VARADERO EN LA
MEMORIA
Hace poco
supe de una leyenda japonesa muy hermosa, que alude al vínculo que se establece
entre dos o más personas, a través de un hilo rojo que parte del dedo meñique. La razón está vinculada a la arteria ulnar,
que se supone conecta al corazón desde ese dedo. Se dice que ese hilo rojo se
establece desde nacimiento, independientemente del momento en que la otra
persona llegue a nuestras vidas. Soy afortunada porque estoy unida a varias
personas con ese vínculo que resulta indisoluble, no empece las circunstancias.
Una de esas personas es mi Tía Laura, quien abandonó el plano físico el año
pasado.
Tía Laura
llegó de Cuba a fines de la década del 50, porque Tío Pedro era militar –la conoció
en Cuba, se casó con ella y la trajo a
Puerto Rico, momento en que ese vínculo del hilo rojo se materializó. Hubo una conexión casi instantánea que perdura
hasta hoy, dando fe de que el hilo rojo está ahí aunque no lo veamos. Tengo gratos recuerdos de Tía Laura, que me
demostró su amor desde el principio.
Llegué a quedarme en su casa en Arecibo y me prodigaba amor a través de sus palabras, sus
caricias y el sabroso arroz congrí que me expuso a la cocina cubana mucho antes
de que en Puerto Rico se establecieran los restaurantes cubanos. Mi mamá y ella
compartían el gusto por la buena cocina y Tía Laura le dio la receta de sus
famosas panetelitas –unos cuadrados esponjosos, mojaditos, que ejercían una
fascinación sobre mi papá. Yo aprendí a
hacerlas y debo decir que causan furor cada vez que las produzco ante mis
amistades.
Por
razones que no tengo del todo claras, aunque sospecho que están ligadas a miedos
generados por la información que se difundía en torno a la revolución cubana,
unido al hecho de que tal vez con el tiempo la edad fue un factor determinante,
Tía Laura nunca regresó a Cuba. Su madre
y hermanos estuvieron en Puerto Rico poco tiempo y eventualmente se trasladaron
al estado de la Florida. Tampoco tengo
claro el motivo de un distanciamiento que hubo con su familia. Lo cierto es que la vida de Tía Laura estaba
centrada en su familia de Puerto Rico y nosotros la veíamos tan parte nuestra
como si hubiese nacido aquí.
Por mi
parte, hace años que quería ir a Cuba, pero no estaba dispuesta a hacer el
viaje de forma ilegal, dado el bloqueo impuesto por el gobierno pre-Obama. Sé de muchos puertorriqueños que viajaban a
Cuba vía Santo Domingo o Panamá, sin que les poncharan el pasaporte y a su
regreso mentían sobre su destino final al salir. Yo soy mala en eso de mentir, así que cuando
Obama anunció la liberación en las reglas para poder viajar a Cuba, comencé a
acariciar la idea de hacer el viaje. Más
tarde me dijeron que estaba muy caro; que era preferible esperar. En eso Donald Trump pasó a ser presidente y
me dije que debía apresurarme, porque probablemente se desvanecería la
posibilidad de hacer el viaje.
Finalmente lo hice y regresé el miércoles pasado.
Una de
las ciudades a visitar era Varadero, que está en la provincia de Matanzas, de
donde es oriunda Tía Laura. Mi primer
recuerdo de haber escuchado sobre la playa de Varadero fue en respuesta a una
pregunta que hice en torno a un cuadro que estaba en la sala de la casa de Tía
Laura. “Es la playa de Varadero”, me
dijo. A medida que me acercaba al lugar
y le relataba a mis compañeros de viaje que tuve una tía cubana, se me quebraba
la voz al decir que ella nunca había regresado a Cuba.
Cuando
llegué a la playa de Varadero sentí que en parte yo estaba haciendo el viaje
que Tía Laura no había podido hacer. La imagen
de la playa de Varadero se me asemejaba a la memoria del cuadro en la sala de
Tía Laura. Ví el agua cristalina, con sus matices de azules y verdes que se
extendía hasta donde la vista alcanzaba y me emocioné hasta las lágrimas. Entré por un rato en el agua y luego salí y
le relaté emocionada la experiencia a las compañeras de viaje. En el camino me encontré con otra que no
sabía cómo llegar y me ofrecí acompañarla, así que regresé. Eventualmente todo el mundo se fue y me quedé
sola en la playa. Me puse de pie e intenté
hacer la pose de árbol de la yoga –era un árbol virado, pero me sentía
conectada con la hermosa naturaleza que se ofrecía a mis ojos. En un momento, una gaviota blanca permaneció
alineada hacia al frente de mi vista, sobre el agua y sentí que era la presencia
de Tía Laura. Permaneció un rato largo
quieta frente a mi vista; se sumergió y luego desapareció.
La
experiencia me sobrecogió. Era como si
los ojos de Tía Laura estuviesen viendo esa playa a través de los míos; como si
ella se alegrara de que a través mío, ella finalmente viese la playa que no
había vuelto a ver. Ví tu playa, Tía
Laura y es tan hermosa como imagino la percibías en tu memoria y ahora
permanece en la mía.
23 de
junio de 2017
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