.
No es lo mismo hablarlo aquí, con hispanoparlantes, que ir “a bailar a
la casa del trompo”. Iría, entre otros
objetivos a “ver si es verdad que el gas pela”.
Pues sí, pela. Siempre intentaba
hablar en italiano, aunque varias veces tuve dificultades, ya que no puede
esperarse que con un curso de tres meses y medio se domine un idioma. Los italianos con que compartí estaban
felices de que yo hablara su idioma, tal vez porque yo andaba con un grupo de
americanos en el que tan sólo uno hablaba –o debo decir masticaba algo de
italiano. A los hispanoparlantes se nos
hace más fácil la pronunciación del italiano, así que me convertí en la
estrella del grupo. Por algo dicen que en país de ciegos, el tuerto es rey.
El hotel
era una edificación antigua, algo así como una versión agrandada del Meliá de
Ponce.
Tiene su
encanto, pero las habitaciones son incomodísimas, había problemas con el aire
acondicionado y una noche, algunos de los habitantes del poblado decidieron alquilar
la terraza del frente del hotel, que daba justo frente a mi habitación. La música estaba tan alta que casi no podía
oir el televisor, el que prendí para ver si atenuaba el ruido. Me encanta la canción Despacito, pero esa noche no me hizo ninguna gracia escucharla. En eso estuvieron hasta la media noche, lo
que provocó que apenas pudiese dormir.
De hecho, dormí bastante mal todas las noches, tal vez porque no estoy
acostumbrada a cenar tarde y allí oscurece a las 9 de la noche.
El día
que llegué no tuve contratiempos, pese a mis temores con una experiencia previa
con Iberia. Cierto es que tuve que
correr para lograr la conexión Madrid-Florencia, pero llegué. El aeropuerto de Madrid me intimida por su
tamaño y por un sistema que no logro entender en que hay que subir y bajar,
tomar un tren interior y hacer filas kilométricas para la revisión del
pasaporte. Reta los nervios de cualquiera
estar en una fila enorme y ver cómo el reloj se acerca cada vez más a la hora
del vuelo de conexión que una se arriesga a perder. Llegué a tiempo para la reunión con el grupo,
así que usé el tiempo disponible para recorrer los alrededores.
El pueblito es pequeño y manejable para
alguien como yo con habilidad para perderse.
Había una fila de kioscos en carpas blancas en las que vendían todo tipo
de mercancía. Me acerqué a uno de ellos,
con objetos bordados. Le hablé en
italiano a la mujer que atendía el kiosco y ella me preguntó cómo me
llamaba. Le dije y de inmediato comenzó
a bordar el nombre en un papel. Me lo
entregó y le di las gracias, pero le aclaré que mio nome non si scrive con
doppia n, lo que provocó que acto seguido, antes de que yo pudiera decir
algo, empezó a operar la máquina que zumbaba como un abejorro, mientras yo
intentaba disuadirla. Yo sabía que era
una estrategia de venta y ya no quiero seguir acumulando objetos, pero antes de
que yo terminara de protestar, ya tenía en mis manos mi nombre bordado en hilo
rosado, con una sola n, en un papel blanco.
Le agradecí el gesto y me sentí un poco mal por no haber comprado nada,
pero tal vez ella agradecía que alguien se detuviese un rato en su kiosco.
Regresé a
mi habitación para tomar un baño y prepararme para el encuentro con el grupo
–seríamos 14 personas, con madre e hija y una pareja norteamericanas, una
pareja inglesa y el resto entre australianos y de Nueva Zelanda. Yo era la única latina, así que me sentía en
obligación de representar dignamente a mi islita. Varias veces tuve que aclarar que venía de
Puer-to-Ri-co, no de Costa Rica. La guía se llamaba Oriana – una mujer delgada,
de piel aceitunada, cabello olvidable y aspecto un tanto desgarbado. Luego de los trámites de rigor, fuimos a la
cena en el hotel, que resultó mucho mejor de lo que esperaba. Una sopa exquisita, como puré de habichuelas,
una pasta y de plato principal, filete de cerdo en envoltura de pan, que sabía
divino. El postre resultó decepcionante
–flan. ¡Viajar tan lejos para tener flan
como postre! El vino no estaba incluido,
así que ordené un bicchiere di vino rosso, per favore. El mozo, muy atento, me preguntó si
Chianti. Certamente, le contesté.
Luego ordené una segunda copa.
Tras la
cena, regresé a la habitación. Dormí muy
mal. Al día siguiente tomaríamos el
desayuno buffet en el área que se nos designó.
Una mujer de pelo muy oscuro, delgada, menudita y muy diligente nos asistía en el buffet, que era bastante
abundante considerando que esta vez viajé con una compañía más económica. Me acostumbré a pedir mi caffelatte todos los días, así que ya a los dos días ella sabía que
eso era lo que yo tomaría. Salimos
rumbo a Vinci, la ciudad de Leonardo. Ya
podíamos divisar los bellos paisajes de la región Toscana, con sus sembrados y
majestuosos cipreses.
La ciudad
de Leonardo está en una colina. Llegamos
a un museo, en el que pueden apreciarse sus múltiples dibujos y modelos de
maquinaria. Hay otro edificio con una
torre con campanario y quise subir a apreciar la impresionante vista. Hay que subir una estrecha y caracolada
escalera. A la mitad del trayecto miré
hacia arriba y al ver todo lo que me faltaba recorrer, entre jadeos consideré
virar, porque tenía pocos minutos, pero seguí.
No me arrepiento –la vista es espectacular.
Al salir,
pasamos por callecitas pequeñas, con tienditas.
En una esquina, un señor ofrecía una especie de tortillas crujientes,
que eran dulces, llamadas Brigidini.
Del interior de la tienda salió una señora regordeta, que nos explicó que las
galletas se llaman Brigidini en honor
a Santa Brígida. Muy orgullosa nos informó que las hacían ellos mismos, de una
receta familiar. También dijo que hacían
limoncello y algunos del grupo compraron.
Yo me vi tentada, pero desistí.
Las Brigidini, venían en un
paquete alargado –no son pesadas, pero había que tener cuidado o al llegar a
casa tendría polvo de Brigidini. En cuanto al limoncello, éste es más
tradicional de la zona de Sorrento, más al sur y yo tenía en mente comprar
vino, así que no quise comprar cosas que fuesen a añadir más peso a mi maleta.
Luego de
Vinci salimos hacia una panadería en Montalbano, operado por un hombre y una
mujer que eran socios, aunque no pareja.
Allí nos mostraron el proceso de elaborar el pan tipo focaccia que elaboran para hacer las
pizzas y otros tipos de masa. Me detuve
a hablar un rato con Davide y me preguntó de dónde era. Al decir Puerto Rico, me dijo que conoce algo
porque a su mamá la cuida una mujer dominicana.
Siamo vicini, le dije,
aludiendo a la cercanía de las dos islas.
Tanto él como su socia, Ángela, estaban fascinados con que yo hablase
algo de italiano. Tras la charla, nos
brindaron pedazos de la pizza recién hecha, con vino. Fue un rato muy agradable.
Al
regreso al hotel decidí ir a tomar el funicular a Montecatini Alto. Pensaba quedarme solo media hora. Una vez llegué, me dirigí a un área con un
inmenso árbol, bajo cuya sombra se resguardaba un hombre bajito, delgado, de
pelo blanco, con camisa azul, que vendía unos cuadros pintados por él. Me acerqué y pude notar sus ojos de un azul
claro, como las aguas de nuestro mar, que dejaban ver su alma noble. Comencé a hablarle en italiano y tuve que
repetir muchas veces come si dice, porque
cuando se habla de temas profundos se requiere un vocabulario mayor que el que
yo poseo. El hombre se llama
Stefano. Luego de la conversación anticipable
de un pintor con una turista, me dijo que había estado en Puerto Rico, porque
trabajó en cruceros. Dijo que no se acuerda muy bien, pero sí de un fuerte –El
Morro, le dije. Se fijó en mi sortija
de delfín –la más sencilla que porto cuando viajo, porque mi favorita permanece
en casa- delfino, me dijo y recordó
cómo los veía cuando navegaba.
Luego de
hablar de los temas que podríamos tener en común –el mar y los delfines, me
dijo que sentía que esta conversación tenía un significado. Comenzó a hablarme de su hijo, de unos 30
años, que tenía una novia 10 años mayor.
El hijo tiene algún tipo de impedimento físico y aparentemente tuvo una
discusión con la novia. Su temor es que
el hijo se quede solo, porque ya él y su esposa están mayores. Me dijo, apuntando a su pecho, que sentía una
pena profunda nel cuore. En este
punto, me di cuenta que ya había transcurrido la media hora que calculé para mi
estadía en el lugar, pero no podía dejar a Stefano con su pena nel cuore.
Seguí
hablando con él y me dijo que pocas personas se detienen a hablar. Eso es cierto, le dije, pero también muchos
no tienen el tiempo o no manejan el idioma.
Le pregunté si podía tomarle una foto y él mismo escogió que la tomara
con un cuadro que tuviese el mar. No
compré ningún cuadro, pero creo que Stefano, más que vender un cuadro,
necesitaba que alguien escuchara su historia.
Me alegro haber estado allí para así hacerlo.
En la
noche, decidí ir a un lugar que había visto cuando llegué y me pareció muy
agradable. Allí estaban las
norteamericanas y dos hermanas australianas.
Ya ellas habían ordenado, pero me uní. La madre e hija habían pedido la bistecca alla Fiorentina famosa en la
zona. Como muchos platos aquí que se les
llama florentino tienen espinaca, pensé que tenía algo que ver con eso, pero no
-es florentino de Florencia. Pedí unos
raviolis de espinaca y queso que estaban muy buenos, con vino, por supuesto. De
postre, cantuccini y cialde con vinsanto. Los cantuccini son las galletitas de
almendras que se venden aquí en paquetitos, que son sesgadas, rellenas de
almendra y se les llama biscotti, pero
esa palabra se usa en Italia para denominar cualquier galleta dulce. El cialde es otra galleta plana, como un pamcake, pero crujiente, característica
de la zona. El vinsanto es un vino muy dulce y fuerte, que se bebe al momento del
postre. En este caso, las galletas se
mojan en el vino. Es una experiencia,
pero no me encantó.
Al día
siguiente salimos para la región de Chianti –ah, ya me acercaba a una de las
experiencias anheladas. De camino nos
detuvimos en un cementerio donde están sepultados los soldados norteamericanos
que combatieron en tierras italianas. El
lugar es impresionante por su simetría, cuidado y la capacidad de transmitir
respeto hacia aquéllos que lucharon en una guerra en la que hacía mucho más
sentido participar que en años posteriores.
Finalmente
llegamos al pueblito de Greve in Chianti.
Allí entramos a una macelleria, que
es una combinación de carnicería con lugar de vinos y quesos. Vimos la famosa bistecca alla Fiorentina.
Es
enorme, como pude apreciar la noche anterior.
Una porción da para dos personas – de hecho, Sue y Sara no lo pudieron
terminar. En algún momento me gustaría
probarlo, pero tengo que buscar un cómplice.
En el área de Greve, vi una máquina dispensadora de vino, que permite
tomar 1/4, ½ o una copa, al pagar con una tarjeta, como si fuera una máquina de
refresco. Eso permite disfrutar una
copa, dependiendo del presupuesto y la botella se mantiene de forma tal que el
vino no se estropea.
Me fijé
que en varios lugares aparecía la figura de un gallo negro. Le pregunté a la guía y nos dijo que el
símbolo del gallo negro garantiza que el vino es de Chianti. Hay vinos que se denominan Chianti, pero son
de la región de Toscana en general, no específicamente de Chianti. ¡Tantos años bebiendo Chianti y no sabía eso! Del mismo modo, aprendí que la palabra
terracotta quiere decir, literalmente “tierra cocida”, lo cual tiene todo el
sentido del mundo, porque las piezas de barro son, en efecto, a base de barro
cocido.
Llegamos
al lugar donde probaríamos los vinos. Nos ofrecieron un aperitivo de cortes fríos que incluían un salami conocido como finocchiona, que contiene hinojo (fennel). Había quesos de cabra y pan con aceite de oliva. Luego recibimos una tarjeta equivalente a 5 euros. Con ella, podíamos probar 1/4, ½ o una copa
del vino que quisiéramos. Había vinos
que el ¼ de copa equivalía a 1.5 euros y otros podían alcanzar los 8 euros. Comencé con un vino de precio mediano –unos 3
euros. Luego vi uno que se llama Santo Stefano
y quise tomar ½ copa recordando al hombre triste de los ojos azules, así que
tuve que recargar la tarjeta.
De allí
salimos para un viñedo conocido como Castello Vicchio Maggio. El lugar es precioso y nos dieron a probar
tres vinos. Decidí esperar a llegar a
Bolgheri para comprar vino. Sólo compré
aceite de oliva y tomé varias fotos, incluyendo mías, que no soy amante de ser
el objeto de la foto, porque el lugar es espectacular.
Al
regresar al hotel no me sentía con ganas de explorar demasiado. Decidí ir a la plaza –Piazza dell popolo. De
camino me compré un libro en italiano, para practicar, ya que es una excelente
forma de adquirir más vocabulario. Me
detuve en una pizzería frente a la plaza y pedí una pizza de atún y
cebollas. Tenía mucha hambre, ya que
sólo habíamos “picado”, así que me la comí completa –bueno es una pizza
individual, aunque un poco más grande que las de acá. Regresé a mi incómodo cuarto, que tenía un
aire acondicionado temperamental. Esa
fue la noche que los habitantes decidieron hacer la fiesta hasta media noche y
dormí fatal. Pese a que me llevé el yoga
mat, sólo podía hacer las posturas
que no requiriesen abrir brazos o hacer torsiones, porque no había espacio
suficiente.
Al otro
día salimos para Lucca, un lugar que ya había visitado. La guía local se
llamaba Anna y resultó excelente.
Visitamos el palacio Mansi, en el que se puede apreciar la vida de los
habitantes del palacio. Como en todo
lugar, la situación económica los ha afectado y los dueños se han visto en la
obligación de vender parte del palacio y la operación es efectuada parcialmente
por el gobierno. En el caso del otro
palacio visitado, el Pfanner, la familia lo vendió a un médico creo que
austriaco –de ahí el nombre. Es una
operación privada y una de los miembros todavía posee un apartamento. Lo más significativo del palacio son los
jardines, que muestran rosas y árboles de naranjas en tiestos enormes.
El almuerzo
estaba incluido como parte de la excursión.
Podíamos seleccionar lo que comeríamos entre varias alternativas. Yo seleccioné pasta orecchiete con tomates, berenjena y queso ricotta salata. De postre
opté por un cheesecake a base de
quesos italianos con salsa de moras.
Ambas opciones resultaron deliciosas.
De hecho, el cheesecake es el
mejor que he comido. Pregunté como le
llaman al cheesecake y la respuesta
me resultó graciosa: cheesecake. El
almuerzo incluía el vino. Aunque no era
abundante, al menos lo disfruté. La guía
local se mantuvo con nosotros todo el tiempo y ayudó en el proceso de servir,
aparte de contestar nuestras preguntas.
El restaurante se llama Port Ellen Clan- tal vez es de ingleses - es moderno,
sin pretensiones, en un lugar apartado, cerca de unos canales. No me hubiese imaginado que en un lugar así
se comía tan bien.
Como
regresamos a eso de las 4 decidí ir a la piscina, para escribir y leer un
poco. No pude hacer mucho de lo uno ni
de lo otro, porque a las 6 el salvavidas me anunció que la piscina se
cerraría. Me cambié de ropa y pensé
cenar en el hotel, porque no tenía ganas de caminar, pero el restaurante no
abría sino hasta eso de las 7:30. Decidí
ir al mismo lugar en el que me encontré con otras del grupo, porque sabía
abrían a las 6:30. Allí estaba Debbie,
una australiana encantadora. Ya ella
estaba comiendo. Decidí pedir un
antipasto y frito misto, que es una
mezcla de varios mariscos empanados en harina.
Sólo tenía camarones y calamares, pero estaba muy bueno, acompañado, por
supuesto, con vino blanco.
A la
mañana siguiente podíamos descansar mucho más –saldríamos a las 11 para un
mercado de vegetales, donde se suponía íbamos a adquirir los ingredientes para
preparar la cena. Llegué a desayunar y
descubrí que la mujer que tan amablemente nos atendía en el desayuno se llama
Teresa y es argentina. Conversamos un
rato y ambas nos alegramos de hablar un rato en nuestro idioma. Salí a caminar
en busca de unos regalos –vinagre balsámico para Ramón y Vinsanto para Tomás.
Encontré una pequeña tienda de vinos y aparte de lo planificado compré para mí una botella pequeñita de grappa –un licor extremadamente fuerte
que se hace con los tallos de las uvas y que estará por siempre ligado al
recuerdo de Mario, quien me enseñó a tomarlo.
A la hora
acordada salimos al mercado que resultó muy pequeño, de agricultores
orgánicos. No obstante, los vegetales se
veían hermosos y la gente era muy amable.
Nos dieron a probar pan toscano –que no lleva sal, porque se come con
otros ingredientes. Vi por primera vez
la flor del calabacín, de la que había escuchado, pero no había visto. ¡Estaba fascinada!
Me
fascinó también el color de los tomates y ver unos melocotones aplastados, que
parecían donas. Todo el mercado era una
fiesta de color.
De ahí
fuimos caminando a un mercado gigantesco en carpas, en el que vendían ropa y
otros productos. Hubiese preferido ver
más vegetales y no entendí por qué la descripción de la excursión decía que
obtendríamos los productos allí, lo cual no ocurrió. Por suerte, la llegada al
Antico Casale Toscano, operado por Teresa, su esposo Massimo -uuuu ese nombre me trae maravillosos
recuerdos del primer viaje a Italia-, su hermana Rosa y su hijo Pacco, despejó
toda decepción.
Allí vimos las siembras de rosas, de berenjenas, tomates,
olivos, calabacines ¡con su flor!, albahaca, romero, en fin, un deleite a la
vista.
Entramos al local -Teresa
repartió delantales y de inmediato nos puso a cortar los ingredientes para la
sopa y la salsa de la pasta –calabacines, repollo de hoja ancha, zanahorias,
cebollas.
Luego se
comenzó a preparar la masa para la pasta que prepararíamos –tagliatelle. Teresa puso la harina, sal
y huevos sobre la mesa y comenzó a amasar, Cada uno tuvo la oportunidad de
amasar una porción y luego llevarlo a la máquina que estiraría la pasta.
Cuando me dispuse a hacerlo, ¡se salió la manigueta de la máquina! Tras
el susto que pasé, el esposo de Teresa la colocó sin problema. Luego de estirar la masa, se dobla varias veces
y se corta a mano. Yo había hecho eso
hace muchos años. Es divertido, pero
consume demasiado tiempo.
Luego de
la pasta, cortamos tomates y cebollas para preparar brusccheta y completamos el
proceso de la sopa y la salsa de vegetales para la pasta. En un punto, se hace un sofrito –y allá se le
llama igual-, con hierbas, ajo, tocineta y vino blanco. El aroma que emanaba de esa cocina es algo
que no puedo incluir en esta crónica, pero lo pueden imaginar. También
preparamos el postre tiramisú en su versión tradicional que nunca hago porque
es a base de huevos crudos. Me
acostumbré a hacer la versión modificada que me enseñó mi amiga Leila. Mis
tripas ya estaban haciendo sus reclamos, así que me alegré mucho cuando
anunciaron que pasáramos al comedor.
Comenzamos con unos cortes fríos y quesos, mermelada de rosas. Luego la sopa y la pasta.
Había
vino literalmente de la casa. Aunque es
un vino sencillo, sin ninguna sofisticación, decidí que quería traer una
botella conmigo para celebrar. Es como
traerme una botella con la esencia de esa finca, de su gente hermosa, cariñosa,
que me hicieron sentir como si estuviese visitando la familia lejana. Compré también aceite de oliva preparado por
ellos por la misma razón.
Aquí
puedo conseguir mejores vinos y mejores aceites provenientes de Italia, pero lo
que no puedo conseguir son esas imágines, los sonidos de esas voces, los
paisajes coronados por cipreses. Los
tengo grabados en mi mente y los quiero beber para sentir una vez más parte de
la experiencia. Finalizado el almuerzo,
vinieron las despedidas, que era como despedirse de la familia pensando que tal
vez no les volveremos a ver.
Al día
siguiente partimos rumbo a Bolgheri, que resultó ser mi lugar favorito en términos
visuales, aunque la finca de Teresa fue
mi favorita en términos de la experiencia.
Bolgheri es un pueblito encantador, al que se llega por una carretera
bordeada por cipreses.
Una vez
en él, se aprecia una paz, una tranquilidad, un aire distinto que invita a
descansar, a sentarse a escribir.
En el
poblado existe un olivo que data de los 1700.
Quise verlo y me lancé en su búsqueda, en compañía de Debbie. Llegamos a una bifurcación en el camino
–tomamos hacia la izquierda y no lo encontramos. Le pregunté a dos señoras que se encontraban
al frente de su casa y no supieron dónde estaba, lo cual representa una gran
lección: ¿cuántas cosas tenemos cerca y no lo sabemos? Yo, que habito una islita pequeña, desconozco
mucho de sus lugares maravillosos.
Retornamos al punto inicial y tomamos el camino de la derecha. Debbie comentó “¿no sería gracioso que el
árbol estuviese frente a la bifurcación? Seguimos subiendo tan sólo para volver
sobre nuestros pasos y comprobar que en efecto, el ancianísimo árbol estaba en
un área rodeada de un muro bajo. Me
acerqué con reverencia y comprobé que ¡aún rinde frutos! Otra lección.
Estaba
tan extasiada, con tantos deseos de traerme la esencia del lugar, que me
resistía a avanzar a llegar al autobús –ya era la hora acordada. Sue y Sara me dijeron: “no somos las
últimas”, así que me regodeé hasta que la guía me llamó. Lo que Sara no me dijo era que ella quería
decir que ella y su mamá no eran las últimas -¡la última era yo! Subí al autobús con una vergüenza
cósmica. Me precio de ser extremadamente
puntual y soy consciente que las excursiones tienen actividades programadas en
las que cinco minutos pueden hacer una diferencia. Pero no se cayó el mundo –llegamos a la casa
productora de vinos sin contratiempos.
Se trata de una operación familiar -Chiappini es el nombre. Son instalaciones modernas, pero retienen
alma –no son esas instalaciones frías, antisépticas que tienen muchos lugares
que me desagradan. Allí nos ofrecieron
una especie de galleta tostada, muy finita, que se le conoce como “carta de
música”, lo cual tiene todo el sentido del mundo, por su tamaño y delgadez.
Probamos
un vino blanco y dos tintos. Me gustó
mucho el último, así que decidí comprar una botella, aunque me preocupaba el
peso-ya tenía una entera que compré en la finca de Teresa, la pequeña de
Vinsanto que compré para Tomás y la pequeñita de grappa.
Me aferré
a la fe de que podía envolver las botellas en el yoga mat, que de hecho, resultó ser el mejor uso que pude darle,
dado el hecho de que el tamaño de la habitación me impedía hacer la mayor parte
de las posturas. Al igual que la botella
que compré en la finca de Teresa, quería capturar en esta botella la esencia
del lugar. Es un vino más sofisticado y
más caro, aunque su precio es más que razonable -17 euros, que serían como $20,
que no está nada mal. Ciertamente no es un
Sassicaia, el vino más prestigioso de la región, de otra casa productora que no
visitamos porque -vamos, esta es una excursión más modesta. Me hubiese gustado probarlo, pero la economía
no está como para eso.
Sara
decidió pedir una copa en el pueblito, lo cual logró gracias a una de esas
máquinas que descubrimos en Chianti. El
costo de la copa eran 29 euros, lo cual quiere decir que eran más de $30. Le pregunté qué tal estaba y me dijo que era
bueno y que al menos había tenido la experiencia de probar un vino de esa
categoría. No sé, me dio la impresión
que el vino no fue una experiencia sublime-que es lo que yo esperaría de un
vino de ese precio. Imagino que la
experiencia de ella fue como la mía de ir al Fin del Mundo en Argentina –ok, lo
hice, pero aparte de decir que estuve en el “fin del mundo”, no es algo que me
emocionara.
Al salir
del lugar quedé fascinada por el paisaje dentro de los predios –los viñedos,
con sus plantas de rosas, que aprendí se utilizan como indicativo de alguna
plaga, la cual se manifiesta primero en las rosas; los cipreses; la paz que se
respira. Soy bastante reacia a
fotografiarme, pero aquí sentía que era un imperativo.
El
almuerzo incluido en esta excursión se llevaría a cabo en el Restaurante Da Ugo, un lugar con una vista
espectacular, en el pueblito de Castagneto Carducci, otro pueblito encantador.
A la entrada, un rótulo leía “no pizza”. Esto promete, me dije. El lugar no nos decepcionó. De aperitivo, bruscchetta –de paso, ya había aprendido hace tiempo que la palabra
no se pronuncia “brusheta”, sino “brusqueta”- con tomate y un paté que resultó
muy fuerte para mi gusto.
En la
mesa, vino de la región, que no era un Sassicaia, por supuesto, ni uno como el
que compré pero era muy bueno.
Al
aperitivo le siguió una pasta con ragú de jabalí, que disfruté. Había probado carne de jabalí en Argentina,
así que no me resultó extraño.
El plato
principal era a base de medallones de cerdo acompañado de unas papas que pese a
mis intentos y su sencillez, no he podido replicar. A través de mis viajes me he dado cuenta de
que mucha de la comida italiana se basa en la sencillez –se trata de combinar
los mejores ingredientes de temporada, logrando que podamos disfrutar de su sabor,
sin enmascararlos con salsas en exceso, particularmente cuando son totalmente
ajenas a la zona.
De
postre, una panna cotta, que es como si fuera un flan, pero con otra
textura. El caramelo sabía casi a
chocolate. Salimos del lugar y caminamos
por el pueblito, que resulta encantador.
Entramos a un lugar en el que producen licores y dulces. Entablé conversación con la dueña, que se
llama como mi mamá-Ana María. Hablamos
–en italiano- de varias cosas, hasta de Papa Francisco. Me sentía como en compañía de una amiga, ¡que
hasta un gato tenía!
De
regreso a Montecatini pasamos por Livorno, desde donde podía divisarse el
mar. Me hubiese encantado que nos detuviéramos.
No sé por qué no suelo visitar el mar tan frecuentemente, pero cuando estoy fuera
de casa, me hace falta; es como si mi mar -este que tiene tantos tonos de azul
y verde- me llamara.
Al día
siguiente salimos hacia Pistoia, en una excursión opcional. Decidí tomarla porque la descripción aludía a
su carácter pintoresco (quaint) y las
obras de arte, aparte de sus chocolates artesanales. Confieso que esto último fue lo que más me
atrajo. Visitamos varias iglesias y lo
que más me impresionó fueron los frisos de un edificio de hospital, con
ilustraciones a color elaboradas.
El
recorrido finalizaba en un mercado, sin que se hubiese hecho mención de los
chocolates, lo cual para mí era imperdonable.
Tuve que recurrir al folleto para dejarle saber a la guía que algo
faltaba. Nos condujeron sólo a Debbie y
a mi, que parecíamos las únicas interesadas en el chocolate –algo
incomprensible para una chocoadicta como yo- hacia una tienda especializada,
que parece tener las creaciones de un artista de este oscuro manjar.
La tienda
es atendida por un señor encantador con aspecto de profesor universitario. Divisé una hermosa bandeja de cartón dorado y
decidí que esa sería mi compra.
El
atento dueño nos dio a probar algunas de las creaciones. Su esposa –también con aspecto de profesora-
se unió y hablamos un rato. Les dije que
era de Puerto Rico y se alegraron mucho.
Me mostraron una botella de ron dominicano y me dijeron que tienen un
cliente que les lleva el ron. Por
supuesto, les dije que nosotros también producimos excelentes rones y
café. De hecho, compré un café italiano,
a ver qué tal. Debo decir que siempre
disfruté de un excelente café en todos los lugares de Italia que visité. Así
que tampoco hay café malo en Italia.
Salí de
Pistoia algo decepcionada –para mí no estaba a la altura de lo que esperaba,
sobre todo tomando en cuenta que era una excursión por la que debía pagar
adicional. Las excursiones incluidas resultaron mucho mejores, pero nada es
perfecto, así que me siento satisfecha.
Más tarde, tendríamos una lección de repostería en el hotel. Resultó divertidísimo, gracias a la
repostera- Siria –una mujer redonda, que le hace honor a su oficio, con un
excelente sentido del humor.
Comenzamos
a preparar una masa para hacer un pastel relleno de crema con ricotta –en un
proceso similar al de preparar pasta.
Nuevamente nos embarcamos en el proceso de amasar –algo que me
encanta. Desde que era niña disfruto de
ese proceso de apretar la masa –en aquel tiempo plastilina-entre mis
dedos. Es como si algo de mi se
incorporara a esa masa. Luego, estirar
con el rodillo para colocar en el fondo del molde. Sigue la preparación de la crema y se
finaliza con tiras adicionales encima.
En un momento noté que las fotos que intentaba tomar con el celular se
veían eempañadas y pensé que mi celular había escogido dañarse en Italia, hasta que
me dí cuenta que el lente estaba ¡cubierto de harina!
Mientras
el pastel se cocía en el horno, procedimos a preparar la masa para los cantuccini que había mencionado. No deja de sorprenderme el intenso color de
los huevos en Italia –son casi anaranjados, lo cual presumo es le da un cierto
color dorado a la masa.
Me
sorprendió que Siria usa vainilla en polvo. Nunca la había visto y ni siquiera
sé si aquí se consigue, pero pienso averiguar. Para mi sorpresa, las cantuccini
se preparan en un rollo con almendras enteras y así se hornean. Luego de horneadas es que se cortan en la
forma que conocemos.
Robert,
un británico medio soso, al menos participó de la experiencia y pienso que, a
su manera, se lo disfrutó. Podíamos ver
como poco a poco logró dominar la técnica para cortar las galletas y hasta se
echó con gusto un pedazo a la boca.
Luego de preparar y cortar los cantuccini, los pasteles estuvieron listos. Los probamos todavía tibios – mmmm,
deliciosos.
Finalizamos
la lección contentos y algunos un poco empolvados. Lamenté haber usado mi pantalón negro recién
lavado, pero eso son gajes del oficio de repostera.
En la
noche tuvimos la cena de despedida. Nos
reunimos en un salón detrás de la barra, a tomar Prosecco, el vino espumante
italiano. Ciertamente este no es una
excursión gourmet – a falta de las copas de flauta lo sirvieron en vasos
bajitos. Había unas frituras muy buenas
–unas bolitas de pollo con hierbas, aceitunas rellenas con queso y unas
croquetas de papas olvidables. De allí
nos trasladamos al salón principal, donde nos sirvieron la cena era buena, pero
también olvidable. Al menos incluía los
vinos.
Al día
siguiente y tras despedirme de algunos del grupo que encontré y de Teresa con
mucha efusividad, me dí a la tarea de hacer la maleta, que resultó más
complicado de lo que esperaba. No había
llevado demasiado, porque quería comprar al menos dos botellas de vino, pero
debía proteger bien las botellas para que no se rompieran en el trayecto. Las botellas enteras estaban en caja, las que
rellené con mapas y otros papeles que encontré, para reforzarlas. Entonces procedí a darle el uso más intenso
que mi yoga mat ha recibido luego de
servir como disuasivo a la entrada de agua por la puerta de mi cocina cuando María:
lo usé para envolver las botellas. Las pequeñas tenían algo de plástico de
burbuja; les proveí de acojinamiento adicional con la ropa y rogué que no se
rompieran. Afortunadamente toda esta
compleja operación fue efectiva, aún con la abolladura de mi maleta que
contemplé con horror cuando llegué a Puerto Rico.
Salí al
aeropuerto de Florencia para el vuelo a Madrid.
No tuve contratiempos. El hotel Hilton del aeropuerto resultó una
agradabilísima sorpresa –el personal muy amable, sobre todo el maletero que se
llamaba Juan Ponce. Me dijo que de
hecho, conocía un puertorriqueño de Ponce, pero no sabía la anécdota del parking. Llegar a la habitación fue
llegar a un feliz contraste con la habitación en Montecatini. Era amplia; no tenía problemas con el aire
acondicionado y el baño era un lujo-bañera y ducha separadas. Me vi tentada a darme un baño relajado, pero
quería avanzar a cenar porque no comí nada después del desayuno. El lavabo era una cosa modernísima, todo en
cristal, pero no permitía ver los límites, así que las cosas se resbalaban del mostrador en cristal que era parte del lavabo. Se
ve bellísimo, pero requiere limpieza constante para que luzca bien. No se me ocurriría tener algo así –me canso
nada más de pensarlo.
Finalmente
me puse el trajecito con flores en tonos fuertes de rosado, que temí no me
sirviera después de todo lo que comí, pero me quedó bien. Me entaqué por primera vez en todo el viaje,
algo que ya me hacía falta. Bajé y no
recordaba bien en qué dirección estaba el restaurante. Por suerte Juan Ponce estaba cerca, me vio y
me dijo: “supuse iba al restaurante cuando la vi tan bien vestida” y procedió a
escoltarme al restaurante y me presentó a Ramona, afirmando que ella me
atendería y me buscaría una buena mesa.
Pedí un vino blanco. Ramona me
preguntó “¿un Verdejito estaría bien?”
Menos mal que ya conozco la uva Verdejo porque ciertamente el diminutivo
y el nombre se prestan a guasa. Del menú
me llamó la atención el arroz meloso con langostinos, que resulta ser como un
rissotto. Para completar, tenía ¡flor de
calabacín! Por fin iba a probar esto que
conocía solo en teoría.
Antes del
plato me trajeron un vasito de gazpacho como cortesía. Muy bueno.
El plato resultó una maravilla y la flor de calabacín estaba rellena con
queso y empanada tipo tempura –exquisito.
El Verdejito le vino de perilla y bueno, me vi obligada a pedir otra
copa. No le tomé fotos al plato porque
el lugar era a otro nivel –verdaderamente gourmet- y no quise verme como la
clásica turista que en realidad era. No
me imaginé que una cena de hotel fuese a ser tan exquisita.
No dormí
tan bien como hubiese querido –ahora comprendo que fue el haber comido fuerte
todos los días previo a ir a la cama, pero como dice Scarlett O’Hara, after all, tomorrow is another day. Al
día siguiente fui a tomar el desayuno tipo buffet. Quedé asombrada de la variedad de opciones
–jamones, chorizo, ensaladas, huevos de todas las maneras posibles. Sentí un dejo de culpa al pensar en todas las
personas que no tiene lo mínimo para comer, particularmente ahora que el tema
de los refugiados está tan presente. Escogí huevos revueltos con setas, unas
salchichas; tomates rostizados y pan de centeno. El jugo de naranja era exquisito –como el de
aquí, pero mas intenso. Había avistado
unos churros con salsa de chocolate que me serví como postre –después de todo,
estaba en España. El café era lo único
malo, contrario al café en Italia que era exquisito en todos lados.
Finalizado
el opíparo desayuno regresé a la habitación.
Leí un poco y recompuse la maleta.
Bajé a esperar el shuttle que
me llevaría al aeropuerto y me despedí del personal de recepción quienes habían
sido extremadamente amables. Estaba un
poco ansiosa, porque ya había recibido mensaje de texto de Iberia con
recomendación para que estuviese más temprano de lo usual debido a las medidas
de seguridad para vuelos con destino a E.U.A.
Intenté hacer el registro por internet y tras luego de entrar toda la
información, incluyendo número de pasaporte, cuando estaba en el proceso de que
se emitiera el boleto de abordaje, el sistema me indicó que debido al destino,
no podía registrarme por internet. ¡Pues haberlo dicho antes de hacerme llenar
todos esos encasillados! Llegué con más
de 4 horas de antelación a mi vuelo, así que decidí esperar un poco, pero
estaba loca por soltar la maleta, porque no había dónde sentarse.
Finalmente
me dirigí al mostrador de Iberia, atendido por un individuo con la cara de
pocos amigos que estoy acostumbrada a ver de parte de esa línea aérea. Hasta ahora todo iba bien, así que me mantuve
positiva. Cuando me entrega el boleto de
abordaje, el número de asiento había cambiado.
Le dije que yo había pagado adicional por el asiento y él me dijo que no
aparecía nada en pantalla. Me fui
incomodando, pero quedé más tranquila cuando me aseguró que el asiento era de
pasillo. Pude soltar la maleta, pero no
sabía cuál era la puerta de salida, porque según el empleado, era demasiado
temprano. Eventualmente pregunté en otro
lugar si podía pasar por el registro de seguridad aunque no supiera la puerta
de embarque y me contestaron en la afirmativa.
Logré
dirigirme al área, más o menos, porque en el aviso sólo salía “S”. Resultaba ridículo que transmitiesen avisos
de que era necesario estar en la puerta de embarque dos horas antes, cuando la
información no estuvo disponible sino hasta una hora quince minutos antes. Por
lo menos me pude sentar y de vez en cuando miraba las pantallas para ver si
aparecía la bendita puerta de salida. Cuando apareció resultó estar bastante
lejos de donde yo estaba. Al llegar,
había una fila bastante larga. Cuando entrego
los documentos, me informan que he sido seleccionada para una inspección
especial. Fabuloso.
Me
dirigieron a un cuarto aparte, donde iban llamando uno a uno a los
pasajeros. “Ana Ángel”, escuché decir;
deduje que se trataba de mi y con cierta molestia dije “Ana Angélica”, porque
eso de que me cambien el nombre nunca me ha gustado. Me pidieron que me quitara los zapatos –los
examinaron en detalle; me pasaron un papel por las manos y brazos y me
preguntaron si llevaba algo en polvo. Ya
yo no recordaba si el polvo de la cara estaba en el equipaje de mano o en la
maleta, pero agraciadamente el hombre se convenció de que yo no era una narcotraficante
disfrazada de turista y me liberó.
Ya en
este punto estaba agotada. Había un
grupo grande de puertorriqueños alborotosos y rogué no estar cerca no por lo de
Boricuas, sino por lo del alboroto.
Cuando llego al que entendía era mi asiento, había una señora sentada en
él. Cuando le reclamé, me dijo “no, el
suyo es de ventana”. Comprobé con horror que la señora estaba en lo
cierto. Contemplé incrédula el boleto y
me senté con un coraje como el que hacía tiempo no sentía, mientras vislumbraba
horrorizada las 8 horas y media que estaría atacuñada en un asiento del que se
me iba a hacer difícil salir para ir al baño.
Me disculpé con la pobre señora, ya que ella no tenía la culpa y entablé
small talk para que ella no fuera a
pensar que yo era antisocial.
El avión
parecía estar tepe a tepe con el
agravante de que los revoltosos estaban justo detrás de mí. Hice un último intento al dirigirme a una asistente de vuelo y pedirle que me
avisara si alguien de pasillo quería cambiar de asiento.. Me dijo que en la
otra cabina había suficientes espacios vacíos y que podía ocupar cualquiera, ya
que habían completado el abordaje. ¡Aleluya!
Salí más rápido que ligero mientras le aseguraba a la señora que no me
cambiaba por no estar con ella. Conseguí
un asiento de pasillo y mis niveles de estrés mezclados con una suprema
molestia, por no decir encab…. se esfumaron.
Ví como 4
películas en el vuelo. Sirvieron una
pasta como cena y me tomé un vinito, que ayudó a eliminar cualquier rastro de
molestia que pudiese quedar. Tras un
vuelo sin inconvenientes, llegué a mi país y confieso que hasta aplaudí. Aplaudí porque me alegro de que mi islita
-aunque lentamente- se está reponiendo; alegría porque tuve una experiencia
excelente en Italia. No era exactamente
lo que esperaba, pero reconozco que fue un viaje con alma. La experiencia en la finca de Teresa y
Massimo me reafirma la importancia de cultivar la tierra, de apreciar la
preparación de platos con ingredientes frescos; de la bendición que es tener amor
de familia. Los paisajes supremamente
hermosos me hacen ver la magnificencia de Dios.
Me siento orgullosa de que personas de otros países han conocido una
puertorriqueña que quiso aprender otro idioma y se esforzó por hacerse entender
y comprendió mucho más de lo que habría comprendido sin conocer el idioma.
Cuando
estuve en Bolgueri, que resultó el lugar más encantador del viaje, Debbie me
tomó una foto y me dijo que la foto se veía borrosa. Ahora creo que no se ve borrosa. La foto refleja la imagen de una mujer
bendecida. Ancora una volta, sono benedetta.
8 de
julio de 2018
Puedes escribirme a: anaolivencia.1954@gmail.com
#Montecatini
#vinositalianos
#comidaitaliana
Puedes escribirme a: anaolivencia.1954@gmail.com
#Montecatini
#vinositalianos
#comidaitaliana
Tan exquisita narración... como cuando degustabas los diferentes vinos y saboreabas los maravillosos manjares italianos. Se me abrió el apetito y tuve que hacer pausa para almorzar pero no tenía vino.... Te leí completa como también me paso con tu libro "Papito" Eres una muy buena narradora, novelista, cuentista .....o como sea lo correcto llamarte, pues nos transportas al momento único de la experiencia abarcando todos los sentidos. En un momento pensé que estaba leyendo una novela! Podrías contemplarlo. Me encantó el viaje a través de ti. Graccie mile! Te bendigo y te felicito.
ResponderEliminarGracias por tus amables palabras.
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