EL ALMA EN UNAS
BOYITAS
Quien me
conoce bien sabe que para mí, un plato de comida es mucho más que simplemente
algo que se ingiere para alimentar el cuerpo o saciar el hambre. Hay quien come casi cualquier cosa, sin
apenas saborear los ingredientes o los que se convencen de que algo es muy
bueno, aunque sepa a regiones infernales, porque es “saludable”. Tengo una amiga que intentó convencerme de
que unas galletas de esas que venden en lugares de comida “saludable” era como
comer Oreos. Sí, Pepe. También están los
que comen por obligación, porque es necesario para vivir, pero no derivan
placer de hacerlo. Lo cierto es que a mí
me encanta comer y comer bien. Además,
me fascina ofrecer platos a personas que quiero mucho. Hay algo muy sabio en denominar ciertos platos
como comfort food. Servirle un plato
de esos a alguien desanimado es como consolarle, pasarle la mano por la espalda
y decirle, ba, ba, no te apures; todo va a estar bien.
Creo que
a quienes nos gusta cocinar dejamos algo de nuestra alma en esos platos y los
que los ingieren, llevan a su interior algo de nuestra esencia. Hace unos días fui a Orujo, un restaurante
que descubrí en las redes sociales y fui testigo del esmero que el chef ponía
en cada plato. Es una experiencia
distinta, que permite saborear una sucesión de pequeñas entregas novedosas –
cosas que ni pensé se confeccionaban de ese modo, como pan de remolacha, por
ejemplo o una reinterpretación de un sancocho o un filete con calabaza asada. Por momentos, ví al chef acercarse a las
creaciones alineadas para servir y me enterneció ver cómo le colocaba una
ramita de alguna yerba o añadía un toque especial. Este hombre estaba poniendo un pedacito de su
alma en esos platos.
Ayer vi
una entrada que publicó el Chef Edgardo
Noel en su página, en la que anunciaba que prepararía asopao de gandules y
preguntaba a sus seguidores si decían bolitas o bollitas de plátano al
equivalente nuestro de unos gnocchis italianos
o unos dumplings americanos que se añaden
a ese plato. En mi casa siempre escuché
a mi mamá llamarle bollitas, así que me acostumbré a decirles así. Es interesante leer como alguna gente afirma
con insistencia que se dice de una forma u otra, pero hubo una mujer que dijo
que su abuela les decía boyitas – es decir boya pequeña y explicó que les llamaba
así porque flotan. Hacía tiempo que algo
no me hacía tanto sentido.
Me enganché
tanto en esto de las bollitas, bolitas o boyitas de plátano, que hoy acudí al
supermercado para comprar los ingredientes y hacer el asopao con boyitas –porque
adopté la palabra. Me prepare el sopón –para
mí es asopao si lleva arroz, pero eso es otra investigación que no he
iniciado. Es un proceso que demora unas
dos horas, porque hay que poner a ablandar la carne, luego guisar añadiendo los
gandules y finalmente, rallar los plátanos para hacer las bolitas que se echan
una a una en esa olla burbujeante –plop, plop.
Cuando el sopón estuvo listo, aspiré el aroma y probé una cucharada –estaba
perfecto. Me senté a disfrutarlo, aparté
una porción para una vecina y me di a la tarea de buscar en mis libros de cocina
para ver si abordaban el misterio bollístico.
No
encontré nada en el Cocinero Puertorriqueño de 1859, pero en el libro que
pertenecía a mi mamá, publicado en el 1950, de Cabanillas, Ginorio y Mercado, encontré
que se les llamaba bollitos a las bolitas que se formaban con el plátano
rallado, presumo que para asemejarlas a pequeños bollos de pan. Ahora tengo cuatro versiones: bollitas,
bolitas, boyitas y bollitos. Lo cierto
es que no importa cómo les llame, el caso es que saben riquísimas. Me inclino por la forma que conozco desde
siempre, pero ahora las veré escritas de forma distinta para asociarlas con su
cualidad flotante.
Mientras
me hallaba en el proceso de preparar el sopón, vi algo en las redes de una
artesana a quien le he adquirido unas piezas.
Su taller se llama Mosaicos del Alma y ciertamente puedo ver que ella
pone el alma en cada pieza que realiza. La
primera vez que adquirí una pieza lo hice para un regalo. Luego he comprado otras y la más reciente la compré
para mí. Contiene un fragmento del poema
Boricua en la luna de Juan Antonio Corretjer y me hizo mucho sentido tras los
procesos vividos después del huracán María,
donde Puerto Rico mostró su lado resiliente y su alma noble, presta a dar la
mano a otros. Al ver el vídeo que colocó
en las redes, pensé en el amor con que ella habla de sus piezas y la forma en
que las empaca para hacerlas llegar a los puertorriqueños de la diáspora, para
quienes esas piezas representan tener consigo un pedacito de la patria
distante.
Poner el
alma en lo que se crea –sea alimentos, cerámica, mosaicos, música, pintura o
cualquier forma de arte, hace la gran diferencia. Hay un intercambio entre la
persona que crea y quien lo recibe.
Ambas terminan transformadas luego de esa experiencia. Namasté.
24 de
julio de 2020