OJITOS HAITIANOS
Ayer
coloqué más cerca de mí unos ojitos que me han acompañado hace años, desde
distintos lugares. Sin saberlo, estos ojitos debían estar allí desde la década
de 1980, cuando el gobierno de los Estados Unidos envió refugiados haitianos
desde Miami, para ser instalados –sí, como piezas, en un campamento en las
instalaciones militares de Fort Allen en Juana Díaz. Allí estaban como si fuera un campo de
concentración, cercados, alojados en casetas que eran como saunas en medio del
calor agobiante de Juana Díaz. Estaban lejos de su tierra no sólo en términos
geográficos, sino también en la distancia que nos separa cuando no hablamos el
mismo idioma.
La situación
de estos seres apiñados como reses, tratados como si fueran algo menos que
humanos trajo recuerdos de los campos de concentración nazi y fueron muchas las
voces que se alzaron en contra de este trato.
Hubo varios abogados que ofrecieron sus servicios y muchos artistas,
religiosos e intelectuales, entre ellos la voz fuerte, apasionada de Inés Mendoza
de Muñoz Marín, alzaron sus voces de protesta.
Puedo imaginar la angustia de estos seres humanos, quienes habían huido
de la dictadura de Duvalier y la miseria más abyecta, tan sólo para terminar
apresados, sin poderse comunicar y sin entender la razón de un encierro en el
infierno del calor juanadino que parecía no tener fin.
No
recuerdo cuándo Papi y yo nos encontramos con la imagen del niño que llamó
poderosamente mi atención –tal vez fue en una de las ferias de artesanía que
tanto nos gustaban. Al preguntar al
artesano, me dijo que era su representación de un niño haitiano en el Fuerte
Allen. Eso bastó para adquirir la obra,
que luego mandé a enmarcar con cuidado y Papi la exhibía en su sala. Cada vez que lo visitaba, esos ojitos me
miraban, como buscando compasión. Esos
ojitos habrían visto miseria en su país de origen, pero también habrían visto
colores brillantes, los moñitos atados con cintas de las niñas haitianas; tal
vez vieron besos y abrazos entre sus padres; calles por las que podía correr
libremente con sus pies descalzos; guisos cocinados en grandes calderos sobre
leña, que unas manos fuertes moverían, mientras sus tripas le hacían reclamos
urgentes de ser atendidas.
Para vergüenza
de muchos –los que la sintieran y los que no, esos ojitos también vieron un mar
embravecido; una yola frágil que parecía de papel; un arribo a un lugar
desconocido, con personas que hablaban un idioma distinto, frío, ataviados con
uniformes militares. Esos ojitos vieron
por primera vez un avión, que se los tragó, junto a familiares y vecinos y los
escupió en otra tierra, con otro idioma que tampoco conocía. Esa otra tierra se parecía más a la suya, con
el calor inclemente, pero no tenía posibilidad de moverse. Esos ojitos también vieron el mismo uniforme,
pero ahora ocupado por personas que se veían distintas de las primeras y muchos
hacían un esfuerzo por hacerse entender.
Esos ojitos vieron a varias personas llegar al campamento a visitar, a
hacer preguntas y vieron como muchos marchaban dando gritos a las afueras del
campamento. Esos ojitos finalmente
vieron los portones abrirse.
El cuadro
permaneció en el apartamento de Papi aún después de su muerte hace 27 años,
porque Lillian, su viuda, vivió allí hasta su muerte en octubre pasado y no
quise perturbar su entorno. Muchos
objetos de Papi quedaron allí, pero yo me sentía atada a esos ojitos y hace
unas semanas los traje conmigo.
Estuvieron en un rincón, porque no sabía cómo ubicarlos. Siempre he pensado que los objetos tienen su
lugar.
Coloqué
el cuadro en la sala y más tarde me di cuenta que sin querer, lo ubiqué en un espacio
similar al que ocupaba en la sala de Papi.
Eso me confirma que es su lugar.
Esos ojitos me acompañan ahora y saben que tienen en mi el compromiso de
no olvidar a los niños haitianos. Tan sólo
espero que los ojitos del niño que inspiró el cuadro hayan visto un hogar
amoroso, hayan leído libros para alimentar su espíritu y un paisaje benévolo. Benediksyon.
15 de
marzo de 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario