LA TRADICIÓN DEL
AMOR
En estos
días le he dedicado bastante pensamiento a las prácticas culinarias, tal vez
como resultado de la participación en un concurso de cocina de Sor Juliana, una
monja puertorriqueña de un convento en Guánica.
Siempre he sentido que cocinar es dar de mi misma, como si fuese una
comunión. Para mí, cocinar no es juntar
ingredientes, ponerlos al fuego y comerlos para alimentar el cuerpo. Para mi,
es en principio formar la idea de lo que voy a preparar. Recuerdo cuando trabajaba asalariada, que a
veces salía de la oficina sin un plan y en el trayecto a casa iba revisando
mentalmente la alacena para ver qué había disponible. Fueron varias las veces que recurrí al que
creo es el sacapuros par excellence –
el corned beef con arroz blanco. Y debo decir que ese corned beef se ha transformado con los años, sobre todo ahora que
hay una producción local que es exquisita y hace que mi versión sea
absolutamente sublime.
Una vez
decidido el menú, comienzo mi proceso de seleccionar los mejores ingredientes
posibles, que no necesariamente son caros o sofisticados –pueden ser desde
patitas de cerdo hasta osso bucco, pero siempre de calidad. En varias ocasiones he decidido cambiar el
menú porque no encuentro el producto que me satisfaga. Para los que somos
carnívoros, debe haber también algo de respeto por ese animal que da su vida
para que nosotros comamos –después de todo, hay evidencia de que los
cavernícolas comían carne. Igual, los
que son vegetarianos pueden apreciar el esfuerzo de los agricultores, como yo también
lo hago, sobre todo ahora en tiempos después de María. Me produce una inmensa alegría encontrar
productos locales y me hace tomar mayor conciencia que cuando compro productos
de aquí, me alimento y ayudo a que nuestros agricultores salgan adelante.
Luego de
la selección de los ingredientes, procedo a prepararlos, teniendo el cuidado de
que cada uno reciba la temperatura y el tiempo necesario para la cocción
adecuada. Este equilibrio es difícil. Un producto como el carrucho, por ejemplo,
requiere un punto específico. Si se
cocina de menos o de más, queda demasiado duro, como aprendí hace muchos
años. Como resultado de ese fracaso, no
lo he vuelto a intentar. Nunca he
cocinado langosta, porque requiere que se eche a cocinar viva. No tengo corazón para echar un ser vivo en
una olla hirviendo, aunque confieso que no tengo reparos en comerla cuando otra
persona lo ha hecho –sin que yo lo vea, claro.
Hay
ocasiones en que me engancho en una inmersión cultural, como cuando cocino
platos italianos escuchando a Pavarotti. Me encanta hacer toda una producción
–aperitivos, plato principal, vino y postre, todo italiano. Me gusta que los platos vayan acompañados con
el ambiente del lugar de origen, ya sea Italia, Cuba o Puerto Rico. Nada más incongruente que una comida francesa
con ritmo de salsa. Me molesta ir a un restaurante con temática regional que no
se toma la molestia de incorporar música que vaya acorde con la región. Recuerdo mi estadía en un hotel en Iguazú,
con una vista espectacular de las cataratas y la incomodidad que sentí en el
restaurante con música de Kenny G. Me
encanta Kenny G, pero allí era como escuchar a Bad Bunny en un convento.
Y
hablando de Bad Bunny y los conventos, eso me trae de nuevo a Sor Juliana. He seguido su trayectoria en el programa y
pensé que iba a ser eliminada mucho antes, porque ciertamente se nota que
cocina divino, pero esto no la convierte en chef. Ser chef requiere años de preparación,
conocimiento de técnicas e ingredientes que no están presentes en un convento.
Sus deficiencias en el plateo, que luego mejoró, eran notables. Pero independientemente de su carencia de técnica
y conocimiento, había algo que nacía de su interior, que no hay escuela
culinaria que lo enseñe –es la humildad, el respeto a los demás y el ver lo
mejor en cada ser humano. La mejor demostración
de esto último la tuve en un programa de entrevistas que vi, donde compartió
escenario con Bad Bunny. Para que no
sepan quién es Bad Bunny (no tiene que
ver con Bugs), es un cantante de un género que me parece espantoso, conocido
como Trap. En las canciones se glorifica la violencia y
el trato a las mujeres es la cosa más denigrante que he escuchado en mi
vida. Cuando el entrevistador aludió a
cómo se sentía Sor Juliana en presencia de Bad Bunny, ella dijo que había
escuchado comentarios de que la letra de sus canciones era fuerte, pero que se
notaba que él era un muchacho bueno.
Ella vio en él más allá de su vulgar exterior.
Sor
Juliana ha ofrecido lecciones de humildad, de entrega al servicio, de la
importancia de que no perdamos nuestra esencia.
Al final, se le escapó lo que siempre había estado allí y lo que
distingue nuestra cocina- ese sabor criollo.
Estoy segura que las hermanas de la congregación disfrutan de su sazón
sin los ingredientes sofisticados que conoció en la competencia. Hay algo de divino en la comida que ofrecemos
con amor. Dijo ella en una entrevista
cuando se le preguntó si era posible cultivar el espíritu con el alimento: es una forma apropiada y una expresión donde
podemos entrar en contacto directamente con Dios a través del agradecimiento de
Dios por lo que nos provee, por el alimento, porque todo viene de Dios. Cuando uno está preparando un plato es una
forma de entrar en contacto con Dios.
Santa Teresa de Jesús decía que entre los pucheros ella se encontraba
con Dios.
Cuando
ofrecemos algo con amor, la persona que lo recibe siente que ese amor
transforma los alimentos, aunque no esté consciente de ello. Eso es lo que hace que muchos recuerden con
tanto cariño un plato de arroz blanco con un huevo frito encima y unos amarillitos. Una compañera de estudios me relataba algo
que en aquél entonces yo, que estaba acostumbrada a los platos exquisitos que
mi mamá preparaba, no entendía. Ella
recordaba con nostalgia y una ternura infinita el plato de algo que no sé si
todavía existe –un arroz con fideos de cajita –Rice–a-Roni como almuerzo y el cereal con leche que su mamá le
servía antes de dormir. Lo que ella
recordaba no era necesariamente el plato –era el amor, que es el mismo que mi
mamá ponía en sus platos más sofisticados.
Ayer
hablé con mi Buddy, quien se sorprendió que este año rompo con la tradición
auto-impuesta de preparar pescado en escabeche el Viernes Santo. Me topé con la referencia al caldo santo de
Loíza y me di a la tarea de buscar la receta en internet. Decidí que iría a comprar pescado fresco y
las viandas del país que componen la receta.
Hago la excepción con el plátano, porque no se consiguen y no preparo yo
misma la leche de coco, porque es un riesgo ponerme a abrir cocos y sacar la
carne adherida a la cáscara. Me dio una
satisfacción inmensa acudir con Ramón a Naguabo y ver las pescaderías llenas y
el flujo de público al sector, lo que garantiza una inyección económica a un
área tan maltratada por el huracán.
Hoy honro
a los pescadores, a los agricultores, a los que trabajan en la planta que
envasa la leche de coco, a los peces que surcan nuestras aguas, porque todos
permiten que mi mesa tenga hoy un nuevo plato.
Honro a Sor Juliana, quien me ha dado lecciones espirituales desde la
cocina. Honro a mi mamá, quien me
transmitió el entusiasmo por preparar platos de calidad. Honro a Ramón, que me llevó a comprar el
pescado y compartirá mi mesa; honro a los loiceños, fieles a la tradición y
quienes han sufrido por años el abandono y ahora se enfrentan a los estragos
del huracán y la ineficiencia de un gobierno central que golpea con mayor
dureza a los más necesitados. Doy gracias a Dios por todas las bendiciones
recibidas.
Hoy rompo
con mi tradición del pescado en escabeche y tal vez inicie una nueva, pero me
mantengo firme en la tradición del amor.
Viernes
Santo, 30 de marzo de 2018