LECCIONES INESPERADAS DE LATÍN
El viernes
pasado se efectuó el velatorio de Juan Alfredo, el esposo de mi prima
Socorrito. Fue una muerte inesperada –un
derrame cerebral masivo lo sorprendió el sábado de madrugada, seguido por unos días en
coma hasta su deceso el martes en la tarde.
Todo ocurrió muy rápido, sin tiempo para prepararnos para lo que
deberíamos estar preparados, ya que ninguno de nosotros es eterno. Sabemos que vamos a morir, aunque no el
momento exacto, lo cual es una ventaja.
No puedo imaginarme la angustia si viviésemos -como la leche de cajita- con
fecha de expiración. Sin embargo, para
la familia es un jamaqueón demasiado fuerte enfrentarse a una muerte que no
viene precedida de una enfermedad más o menos prolongada, que ofrece la
oportunidad de “prepararnos”.
En el
caso de mi prima, esta es su segunda experiencia desgarradora, porque su hija
Carla falleció cuando sólo tenía 35 años, en circunstancias similares. Otras muertes, aunque dolorosas, habían
seguido el curso “normal” de vejez, enfermedad y deceso. Y yo sé que mi prima
es fuerte, pero no sé si estos y otros golpetazos la habrán aflojado.
Acudí a
la funeraria temprano en la mañana y la vi tan fuerte como siempre. Poco a poco fueron llegando amigos y
parientes y nos sentamos a contemplar las fotos que resumen la vida de esta
pareja: la boda – en la cual yo fui dama; los hijos, los viajes, los nietos. Un
reflejo de una vida bien vivida. Tras unas dos horas, decidí ir a almorzar,
para luego regresar a la misa. Soy algo
alérgica a las misas, por aquello de que pueden ser monótonas y pro forma, dependiendo de la
personalidad y formación del sacerdote.
Me encontré con mi otra prima Mayi, a quien hacía tiempo no veía y
tuvimos un momento muy agradable de compartir experiencias, previo al comienzo
de la ceremonia. Ya había conversado con
su hermano y su esposa en la mañana, en otro agradable intercambio de esos en
los que una se alegra de tener la familia que tiene- cosa que no todo el mundo
puede hacer.
La
ceremonia comenzó y el sacerdote leyó como carretilla pasajes usuales en estos
casos. Para colmo, insistía en referirse
a José Alfredo, en lugar de Juan Alfredo, por lo que comencé a exasperarme y
debí repetirme mentalmente que Dios debía estar claro que se trataba de Juan
Alfredo y no José Alfredo. Cuando
subieron dos personas a hacer lecturas, rogué que alguna sacara al hombre del
error, pero el sacerdote continuaba refiriéndose a José Alfredo, hasta que en
un pequeño intercambio, creo que la misma Socorrito lo corrigió. El sacerdote se disculpó y procedió a llamar
por su nombre a Juan Alfredo. Para ese momento ya yo estaba resignada a una
perorata, hasta que la homilía tomó un cariz más profundo.
Comenzó
por expresar que él no conocía a los presentes, como tampoco lo conocíamos a
él, pero que como hijos de Dios, éramos, en efecto, hermanos, así que estábamos
allí para celebrar la vida de ese hermano que iba ahora a la casa del Padre.
Expresó lo usual en estos casos, en torno a la alegría que eso representa, pero
tuvo –en esa y en otras instancias, la sensibilidad de recalcar que respetaba
el dolor por la pérdida de la presencia física.
Logró captar plenamente mi atención cuando aludió a la etimología de la palabra difunto,
palabra harto conocida –de hecho, hemos tenido demasiada exposición a ella,
pero debo confesar que desconocía el origen de la palabra, que proviene del
latín defunctus. El significado
original no estaba ligado a la muerte, sino a la persona que había pagado su
deuda o cumplido su misión.
En este
punto, el sacerdote preguntó cuántos hijos tenía Juan Alfredo y habló sobre la
misión que cada uno de nosotros trae, como la misión que trajo Jesús al
mundo. Nos hizo reflexionar sobre el
hecho de que la imagen más conocida no es la del niño en brazos de María o de
cuando se perdió en el templo, sino de su muerte en la cruz, porque nos
recuerda los sacrificios que un padre hace por sus hijos.
La imagen
que yo tengo de Juan Alfredo es la de un hombre bueno –un buenazo, como
decimos. Desde mi perspectiva, siempre
me pareció -y puedo estar equivocada- que la instigadora de embelecos en esa
pareja era Socorrito y que Juan Alfredo era el apoyo que siempre estaba allí
para asegurar que los proyectos se llevaban a cabo. Y eso no es poca cosa. Todos nosotros necesitamos alguien en quien
apoyarnos –alguien que sabemos va a estar ahí siempre animándonos, ofreciendo
consejos. Juan Alfredo podía hacer
cuentos interminables de los proyectos y a veces, cuando había alguna
complicación de negocios, hacía una defensa férrea de Socorrito. Si algo había resultado injusto para ella, él
lo tomaba personal.
Mientras
el sacerdote hablaba de la misión que todos traemos, yo pensaba en la misión de
Juan Alfredo, aunque a veces el cura le volvía a cambiar el nombre y lo llamaba
José Juan. No importa – yo sabía de
quien hablaba. Pensé también que había
una lección subyacente en las palabras que este sacerdote pronunció. Mi impresión original fue negativa y me formé
un juicio sobre él por su lectura apresurada y los equívocos con el nombre. Más tarde, me di cuenta que una impresión
negativa no debe cerrar nuestro entendimiento sobre una persona. Lo que este
hombre dijo ese día trascendió el momento y me hizo reflexionar sobre mi propia
misión, que por momentos pienso se queda corta.
Juan
Alfredo se fue luego de haber vivido una vida plena, en la que dio lo mejor de
sí a su familia y a su comunidad –con gozo, con entrega, con entusiasmo. Yo me
siento honrada de que Socorrito, junto a él, me ofrecieron albergue en su casa
durante el huracán María. Allí estuve
recogida como un pajarito al que le dan albergue en un nido amoroso.
Yo tenía
pendiente recibirlos para unos garbanzos con patitas cuando encontrara los
ingredientes de calidad, porque mi mamá decía que las cosas se hacen bien o no
se hacen. No se pudo, pero cuando nos
volvamos a ver, considéralo hecho Juan Alfredo.
Y descansa, que tu misión ha quedado más que cumplida.
30 de
octubre de 2019
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