LA MAGIA DE LA NAVIDAD BORICUA
Nunca había
pasado Navidad fuera de casa. Este año
recibí un mensaje de un amigo que vive en la Florida y lo sentí muy nostálgico,
muy solo. Nuestra amistad data de más de
20 años y nos hemos visitado en distintas ocasiones; el año pasado lo visité para
Acción de Gracias. Alrededor de esa
fecha este año hablamos de que no hicimos planes y a los pocos días me envió
una “oferta” de pasajes para pasar Navidad con él. Me lo imaginé solito, sin familia cercana en
una época tan significativa y me sobrepuse al pánico inicial de pasar Navidad
en un país frío –sin lechón, sin pasteles, sin coquito, sin música Boricua y
decidí que llevaría parte de la Navidad conmigo. Me sobrepuse también a mi reticencia a volar
por una línea aérea con una pésima reputación y comprobé que la supuesta ganga
no era tan ganga, porque cobran extra por todo.
Le envié
una lista a mi amigo para que comprara el pernil y los ingredientes que yo no
pudiera llevar para preparar arroz con gandules, el majarete y el coquito. Le pedí que consiguiera tamales guatemaltecos
que sustituirían los pasteles, porque me resigné a una cena de Nochebuena sin
pasteles. Según se acercaba la fecha,
contemplaba con horror que justo para la fecha de mi salida, se pronosticaban
temperaturas mega frías, aun para la Florida.
Descarté llevar varios cambios de ropa, porque solo llevaría una maleta
pequeña en cabina –que también me cobraron- porque la ropa abrigada ocupa más
espacio. Llevé un pilón para poder
preparar el adobo del pernil y harina de arroz, porque no sabía si la conseguiría
por allá. También llevé café de Puerto
Rico, para que mi amigo tuviera algo especial en las mañanas.
Uno o dos
días antes del viaje pedí oración a Unity para que mi viaje tuviera los menos
contratiempos posibles y ese día me preparé para el frío pelú que anticipaba,
ataviada con un conjunto de corduroy
que no usaba hace años, botas y bufanda. Para mi sorpresa, el vuelo salió a tiempo y
hasta llegó 20 minutos antes de lo esperado.
Mi amigo me fue a recoger y llegamos al apartamento ya listos para
dormir porque eran casi las once de la noche – es decir, las 12 de la
medianoche de acá. Al otro día me levanté
temprano, para hacer el café. Miré por la
ventana y divisé un paisaje gris, con unos pájaros blancos caminando al otro
lado del canal que está detrás del apartamento.
Decidí buscar en Youtube un disco de Danny Rivera que siempre pongo para
Navidad – Ofrenda- y puse la canción Ponle
por nombre Jesús. Se me formó un
taco en la garganta y unas lagrimitas amenazaban con salir.
Me
intrigaba cómo era posible que yo me sintiera tan nostálgica con sólo pasar
unas horas fuera de mi islita y me preguntaba cómo se sentirían todos los
puertorriqueños que pasan años fuera de casa, sintiendo en carne propia lo que
dice ese poema hecho canción: Mamá
Borinquen me llama; este país no es el mío; Borinquen es pura flama y aquí me
muero de frío. En ese instante, sentí
dentro de mi toda esa angustia de los miles de puertorriqueños que viven lejos
de su patria con tan sólo estar unas horas navideñas lejos de mi tierra
adorada. Me sacudí un poco la nostalgia
y comencé a preparar el majarete, al son de las canciones de Danny. Rebusqué en los gabinetes, pero como
sospechaba, no había caldero, así que usé una olla de porcelana, rogando que no
se pegara y se lo encomendé a Dios.
Quedó perfecto.
En el proceso de rebuscar ollas, sartenes y otros implementos en una cocina ajena y para colmo, de un hombre que no cocina, me topé con unas cacerolas como las que tenía mi mamá y que yo heredé, Al voltear una de ellas, en efecto, era marca Flint. En ese momento sentí que me conectaba con una generación de mujeres – unas de Puerto Rico y otras de Guatemala, para quienes cocinar es una ofrenda de amor y me siento orgullosa de ser parte de esa herencia culinaria.
Un amigo
de él había quedado en tratar de conseguir los tamales pero no había señales ni
de uno ni de lo otro, así que me estaba resignando a que no habría pasteles ni
facsímil razonable. Salimos a comprar lo que faltaba, adobé el pernil y luego salimos
a cenar sushi, porque mi amigo adora el sushi tanto como yo. Tuvimos que esperar bastante, porque el
restaurante estaba lleno, así que salimos al exterior por lo que experimentamos
otra dosis del frío pelú. La espera
valió la pena. Disfruté de variedades de
sushi, de sashimi, de ostras – en fin, un banquete para alguien como yo, que
adora todo lo que provenga del mar y los sabores orientales. Al otro día –
Nochebuena- decidí llevarle majarete y un poco de coquito a la vecina, porque
mi amigo me dijo que era puertorriqueña.
Yo no la conocía, pero esta tradición de compartir platos en Navidad
está tatuada en mi alma. Toqué a la
puerta de la dulce señora, me identifiqué como la amiga Boricua de su vecino y
le entregué una ración de majarete y un poco de coquito. Me invitó a pasar, pero decliné y regresé
pronto al apartamento porque estaba en pantalones cortos y el frío mordía.
Un rato
después sentimos que alguien tocaba a la puerta y era la vecina, con una
bolsa. El interior contenía toda la
magia de la Navidad Boricua y la magia de lo que es dar y recibir. Allí adentro había dos yuntas de
pasteles. En ese momento, se me aguaron
los ojos, la señora nos dijo que los había preparado ella misma y hasta me echó
la bendición. Emocionada, le di un beso.
Lo que ella y yo habíamos hecho es precisamente la esencia del
puertorriqueño: dar con alegría de lo que tenemos, sobre todo en una época como
esta. Lo hacía mi mamá, mis tías; lo
hago yo y lo hacen tantas mujeres que en esta época confeccionan platos
tradicionales, como muestra de afecto.
Un obsequio así vale más que cualquier objeto comprado en una tienda.
Más tarde
disfrutamos de la cena Boricua en la Florida, con la temperatura afuera en los
44˚. El pernil, que preparé en la bolsa
que llevé desde Puerto Rico, quedó tierno y jugoso. No había cuerito, pero ya era demasiado
pedir. El arroz con gandules quedó muy
bueno, con sazón que llevé de Puerto Rico y pedazos de la carne del
pernil. Los pasteles, el complemento perfecto. El majarete de postre culminó la cena que
representaba la esencia de una Navidad Boricua.
Al interior de ese apartamento en la Florida, con un frío ajeno a
nuestras navidades, celebramos una Navidad que había brotado del corazón y se
trasladó de nuestra islita a un estado que suele celebrar la Navidad de una
forma muy distinta.
Para
completar la magia, el día de Navidad recibí un regalo inesperado de mi amigo,
que me sorprendió y sé que iba cargado de cariño sincero. Más tarde, recibió un mensaje de su amigo
anunciándole que había conseguido tamales, así que ese sería nuestro desayuno
del día siguiente. El círculo estaba
completado. Tuvimos pasteles y también
tamales. Cuando los fuimos a buscar,
decidí llevarle algo de majarete al amigo que gestionó que tuviéramos los
tamales, para continuar con la tradición.
Él nos dijo que su cuñado era puertorriqueño, por lo que se pondría muy
contento.
Mi visita
se aproximaba a su fin. Cenamos en un lugar tailandés y regresamos temprano,
porque al otro día debía estar en el aeropuerto a las 6 am, por lo que a las 5
am fuimos a desayunar a un diner tradicional
americano, lo cual me hizo recordar una serie norteamericana de los años 80 que
se desarrollaba en un diner. Llegué
al aeropuerto a la hora requerida y nuevamente para mi sorpresa, el vuelo salió
a tiempo. Tenía que hacer una conexión y
ese vuelo se retrasó dos horas. Ya de
vuelta en casa, veo las noticias de los vuelos cancelados, de las terribles
nevadas y hasta muertes a causa del clima y me doy cuenta de cuán bendecida he
sido durante este viaje. Mi oración fue
contestada. Llevé conmigo la Navidad
Boricua a la Florida y la tendré siempre en mi corazón, no importa dónde vaya.
Muchas
felicidades a tod@s en esta época mágica.
28 de
diciembre de 2022