UN PUEBLO QUE AMA
Dicen que
estos días de Navidad son terreno fértil para la nostalgia y en algunos casos,
la depresión. Ello, porque en estas fechas solemos reunirnos con amigos y
familia, los cuales, en muchos casos, ya no están. Mi familia, que no era muy
numerosa, se ha ido reduciendo, así como los amigos que ya no están físicamente
o están de viaje. La realidad post huracán contribuye, porque aunque yo no tuve
mayores pérdidas y recuperé el servicio eléctrico a los 40 días – un logro a la
luz (no pun intended) de aquéllos que
a más de 3 meses del huracán aún no lo tienen, o peor aún, ni siquiera tienen
casa, ver su situación no deja de afectarme. La depresión se fue apoderando de mí, como una neblina que me cubría poco a poco. Para completar,
el jueves me diagnosticaron conjuntivitis, lo cual aguó planes de encontrarme
con unas amigas. Tras varios días de encierro, ayer salí.
Un amigo
me invitó a ir a Cayey para explorar el estado en que quedó un lugar que
frecuentamos de vez en cuando: The Sand
and the Sea. Posee una vista
espectacular desde el alto de una montaña.
Sabíamos que había sufrido daños y la operación se había reducido a unas
carpas, con un menú limitado, pero no es lo mismo escuchar sobre lo ocurrido,
que verlo. En el camino se veían los árboles
destruidos al borde de la carretera, estructuras derribadas o sin techo, los
derrumbes y en muchas de las casas y pequeños negocios, nuestra monoestrellada –unas
veces más grande, otras más chica- ondeando orgullosa, como diciendo: ¡estoy de
pie!
Llegamos guiados
por los rótulos y vimos las estructuras que conocíamos en ruinas. No parecía que hubiese operación alguna,
hasta que preguntamos y nos señalaron hacia una parte más abajo del terreno, al
cual accedimos por unos escalones rudimentarios en bloques. Pudimos divisar una pequeña estructura en
madera, pintada de verde y con plataformas hechas con las paletas de madera que
se usan para cargar mercancía. Además,
dos carpas sobre la grama, con mesas improvisadas cubiertas con manteles de
hule. En la estructura de madera había
una terraza rudimentaria, con bancos improvisados desde los cuales podía apreciarse
la hermosa vista.
Atravesamos
la estructura de madera, donde unos músicos se aprestaban a colocar bocinas y
nos dirigimos hasta una de las carpas, desde donde también podíamos divisar la
imponente vista que se desplegaba ante nuestros ojos. Los míos se aguaron, no por la conjuntivitis,
sino por la emoción que me produce contemplar la hermosura de esta tierra y
cómo se viste de verde esperanza para sacudir su propia tristeza. Al poco rato nos
atendió Grosi -si, Grosi –su nombre es Grosario, una amable joven de hermosos
ojos y amplia sonrisa. Nos explicó el
menú limitado –arroz con pollo o empanada con arroz con habichuelas. Optamos por lo último. Como aperitivo un spicy crab con chips de
malanga, que acompañamos con vinito en copa de plástico, en mi caso y una
cerveza Medalla en la lata que dice, muy apropiadamente Restart.
Yo le dí Restart a mi mente y me olvidé de la
copa plástica y lo limitado del menú. Me
concentré en la vista espectacular, la brisa y la fortuna de estar en un lugar
tan hermoso. Más tarde supimos, dicho
por ella misma, que tras el huracán Grosi perdió dos empleos y que acudió al
llamado del dueño del local para ayudarlo y ayudarse a sí misma. Nos contó además, que aún no tiene luz y las
gestiones se le dificultan porque tiene a su mamá encamada. Y todo esto relatado sin angustia, sin resquemor. Al final, un, “pero aquí estamos”,
puntualizado por su franca sonrisa.
Yo estaba
sentada de espaldas a los músicos, que luego vi eran solo dos, así que cuando
comenzó la música pensé que era una grabación de Danny Rivera. Pues resulta que no, que el cantante, de
nombre Elbin –sí, Elbin-así aparece en su tarjeta –tiene una voz muy parecida a
la de nuestro afamado cantante y luego supimos que hasta cantó con él. Terminamos el sencillo almuerzo, servido en
platos desechables y nos tomamos un cordial –yo y un pitorro –mi amigo. Nos despedimos de Grosi, quien como esos
amigos que visitamos tras una larga ausencia, nos decía, “pero no se vayan
todavía”.
Al salir
hablamos con el dueño, quien nos dijo que no sólo se había destruido el
restaurante, sino también la casa y nos explicó sus planes de renovación una
vez el seguro pague, además de planes de expansión. Le hablamos de Grosi y nos dijo que era una campeona. Nos habló también de Elbin y nos mencionó que enfrenta sus propios retos. Nos despedimos,
felicitándolo por sus esfuerzos.
Pasamos
por frente a los músicos, uno de los cuales animaba a los asistentes a que
hicieran peticiones. Nos detuvimos en la
entrada y mi amigo le solicitó que interpretara Yo quiero un pueblo (Tu pueblo
es mi pueblo). Elbin dijo que era una
canción apropiada para los momentos que vivimos –indudablemente lo es. Esta canción es una que los puertorriqueños
de varias generaciones hemos coreado con emoción en algún momento de nuestras
vidas y hoy a más de tres meses del huracán, le hace brotar lágrimas al más
fuerte. Escuché las primeras líneas: Tu pueblo es mi pueblo, que sufre y trabaja;
tu pecho es mi pecho que siente y que
ama y pensé que me siento más unida que nunca a este pueblo que está
enfrentando una de sus más duras batallas con entereza, con solidaridad. Canté
el coro, con mi desafinada voz cargada de emoción y ojos vidriosos por las
lágrimas, en particular Yo quiero un
pueblo que ría y que cante; yo quiero un pueblo que baile en las calles; yo
quiero un pueblo, un pueblo que ame…
La
realidad es más increíble que la ficción, así que cuando llegué a casa vi que
una amiga me había enviado un enlace. Al
abrirlo, no podía creer que era un vídeo de Danny Rivera y Chucho Avellanet –dos
de las más hermosas voces que ha producido este país, interpretando nada más ni
nada menos que Tu pueblo es mi
pueblo. Asombro y más lágrimas –creo
que mis ojos están recibiendo un buen lavado.
Este
pueblo nuestro, salvo las excepciones usuales a la regla, se ha unido y se ha
visto en el dolor del otro. Varios
empresarios se han lanzado a ayudar a los pequeños negocios, que son esenciales
para mover la economía. De negocios como
el que visitamos ayer depende no sólo su dueño, sino también los empleados,
suplidores y la comunidad circundante para poder cubrir los gastos extraordinarios
que hemos enfrentado. Muchos, como
nosotros, vamos buscando esos lugares para ayudarles en su recuperación y en la
propia, porque experiencias como la de ayer renuevan el espíritu, que recibe
como un bálsamo el esplendor de la naturaleza y la evidencia fehaciente de que
este es un pueblo que no sólo ríe, canta y baila en las calles, sino por sobre
todo, es un pueblo que ama.
8 de
enero de 2018
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