SIN SABER
Escribo a
43 días del paso del Huracán María por Puerto Rico. Había intentado escribir antes, pero ocurrió
algo muy extraño –al no tener electricidad, sentía que las palabras no fluían
de la misma manera a manuscrito. La
tecnología me ganó, silenciándome por todos estos días, o tal vez es que aun no
estaba lista para dejar salir todo lo que siento. Ya había sufrido un anticipo
de la angustia, a través del Huracán Irma, el que no tuvo los efectos devastadores
de María. Para este último decidí
refugiarme en casa de mi prima Socorrito, porque está mas cerca que la de los
amigos que me refugiaron para Irma.
La
ejecución de los planes para preparar mi apartamento me tomó un tiempo
considerable. Intuir que esto era mucho
peor que Irma le añadía un nivel de ansiedad conmensurable a la intensidad del
huracán que se perfilaba como algo inescapable.
El ejercicio de envolver las lamas de
las ventanas se convirtió en una tarea extenuante –llegó el momento que
me sentía harta de tanto esfuerzo, al tiempo que pensaba que este monstruo se
podía llevar las ventanas completas.
Finalmente
salí para casa de mi prima, con ropa para dos noches –la del martes 19, ya que
se perfilaba que los vientos de tormenta comenzarían en la madrugada del
miércoles y esa noche, ya que los vientos de tormenta soplarían hasta temprano
en la noche. Por supuesto, me llevé a
Estrellita y esta vez cargué hasta con Matita, mi querida planta que no tuve
corazón para dejarla encerrada por dos noches, a riesgo de que se asfixiara, o
que quedara destrozada si María decidía entrar a inspeccionar mi apartamento.
Socorrito
y su esposo Juan Alfredo estaban preparados con generador, cisterna y tenían la
nevera surtida con toda clase de cortes fríos, quesos, carnes, dos docenas de
huevos; en fin, abastos para varios días
asegurados por el generador, que luego estuvo a punto de desfallecer. Nos tomamos una botella de buen vino que
llevé, acompañado de algo que Socorrito preparó y no me puedo acordar qué era. Finalmente, nos acostamos.
La casa tenía
ventanas de seguridad, así que había un sentido de estar protegidos. Temprano en la mañana los vientos
arreciaron. Socorrito y Juan Alfredo
dormían profundamente. Yo desperté con
la puerta doble de mi habitación vibrando.
Caminé hasta la sala y sentía un ruido de algo azotando levemente, sin
saber de dónde provenía el sonido.
Conozco los de mi casa, pero
estos no los conocía. La puerta doble
del family
room también vibraba. Decidí despertar a Juan Alfredo, lo que me costó
bastante esfuerzo. Le dije del ruido,
hasta que el identificó un pequeño panel de cristal en la parte de abajo de un ventanal de cristales
regulares, que estaba suelto. Logró
prensarlo con periódicos, que me pareció algo frágil, pero afortunadamente
resistió. Más tarde Socorrito se levantó
y ambos se percataron que entraba agua por las ventanas de su cuarto. Comenzamos a sacar el agua por una puerta
corrediza que se veía más frágil que las mías.
Regresé a
mirar la puerta doble del family y me
percaté que no solo vibraba, sino que la manija se movía. Yo estaba aterrada de que la puerta se
abriera de un momento a otro, pero Juan Alfredo afirmaba que no ocurriría. Afortunadamente así fue. Ya él había logrado controlar la vibración de
la puerta de la habitación que yo estaba utilizando, atándola a la puerta del
baño. El día transcurrió entre sacar
agua, inspeccionar constantemente las áreas de la casa, escuchar la radio - que
no permitía entender con claridad por
dónde andaba el monstruo. Pienso que yo
debo haber tenido una cara de terror contenido.
No suelo expresar mis miedos de forma histérica -es como si de forma
inconsciente me obligara a mantener una fachada de calma. Ahora, 43 días después, pienso en esto y me
doy cuenta que es algo que hago en medio de las grandes crisis de mi vida –es
mi modo de afrontar las hecatombes y a algunos puede darles la impresión de que
estos sucesos no me afectan.
Me
afectan y mucho, pero cada quien lo maneja a su manera. Me doy cuenta que hice lo mismo cuando el
Huracán Hugo; con las muertes de mis padres; con mi divorcio y otros
rompimientos. Pues durante el huracán,
pensaba de vez en cuando si mi apartamento habría resistido. Esa noche no podía apartar de mi mente las
imágenes que me atormentaban, de las puertas corredizas de cristal de mi
apartamento y las ventanas cediendo, dando paso a un viento que se llevaba
gabinetes, y el agua que arruinaba mis pertenencias. A la mañana siguiente Socorrito y Juan
Alfredo salieron a despejar ramas y a hurgar en el generador que parecía haber
sufrido desperfectos. Yo me sentía
inútil, aparte de que estaba desesperada por regresar a casa.
Insistí
en preparar un desayuno –después de todo había dos docenas de huevos en la
nevera. Además, en medio de toda suerte
de crisis nunca pierdo el apetito.
Mientras Socorrito y Juan Alfredo recogían ramas y atendían el asunto
del generador rebelde yo preguntaba si hacía el desayuno. Creo que finalmente Socorrito me dijo que sí
como la mamá que cede a la pataleta de un niño.
Desayunamos y yo me uní tímidamente a los esfuerzos de los vecinos en
abrir camino –las ramas de los árboles obstruían la salida.
Temprano
en la tarde anuncié que me iba –no podía resistir el no saber. Me llevé a Estrellita, pero dejé a Matita,
por si tenía que regresar. No había
señal de teléfono. Como se anunció un
toque de queda, le dije a Socorrito que si a las 5:30 no había regresado,
quería decir que el apartamento había resistido. Ambas compartimos nuestros
respectivos miedos y lloramos un poco.
Salí atemorizada. En el camino
había árboles y postes en el suelo; por momentos había que transitar por el
carril contrario, porque el camino estaba totalmente obstruido. Iba guiando tensa, mirando a todos lados para
evadir obstáculos y evitar un accidente.
El camino semejaba las imágenes que recuerdo ver en fotos de lugares
arrasados por el napalm en la guerra de Vietnam. Era como estar en otro país.
Me
acercaba a mi área. La estación de
gasolina detrás de casa lucía desvencijada
–no podía determinar si las bombas estaban en pie. Al arribar al complejo, el carril de entrada
estaba obstruido por árboles, por lo que había que entrar por el carril de
salida. Observé que parte del techo de
la cancha de racquetball estaba
arrancado. Me estremecí, no porque se
dañara una cancha que nunca uso, pero me aterrorizaba pensar lo que pudiese
haber pasado en mi apartamento. Al
llegar al estacionamiento, me sentía
temblar como una hoja. Una vecina
salía de su apartamento y se dirigía a la casa de su hija. Me dijo que no había sufrido daños. Yo salí del carro sobre unas piernas que
apenas me sostenían –es como si fuesen de goma.
Sollozando le dije que tenía mucho miedo de enfrentarme a lo que pudiese
encontrar.
Ella y su
hija me acompañaron hasta mi apartamento en un trayecto que me pareció
eterno. Abrí la puerta temblorosa. Miré al interior y mis esfuerzos de proteger
las ventanas no me permitían ver el estado del apartamento. Fui habitación por habitación, con una
lámpara de baterías, mirando, buscando los objetos conocidos que había movido
para proteger. Salvo agua en algunas
áreas, no veía daños. La vecina me
expresó que nunca me había visto fuera de control –una vez más, mi modo de
operar le da la impresión a la gente de que las cosas no me afectan. Les agradecí el haberme acompañado y a solas
en la sala del apartamento y entre lágrimas, me arrodillé y le di gracias a
Dios por haber salvado mi casa.
Poco a
poco fui restableciendo los objetos en su lugar. Todavía hay cosas que no encuentro. El agua retornó a las dos semanas y media y
la luz antier, aunque ayer se volvió a ir y hoy escribo pensando que puede
volverse a ir de un momento a otro. Las
emociones han fluctuado –unas veces el solo hecho de estar a salvo, con un
techo y los recursos para resolver las situaciones son suficiente motivo para
mantener la calma. Me angustia la
cantidad de gente sin techo, entre ellas, Wanda, que me entrega el periódico
bien temprano y a quien ni aun ahora, veo molesta o angustiada. Ella y su esposo son ejemplo de tantos
Boricuas que no se amilanan. Otros días
me indigno ante la figura de un Donald Trump, arrogante, insensible,
ninguneando a este pueblo; me indigno ante la incompetencia manifiesta de unos
funcionarios – de aquí y de allá- que no han sabido estar a la altura de las
circunstancias y que dan unas explicaciones que nadie creería.
Fueron
muchas las veces que me conmoví con las llamadas de la gente a la radio –la
única comunicación viable por varios días –que llamaban desesperados porque no
sabían de sus hijos; de sus padres, primos o hermanos. Ese no saber les desgarraba el alma. La gente
llamaba desesperada de los Estados Unidos, porque contrario a nosotros, podían
ver las noticias y todo el horror que nosotros mismos no podíamos ver. Hubo una llamada que me emocionó hasta las
lágrimas, de una nicaragüense, que llamaba porque se enteró de la tragedia y
expresó que tenía que ser solidaria con nuestra isla, en recuerdo de la gesta
de nuestro Roberto Clemente hacia su país.
Han sido
incontables las muestras de solidaridad de aquéllos que menos tienen. Hubo varias historias que me hicieron dejar a
un lado el periódico y echarme a llorar.
Una de ellas es el relato de un cuartel de Policía que se inundó,
obligándolos a tener que subir al techo.
Uno de los policías que se quedó atrás suplicaba, con el agua al cuello,
que no lo dejaran morir. Por fortuna,
los compañeros lo lograron sacar.
Pudieron salir y quienes acudieron a su auxilio fueron, entre otros,
residentes de un residencial cercano.
Otra historia es de un matrimonio en el centro de la isla, que no podían
salir de su terreno porque el camino estaba obstruido y llevaban creo que
semanas sin ver a su hija y nieto.
Mientras el periodista hacía el reportaje, la hija logró llegar a la
casa de sus padres y su madre abría los brazos para recibirla, mientras repetía
mi hija, mi hija.
He
recibido agua de Marta y tanquecitos de gas de mi Buddy, que también me trajo
gasolina cuando era casi imposible conseguirla. El guardia de seguridad del
complejo y Wanda me consiguieron tanquecitos en un gesto que me conmovió
profundamente. Ramón me dio una
demostración de su amor incondicional al día siguiente de yo haber regresado,
que es una de las expresiones mas inequívocas de lo que significa la palabra
incondicional. Antes del huracán me
había dicho que el viernes tras el paso de María vendría a verme – aunque no
hubiera comunicación y sin saber la hora, pero que estaría aquí. Aunque estaba
consciente de que Ramón me había dicho que llegaría hasta casa, pensé que con
todas sus buenas intenciones el trayecto desde Aibonito pudo haber estado
bloqueado.
Ese día
esperé como hasta las 11 de la mañana, pero me tuve que ir porque debía a ver
el estado del apartamento de Papi. Temía
se hubiese inundado y fuese a causar daños en los pisos inferiores. Le dejé a una vecina unas velas, por si Ramón
venía y le pedí que le explicara que tuve que salir. Al llegar al condominio
donde vivía Papi no había luz y el generador no estaba funcionando, así que
tuve que subir las escaleras hasta el octavo piso. Afortunadamente solo había algo de agua. Exprimí las toallas y frisas que había dejado
para recoger el agua y me fui. Al
regreso, entré a casa de Socorrito a buscar a Matita y una ropa que había
dejado, por si tenía que regresar.
Regresé a casa y la vecina me entregó una nota de Ramón. Sí llegó, tal y como me había dicho. Me dio mucha pena no haberlo visto. Al otro día, sentí que alguien tocaba a la
puerta. Pensé que era un vecino, pero
era Ramón. Sin saber si yo estaría; sin
saber los tropiezos que tendría, cumplió su palabra. Y así vivimos ahora todos, sin saber cuándo
ni cómo nos habremos de reponer, pero con la certeza de que saldremos adelante.
2 de noviembre
de 2017