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Este blog tiene el propósito de compartir mis ideas que estoy segura son las de muchos. Escribo sobre lo que me enternece, lo que me intriga, lo que me indigna o lo que me divierte. No me impongo fechas límite -escribo cuando quiero. El lector también puede elegir -hay relatos mas extensos, otros mas cortos. Entre cuando quiera. Vivo orgullosa de quien soy, de donde vengo y hacia donde voy, aunque no sepa como llegar... La imagen que lo acompaña es El Laberinto, de la serie Mandalas de Procesos, de Thalía Cuadrado, psicóloga clínica y artista, que me honra con su amistad. Me pareció apropiado para acompañar este blog sin dirección, porque son muchas las veces que me he sentido en un laberinto. Afortunadamente, siempre salgo…

domingo, 29 de marzo de 2020

Ciudadanos








CIUDADANOS DEL MUNDO

Dedicado a mis profesoras de idioma Ruth Q.E.P.D. y Glenda

Durante esta cuarentena que entra en su tercera semana he tenido mucho tiempo para reflexionar sobre la condición humana en general y la mía en particular.  He comentado en varias ocasiones que justo cuando debía sentirme más sola, es cuando más acompañada me he sentido, gracias a la tecnología.  Es impresionante ver la cantidad de artistas que se han encargado de entretenernos a través de las redes sociales y hacernos sentir que todos somos parte de la misma familia.  Además de eso, siento la necesidad de llamar amistades y familia para asegurarme de que están bien.  Veo con alegría cómo la creatividad se ha puesto en función del bien común: algunas compañías han transformado sus operaciones regulares para hacer batas y mascarillas para suplir hospitales; una compañía que produce ron decidió producir alcohol y desinfectante de manos; muchos restaurantes siguen produciendo comida para que la gente pueda llevar comida preparada a sus casas en lugar de consumirlas en el local.

Esta actividad novedosa no se da solamente en el sector comercial – muchas personas se ofrecen para hacer gestiones para aquéllos que están enfermos; otros ofrecen clases de baile, de yoga, de cocina, para transmitir sus conocimientos en beneficio de los demás.  No faltan los memes ingeniosos sobre las circunstancias de cada cual en este encierro, que nos proporciona eso que la revista Reader’s Digest  llamaba el remedio infalible: la risa.  De hecho, recuerdo que cuando mi papá  convalecía de su cáncer terminal su psiquiatra, especialista en estos casos, le recomendó ver programas de comedia.  Esto proporciona un balance, ya que si bien es cierto que debemos mantenernos informados y hay noticias que nos producen mucho coraje –casi siempre vinculadas al Presidente Trump, no es menos cierto que la vida se compone de elementos trágicos o que provocan angustia y otros plenos de alegría.

Una de las actividades que más alegría me produce es viajar.  He admirado paisajes en lugares tan distantes como Japón y tan cercanos como esta nuestra preciosa isla.  Aparte de mi isla, por alguna razón me he sentido poderosamente atraída hacia Italia, que resulta ser el país que con más frecuencia he visitado. Creo que es una combinación de la belleza natural y de sus edificaciones; de la comida, el vino, la música, el idioma que se hace entender y la similitud del carácter con el de los puertorriqueños.  Sobre esto último, me resultó muy ilustrativa la experiencia en un viaje a Suiza, un país que es, si se puede decir así, demasiado bello.  Todo está en su lugar –hasta las flores parecen crecer de forma ordenada; las colinas semejan céspedes que atiende un jardinero y podría jurar que las vacas pastan con disciplina. Ni hablar del idioma alemán –tan gutural que un buenos días parece un regaño.  Pese al disfrute del viaje, una vez cruzamos frontera con Italia respiré aliviada –me sentía como en casa y supe que mi vida necesita un cierto nivel de caos.

Ese cierto nivel de caos puede encontrarse en Italia –a veces más del que necesito, como en Roma, por ejemplo.  Mi personalidad se siente mejor en ciudades más tranquilas, como Sorrento e incluso Venecia cuando anochece y los miles de turistas de crucero se van y sus calles permanecen tranquilas. Para insertarme aún más en la cultura italiana, decidí tomar un curso de italiano hace dos años.  Creo firmemente que conocer otros idiomas abre una ventana al pensamiento de otra cultura. Aprendí inglés desde muy niña y el conocimiento de ese idioma me ha permitido conocer sutilezas del lenguaje que escapan al conocimiento básico y puramente necesario del mundo laboral.  Conocer ese idioma me ha permitido leer gran literatura, así como poder sostener conversaciones profesionales y personales con angloparlantes que no han podido –o no han querido- aprender otro idioma.

Cuando ingresé a la facultad de Humanidades de la UPR decidí tomar cursos de francés como electivos con una extraordinaria profesora: Ruth Hernández, Q.E.P.D. Ella nos transmitió el entusiasmo por esta bellísima lengua –nos enseñó canciones y hacía énfasis en una dicción correcta.  En francés, una mala pronunciación puede significar que digamos “un peíto”, en lugar de “un poco”.  En aquél momento logré bastante conocimiento del idioma, pero al no practicarlo, lo fui olvidando. Cuando decidí viajar a Francia, tomé un curso corto para refrescar conocimientos.  El resultado evidenció el excelente trabajo de mi profesora.  Pude comunicarme en francés todo el tiempo y contrario a la impresión que muchos tienen de los parisinos, a mí me trataron como a una reina, porque apreciaron el esfuerzo que hacía por comunicarme.  Estoy segura que cometí algunos errores, pero jamás dije “peíto” en francés.

Mi intento de aprender japonés previo al viaje a Japón no corrió la misma suerte que mis lecciones de francés.  Para empezar, ya no era tan joven.  Dicen que aprender un idioma en la juventud es mucho más fácil. Para complicar más el asunto, la gran mayoría de los alumnos eran menores de 20 años y hasta había una niña que sabía contar hasta 10 en japonés desde el primer día.  El idioma es sumamente difícil, porque las palabras no se parecen en nada a lo que yo conozco y la escritura es totalmente incomprensible.  A modo de ejemplo, uno, dos, tres es ichi, ni, san. Terminé el curso a empujones y salvo decir arigato, sayonara y una que otra cosita, no pude hablar japonés durante el viaje. No obstante, disfruté la experiencia inmensamente porque estuve abierta a tener experiencias distintas, incluyendo dormir en un futón en el piso, participar de la ceremonia del té y comer pescado y algas en el desayuno.

Pese a mi decepción con las lecciones de japonés, me lancé a tomar el curso básico de italiano, pensando que resultaría más sencillo debido a que al menos puedo reconocer algunas palabras. No me equivoqué.  Además, tuve la fortuna de tener una maestra excelente: Glenda García, quien exhibe el mismo entusiasmo por el idioma que tenía mi profesora de francés.  Con tan sólo un curso básico, pude desenvolverme de forma aceptable en mi viaje por la región Toscana, aunque hubo muchos momentos que mi limitado vocabulario no me permitía sostener una conversación completa.  Np obstante, los italianos estaban sorprendidos de que yo hablara algo de su idioma, particularmente porque andaba con un grupo de angloparlantes que no hablaban nada de italiano.  Como dice el dicho, “en país de ciegos, el tuerto es rey”.

En estos días de cuarentena y dada la crisis de salud generada por el coronavirus, he estado leyendo la versión digital del periódico italiano La Republica, debido el impacto que ha tenido el virus en este país que tanto amo.  También accedo a los vídeos que me permiten escuchar lo que está sucediendo día a día en Italia, en su idioma.  El viernes vi la transmisión de la bendición Urbi et Orbi de Papa Francisco desde Roma y me esforzaba por escuchar directamente sus palabras que se confundían con la traducción simultánea al español.  Más tarde, busqué el texto, para leerlo con calma.

Yo no sé exactamente cuál es el origen de mi identificación con Italia, que nace mucho antes de que tomara el curso de italiano  -probablemente mucho antes de mi primer viaje allá  y siguió creciendo con cada viaje, aparte de los intercambios con mi amigo Mario, ya fallecido y mi fascinación con Pavarotti.  Se ha afianzado aún más ahora que puedo entender –con limitaciones, por supuesto- mucho de lo que leo o escucho.  Tan sólo sé que con el curso que tomé con Glenda se abrió una ventana al alma italiana, por la que me asomo para comprender aún más su espíritu, que es –después de todo, el nuestro.

En estos tiempos de “distanciamiento social”, me siento más cercana que antes a otros seres humanos en general y en particular, a los italianos. Comprendo ahora que todos los seres humanos -no importa el idioma ni la distancia- estamos unidos por el deseo de alcanzar la felicidad plena de sentirnos amados, apoyados y comprendidos.  El coronavirus nos ha hecho reconocer que somos parte de un todo y está -literalmente- en nuestras manos lograr sobrevivir como ciudadanos del mundo.

29 de marzo de 2020



miércoles, 25 de marzo de 2020

Torrejas








TORREJAS SOLIDARIAS

Esto de la cuarentena por el coronavirus me ha revolcado la creatividad y el sentido de comunidad.  Es curioso –cuando más aislada estoy por el protocolo de distanciamiento social impuesto, es cuando más conectada me siento no sólo a los amigos, vecinos y familia, sino también a personas que ni siquiera conozco de otros países. La tragedia de la situación en Italia me estruja el corazón al evocar sus paisajes y ciudades que recorrí en mis viajes.  El hecho de haber tomado un curso básico de italiano me hizo sentir aún más conectada y cuando supe de la muerte de la turista italiana que desembarcó aquí del crucero Costa Luminosa el 8 de marzo,  me entristecí como si la hubiera conocido y varias veces pienso en su viudo, deseando que pueda reponerse de este duro golpe.

Los vínculos se dan hasta de forma totalmente orgánica, como dirían ahora.  Estaba leyendo una novela que se desarrolla en España y resulta que hace mención de una tienda de dulces que existe aún hoy día –lo sé porque mi Buddy me trajo una cajita de dulces de allí, luego de su viaje más reciente. La semana pasada hice tortilla española y recordé la última vez que una de las compañeras del grupo de voluntarias, quien tuvo una trágica muerte, llevó su versión para compartir.  Hace unos días, previo al encierro, unos amigos me regalaron una botella de vino que resultó un poco más dulce de lo que prefiero para tomar, por lo que se me ocurrió utilizarlo para hacer torrejas gallegas –un postre español que he hecho una que otra vez  y no me cabe duda que toda esta inspiración española está de algún modo ligada a la triste situación que también se vive en España con el coronavirus.

Decidí que prepararía las torrejas y las compartiría con mis vecinos, repartiendo las raciones de forma tal que respetara el distanciamiento social –que en este caso es un contrasentido, porque insisto, es cuando más cercana me he sentido a los vecinos. La receta de las torrejas aparece en el libro de cocina que perteneció a mi mamá y está bastante maltratadito, cosa que evidencia que se usa.  Es como lo que yo les decía a los supervisores cuando les insistía en que usaran los reglamentos.  El libro tiene que verse como que se ha usado, que hay gente que ni sabe dónde lo ha puesto.  Pues el libro de mi mamá está maltrecho – se le salen las páginas y muchas de ellas tienen manchas de huevo, de mantequilla, de salsa de tomate y de no sé que otros ingredientes que tanto ella como yo hemos mezclado para nuestro disfrute  y el de otr@s.



Esta mañana busqué el libro para refrescar mi memoria en cuanto a las proporciones, pero creo que ya podría hacer la receta a “ojímetro”.  De hecho ya de por sí le he hecho ajustes al reducir la cantidad de azúcar que añado y agregar una cascarita de limón al almíbar. Mientras la preparaba, recordaba dónde habría yo comido este postre por primera vez y es posible que haya sido en el restaurante Valencia original, que no recuerdo dónde estaba e incluso, ya no existe ni el que se abrió luego en la Ave. Muñoz Rivera.  En muchos restaurantes españoles, aún hoy día, traen un carrito con los postres y casi siempre las torrejas son una opción.  Curiosamente no suelo ordenarlas, pero de vez en cuando, me gusta hacerlas en casa.

Luego de preparar mi inspiración de hoy, quise saber de dónde provenía este postre y recurrí a lo que algunos llaman el tío Google.  Encontré una página española –hombre, faltaba más- que relata el origen romano de lo que allá para el siglo IV o V se preparaba de forma más sencilla: pan con leche que se cocía al horno y luego se bañaba en miel.  Más tarde se comenzó a hacer con vino, porque era más fácil de obtener y no se echaba a perder.  Para los siglos XV y XVI ya se pensaba que las torrejas eran excelente alimento para las mujeres recién paridas, por la creencia de que la leche en las torrejas estimulaban la producción de leche materna y los huevos y miel le ayudaban en su recuperación, por lo que en Galicia se les llamó torradas de parida.

Mientras leía todo esto recordé que ayer me enteré del nacimiento del niño de la hija de mi amigo Ramón, así que pienso que debo hacer un regalo de torrejas para la reciente madre.  Pensé que todo se va entrelazando y se me ocurrió buscar mi ejemplar de una nueva edición del primer libro que se conoce de la cocina puertorriqueña: El cocinero puertorriqueño, de 1859.  Busqué la receta de torrejas y allí estaba, aunque esta versión no lleva leche, ni huevo.  Pero ahí está la evidencia inequívoca de que estamos conectados con una tradición milenaria.  Yo estoy conectada con todas las personas que en algún momento confeccionaron torrejas, como estoy conectada con toda persona que transitó por Italia, como con los más cercanos en mi entorno que son mis vecinos, con quienes comparto estas torrejas y mi Buddy, quien vino a recoger su ración.

Buen provecho.

25 de marzo de 2020

sábado, 21 de marzo de 2020

RÉQUIEM










RÉQUIEM POR UNA TURISTA

En la vida todo es ir
A lo que el tiempo deshace
Sabe el hombre donde nace
Y no dónde va a morir
Juan Antonio Corretjer

El Diccionario de la Real Academia Española define turismo, en su primera acepción como el hecho de viajar por placer; es decir, que no se hace por obligación, sino porque es algo que nace de un deseo muy personal.  Muy personal también es lo que  a cada ser humano le proporciona placer en un viaje.  Hay quienes viajan para un mero jangueo – una actividad de enajenación total, que suele acompañarse de beber en exceso.  En esa actividad han estado algunos irresponsables que en tiempos del coronavirus llegaron en masa a playas de la Florida, para celebrar el spring break tradicional de las universidades norteamericanas.  Y no son los jóvenes nada más los que andan en actitud de jangueo, que hay muchos hombres de la mediana edad que se van a disfrutar de playas de la República Dominicana, por ejemplo, en plan de presumir -según muestran en sus fotos con sus panzas rebosantes- que se paseaban con una chica joven en bikini.

Hay turistas que van a comprar, para acumular más cachivaches y traerles a conocidos llaveros de regalo que no tienen ningún sentido para quien los recibe, porque no tienen ni idea de lo que el guindalejo significa.  Hay quienes viajan para escapar de su triste realidad.  Por unos días, se liberan de un trabajo que aunque les provee buenos ingresos, detestan.  Los hay también que viajan para presumir que fueron al último destino de moda, por aquello de no quedarse atrás en su círculo social.  Hay otros que viajan por una especie de peregrinación religiosa, o porque quieren ver museos, paisajes, asistir a conciertos, conocer otras culturas, en fin, que hay muchas razones por las cuales una persona aborda un avión o crucero como turista.

A través de mi vida he hecho turismo –dentro y fuera de mi país.  Me fascina ver paisajes hermosos, probar comidas distintas, apreciar edificios, ciudades- se parezcan o no a lo que conozco.  Viajar me ha brindado la oportunidad de conocer costumbres distintas y de ampliar mi cultura.  He sido turista en varias ocasiones y en todas, he regresado a casa con el disfrute de haber aprendido algo nuevo; de tener experiencias totalmente distintas a las que tengo en mi pequeña islita.  Pese al gozo de esas experiencias, hay un gozo muy especial en regresar a casa.  Son muchas las veces que cuando el avión se aproxima y diviso  la isla desde el cielo, se me aguan los ojos e incluso, últimamente hasta aplaudo –cosa que antes tildaba de una jibarería, pero que a fin de cuentas es algo tan nuestro que me sale del alma.

 Y por supuesto, a nuestra isla llegaban –hasta la aparición del coronavirus-  turistas en busca de nuestras playas o del Yunque.  Muchos de ellos llegaban en cruceros –esas enormes moles de acero con varios pisos en las que se desplazan miles de personas, por alguna de las razones que puedan tener para viajar por mar a diversos destinos.  Yo no soy muy fanática de los cruceros, sobre todo esos con múltiples pisos.  Si el barco es muy grande -con mi falta de sentido de dirección- con suerte logro llegar al comedor sin perderme, seguramente cuando ya es tiempo de regresar.

El 8 de marzo llegó a San Juan un crucero llamado Costa Luminosa.  Presumo que lo de Costa es por la línea de cruceros italiana de ese nombre, pero resulta casi poético que sea una costa luminosa, como debe verse la bahía de San Juan al anochecer –una costa luminosa –con la luz de las farolas ambarinas del Viejo San Juan y quizás la silueta del Morro a distancia.  Tal vez esa fue la imagen que tuvieron los turistas a bordo del barco cuando salieron del muelle esa noche, sin al menos dos de sus turistas que se convirtieron en famosos para nosotros, sin saberlo.  Una de esas turistas era italiana y estaba enferma.  No está claro si al descender del barco en compañía de su esposo para abordar una ambulancia ya se sospechaba que podía haber contraído el coronavirus.

Poco a poco fuimos sabiendo más detalles, aunque hay aspectos que aún no están claros.  Hubo personas que criticaron fuertemente que se le permitiera desembarcar para recibir atención médica, en un acto de falta de caridad.  Tras varios días hospitalizada, la turista falleció.  Yo no sé quién era esta mujer, ni qué la motivó a tomar ese crucero.  Tampoco sé si le hacía ilusión ver el Yunque, pasearse por las calles del Viejo San Juan,  comerse una mallorca en La Bombonera o ver El Morro.  Lo que sé es que esa turista pude haber sido yo en un viaje para cualquier ciudad portuaria de Italia –un país que amo por su belleza, por su alegría, por su comida espectacular, por su música, por ser cuna de Pavarotti y de mi amigo Mario, ambos ya fallecidos.

Espero que esta mujer haya podido recibir un trato digno y amoroso en nuestra tierra.  Espero que haya escuchado voces dulces de parte de las personas que le proporcionaban su tratamiento. Espero que su esposo reciba consuelo y que este duro trance se le haga lo más liviano posible.  Alzo una oración por esta mujer que no conozco, quien tan triste final ha tenido a lo que tal vez fue un viaje de ilusión.  Buon viaggio verso un‘altra costa luminosa.

21 de marzo de 2020

martes, 10 de marzo de 2020

Virus







EL VIRUS MÁS PELIGROSO

Como si no tuviéramos suficientes calamidades a nuestro alrededor, ahora andamos en alerta por el coronavirus, cuando aún tenemos gente en el área sur refugiados en carpas tras los terremotos de enero y gente bajo techos azules tras los huracanes de hace más de dos años.  Los terremotos nos provocaron un alto  nivel de ansiedad, producto de la incertidumbre –no sabemos cuándo puede ocurrir uno.  Tomamos las medidas necesarias para establecer plan de escape, preparamos mochilas de emergencia, pero a fin de cuentas, el terremoto nos puede sorprender en un lugar donde no tenemos acceso a la mochila.  Además, hay medidas que francamente, resultan poco prácticas, como tener agua para varios días.  ¿Quién puede cargar con una mochila con todo ese peso? 

Con el coronavirus se ha desatado un tsunami de información que requiere un análisis ponderado y desapasionado.  No todo lo que se publica en las redes sociales es verdad y mucha de la información tiene la misma validez que el billete premiado de la lotería que le ofrece un desconocido a la salida del banco.  Se hacen recomendaciones de desinfectar las superficies y lavar las manos –que es algo totalmente legítimo- y la gente acude en estampida a comprar desinfectantes.  Ayer decidí comprar más desinfectante de manos, porque suelo comprar tamaños pequeños –de 8 onzas para la casa y 2 onzas para la cartera y el uso intenso, combinado con la poca disponibilidad en farmacias y supermercados, me motivó a comprar uno más.

Llegué a la farmacia y estaban colocando frascos de 28 onzas, con un límite de 2 por cliente. Eso es más de lo que yo necesito, pero decidí comprar un frasco y rellenar cuando se terminen los que tengo.  Tuve complicaciones para abrir el frasco cuando quise rellenar uno de los envases, así que unas 4 horas más tarde decidí regresar a la farmacia para que me ayudaran a abrirlo o reemplazarlo si no se podía abrir.  Ya no quedaba ni rastro de que allí hubiese habido desinfectante en gel o una minúscula toallita limpiadora con alcohol.  Afortunadamente, tras varios intentos, la empleada logró abrir el frasco.  De todos modos, si no hubiese podido, todavía tengo abastos para unos días y confiaba  que podía resolver.

Estoy segura que se generó una histeria colectiva similar a la que se genera con los abastos de agua cuando anuncian huracán. Much@s compran más de lo necesario, privando a otr@s de tener acceso  a los artículos de primera necesidad y olvidan que tanto el agua como estos productos desinfectantes tienen fecha de expiración.  Acapararlos no necesariamente nos brindará protección.  Tener un frasco no ofrece protección alguna si no se usa su contenido.  Y ni hablar de la búsqueda desesperada por las mascarillas que la mayoría de los médicos han dicho no ofrecen protección verdadera a la persona que no está enferma.  Las mascarillas regulares están diseñadas para que la persona enferma no contagie a los demás, no al revés.  Las más sofisticadas son para uso de profesionales de la salud que están o pueden estar en contacto con personas enfermas.

Las mascarillas que tengo las adquirí hace tiempo para usarlas cuando voy a hacer uno de esos ejercicios de limpieza extrema y voy a estar expuesta al polvo.  No se me ocurriría usarlas en este tiempo.  Aparte de eso, las mascarillas con el propósito de proteger de enfermedades tienen que usarse una sola vez.  ¿Cuántas mascarillas tendría que tener una persona que salga a trabajar todos los días e incluso la remueva al llegar a un lugar para digamos, ingerir alimentos?  La irracionalidad se ha regado con mayor rapidez que el virus mismo.

La desconfianza en el gobierno ha contribuido grandemente a la epidemia de irracionalidad, probablemente porque este gobierno es el epítome de la irracionalidad.  El secretario de Salud baila al son de la inconsistencia y cuando habla parece que quisiera imitar a Cantinflas.  La gobernadora utiliza un lenguaje pausado, da la apariencia de ser coherente, pero baila el mismo baile.  En medio de todo esto, tenemos que activar, como diría el Chapulín Colorado, las antenitas de vinilo para poder discernir lo que es veraz de lo que no.  Si bien es cierto que no podemos confiar ciegamente en lo que se dice, no es menos cierto que tiene que haber un grado de confianza cuando se corroboran datos y una ética personal de corroborar información que no parece confiable antes de esparcirla de forma viral  a través de las redes.

El caso de Alexa es un excelente ejemplo de información no corroborada que pudo haber desatado la ira ciega en mentes desajustadas que terminaron con la vida de este ser humano.  Del mismo modo, hay quienes han diseminado información sobre alegadas conspiraciones de gobiernos, farmacéuticas o todas las anteriores para producir los virus y propiciar la fabricación de vacunas. No puedo afirmar que esto sea falso, pero tampoco puedo afirmar que sea verdad.  No podemos andar por ahí con la paranoia de que ciertos sectores conspiran contra nosotros.

El miedo a contagiarnos con un virus que se ha diseminado con rapidez por todo el mundo, nos impide analizar detenidamente lo que está aceptado por la comunidad científica global: es un virus que se propaga por entrar en contacto con superficies o directamente con las gotas tras la tos o estornudo de una persona contagiada. Las personas de sobre 60 años, así como personas con problemas respiratorios  e inmunocomprometidas son las que están en mayor riesgo, que no significa que van a morir –significa que deben tomar todas las precauciones posibles.  Las grandes concentraciones de personas nos exponen a que haya entre el grupo personas enfermas, así que por eso algunos países han suspendido actividades multitudinarias. Ya el gobierno de E.U. recomendó a personas de los sectores más vulnerables que suspendan los viajes en crucero, ya que los mismos concentran una gran cantidad de personas en un lugar, por varios días.

El asunto del crucero que atracó en San Juan el domingo debe ser utilizado como modelo para analizar lo que se debe y lo que no se debe hacer en estos casos.  Según la costumbre de esta administración, las versiones tras saberse que una pasajera italiana con síntomas sospechosos fue transportada en ambulancia hacia el Hospital Presbiteriano varían ligeramente.  No está claro si cuando la directora de Turismo abordó el barco para darle la bienvenida por ser la primera visita a Puerto Rico, sabía de la presencia de la mujer enferma.  Según explicaciones que brindó después, ella no sabía ese hecho, ni tampoco el personal del barco antes de atracar, porque la pasajera acudió a la enfermería del buque después de su llegada a San Juan. 

Si le damos el beneficio de la duda a esta versión, debemos entonces analizar el coro de voces que han criticado el traslado de la paciente a un hospital local.  ¿Dejaríamos un barco a la deriva si hay un@ paciente en riesgo de morir?  ¿No se supone que los hospitales están preparados para atender casos de posible contagio? Si su hijo/madre/amantísimo esposo estuviera en peligro de morir por no recibir atención en una institución hospitalaria, ¿aceptaría la decisión en aras del “bien común”?

Como corolario a la saga del crucero, hay personas contagiadas con el virus de la histeria, como un caso que aparece reseñado hoy en el periódico, preocupándose porque un familiar está hospitalizado en el hospital donde atienden la turista italiana, en un cuarto localizado en el mismo piso. Y a  la gente se le olvida que el protocolo establece que esos pacientes se internan en cuartos de aislamiento con “presión negativa”, es decir que impide que el aire se extienda a otras áreas y debemos presumir que el personal está debidamente adiestrado y toma todas las debidas  precauciones.  Resulta ridículo que se establezca todo este protocolo y se establezcan estos cuartos de aislamiento, si luego no se van a usar cuando sea necesario.

Esta misma persona que dice ser enfermera y está preocupada por la presencia de esta turista italiana en el hospital donde está recluida su madre hace 23 días, dice que piensa llevar a su madre a West Palm Beach en Florida, porque dice se siente más segura.  Es que no podía creer lo que leía en la página 5 del Nuevo Día de hoy martes.  ¿En serio esta enfermera piensa trasladar a su madre cuando esté en mejor condición en un avión, para lo cual primero tendrá que llegar al aeropuerto a través del cual circulan miles de personas, montarla en el espacio cerrado de la nave con cien o más desconocidos, para trasladarla a un lugar donde ya hay un caso confirmado del virus?

Estamos siendo atacados por un virus peor que el coronavirus: el miedo, que nos lleva a actuar de forma irracional y hasta discriminatoria contra personas de otra nacionalidad.  Por favor, no quiero chistes sobre chino, italianos o surcoreanos.  Debemos inmunizarnos  contra el prejuicio con la vacuna del discernimiento, que parece que escasea.  Si tanto miedo tiene, asegúrese de tener abastos en su casa por los próximos 30 días por lo menos; no salga ni reciba gente; no reciba cartas ni paquetes sin antes desinfectarlos y Dios le proteja para que no se resbale en su desinfectada bañera, se rompa la crisma y ahí quede –muert@, pero sin virus.

10 de marzo de 2020


miércoles, 4 de marzo de 2020

Contentura









CONTENTURA

Si mi memoria no me falla, Héctor Rivera Cruz utilizó el vocablo contentura cuando fue designado Secretario de Justicia y fue criticado por algunos.  Me parece muy apropiado para describir esos momentos en que no sentimos felices, contentos, gozosos y cualquier otra forma de describir un momento en el que nos sabemos afortunados al poder disfrutar determinadas experiencias.   Se supone que el verdadero gozo debe provenir de nuestro interior, independientemente de las circunstancias externas, pero yo todavía no he alcanzado el grado de iluminación que me permitiría sentirme gozosa en medio de una circunstancia dolorosa.

Tengo un recuerdo de mi rompimiento con un hombre que fue mi pareja durante casi un año y con quien afortunadamente hoy conservo lazos de amistad.  Al momento del rompimiento, hace como 10 años, yo asistía a la Iglesia Unity.  Quedó grabado en mi mente el instante en que cantábamos un himno precisamente sobre el gozo y yo cantaba –bueno, intentaba cantar, mientras las lágrimas bajaban por mis mejillas.  En ese momento no me sentía nada gozosa, como en muchas ocasiones.

El domingo pasado disfruté de un excelente concierto de Pro Arte Lírico en compañía de mi amiga Elena junto a  su esposo Tomás y luego fuimos a cenar.  Sentados a la mesa, surgió el tema de lo que significa estar contento o contenta, tema que abordé en uno de mis escritos tras las desafortunadas palabras de la gobernadora en torno al hecho de que los refugiados tras el terremoto estuviesen contentos.  No dudo de que hubiese en ellos una satisfacción con el hecho de que se atendieran sus necesidades inmediatas, pero contentos, lo que se dice contentos es algo demasiado abarcador para personas que en este momento viven en una total incertidumbre, lo cual dificulta mucho la toma de conciencia de ese gozo interno al que todos debemos aspirar.

Creo que cada uno de nosotros  ha experimentado momentos de profundo gozo, así como de profunda angustia y en ambos casos,  no hay conciencia de que ese momento no perdura.  Todo pasa, pero lo importante es tener el convencimiento de que, independientemente de las circunstancias externas, hemos recibido bendiciones a lo largo de nuestras vidas.  En este pasado fin de semana y aún todavía, puedo decir sin ambages que me siento contenta, como resultado de experiencias que comenzaron el pasado viernes. Ese día recibí en casa a mi prima Socorrito para disfrutar de unos garbanzos con patitas que tanto ella como yo disfrutamos a plenitud, todo acompañado primero con un vinito blanco que ella trajo, con un nombre que nos hizo gracia: Blanquito y luego con un tinto de Rioja que le iba de maravilla a las untuosas patitas.

El plato principal estaba acompañado de tostones en dos versiones: de plátano, producto de la cosecha de mi amiga Wilma y de pana de un regalo que me hizo otra amiga –Matildita.  Como bendición adicional, esos tostones ya estaban cortados y fritos la primera vez, lo que es una gran ventaja, ya que mondar una pana no es una tarea muy divertida que digamos.  Como elemento menor, pero no por ello menos importante, Socorrito aportó un pan exquisito, producto de una panadería que ella conoce.  Pocas sensaciones son tan sublimes en lo simple como el olor del pan recién horneado, la textura de ese pan calientito que se siente crujiente por fuera y blando por dentro, mientras contemplamos como se derrite la mantequilla que esparcimos sobre una o más tajadas.  Finalmente, ese primer bocado que es una fiesta de sabor, texturas y sonidos, confirma que una humilde hogaza de pan es una de las mayores bendiciones que podemos disfrutar.

El sábado fui con mi amiga Wilma al Fiestón Cultutal del Instituto de Cultura en el Viejo San Juan, el cual había sido pospuesto en un acto sin sentido durante las Fiestas de la Calle San Sebastián dizque porque dado los terremotos su celebración podía presentar riesgos de seguridad, como si la tierra  hubiese dejado de temblar e ignorando que después de todo, un terremoto puede ocurrir en cualquier momento y no por ello ponemos la vida en suspenso.  Bueno, pero eso es otro tema.  El punto es que soy fanática de las artesanías y además, tenía pendiente comprar el regalo de cumpleaños de mi amiga Elena, que sería al día siguiente.

La cantidad y calidad de artesanías disponible era impresionante.  Había muchos objetos que me hubiese gustado adquirir, pero la realidad es que ya no me queda mucho espacio.  Compré un collar con motivo africano,  una pequeña y rústica talla de un barquito para mí. 
Para Elena, un collar de tela con tres círculos florales  a los que luego les atribuí un simbolismo.  Cuando estábamos a punto de irnos, Wilma me avisó de una artesana que trabajaba pañuelos que transformaba en turbantes y se me activó la herencia africana.  No me pude resistir y adquirí mi turbante, el cual lucí por las calles del Viejo San Juan, que es otra bendición.  Cualquier persona que haya pisado sus adoquines, disfrutado del colorido de sus casas, contemplado la silueta de La Rogativa y presenciado el espectáculo del cielo límpido y el océano que sale a su encuentro en los terrenos del Morro, puede sentirse bendecida.


Ayer fue mi cumpleaños y la ocasión me brindó nuevamente la oportunidad de hacer inventario de mis bendiciones.  Para empezar, está el hecho  de disfrutar de buena salud, que es más de lo que mucha gente puede decir.  Tener los padres que tuve es una bendición en sí misma.  Además, el recibo de felicitaciones de muchas amistades me confirma que no estoy sola; que estoy rodeada de amor, aunque no siempre lo perciba.  Soy afortunada al tener amigas que conozco desde la infancia y añadir otras, como las adquiridas a través de mi voluntariado en la Fundación Luis Muñoz Marín. Aún los que ya no están físicamente, son una bendición y su recuerdo siempre trae una sonrisa a mis labios.

En la noche, tuve una celebración con mi amiga Thalía y otro amigo, Efraín, que cumplió años el día anterior.  Fuimos al restaurante italiano del que fue socio de un amigo que ya no está físicamente, Mario, lo cual le añadió brillantez a esta celebración que aún no termina.  Recibí una pintura de Thalía, quien es artista y de parte de Efrain, una botella de un vino italiano que nos encanta tanto a él como a mí, por lo que resultó en una graciosa experiencia, pues yo había decidido regalarle exactamente lo mismo.


La cena era como estar en casa de un amigo, con Luigi trayendo los platos él mismo, porque anoche los empleados no estaban.  No puedo imaginar cómo podía tomar las órdenes, cocinar y traer los platos, sin perder su sonrisa inocente. La comida italiana es una de mis favoritas, por lo que el rissotto de setas no me decepcionó.  Nos despedimos y más tarde llegué a casa satisfecha y anticipando como una niña las celebraciones que aún faltan para esta semana. Llegué, además, con la contentura que emana de la conciencia de saberme bendecida durante toda mi vida, aunque haya atravesado momentos de angustia.


4 de marzo de 2020