GUARDAR
Contaba
en mi escrito anterior sobre la muerte de mi nevera y un poco sobre las peripecias
para adquirir una nueva. De paso
mencionaba la odisea de lidiar con la estufita de gas, el rescate del contenido
que pude salvar de la nevera anterior y la magia de re-interpretar platos con
los ingredientes que tuviese a la mano.
Los pensamientos en torno al próximo escrito estaban archivados y poco a
poco añadía más elementos. El encuentro
con un simple cacharrito de goma inspiró el título de este escrito. Lo trasladé de la difunta a la nueva y
sofisticada nevera. No sé si se habrá
ofendido al recibir este objeto sin caché, pero cabe señalar que ese envase es
aún más antiguo que la nevera anterior.
El
cacharrito en cuestión era de mi mamá y lo usaba para lo mismo que yo – guardar
los ajos. Toparme con este objeto me
hizo pensar en la costumbre que tenemos much@s de mi generación y de generaciones
anteriores de tener montones de envases de plástico para guardar cosas. Ejercicio ese que a veces se torna frustrante
cuando un duende que habita en los gabinetes de cocina nos esconde las tapas. A
veces son comprados específicamente para ese propósito y a veces son reciclajes
de envases de mantequilla – bueno, margarina, o de comidas chinas que hemos
comprado ya hechas. Pienso que esto
evolucionó de cuando lo que sobraba de la comida se guardaba en envases de
cristal, en los tiempos en que uno regalaba algún plato preparado en casa para
algún(a) vecin@ y sabíamos que lo iba a devolver. O tal vez no sobraba mucho y no había nada
que compartir…
Recuerdo cuando en mi casa Mami llegó a recibir vecinas para una demostración de Tupperware. Dudo mucho que eso todavía se haga. Todavía guardo una cucharita de plástico, con mango largo, reliquia de esos tiempos. El asunto es que much@s guardamos objetos y se nos hace difícil desprendernos de ellos, porque nos traen recuerdos. Algun@s –menos- guardamos comidas para recalentar o re-interpretar, práctica que me fue muy útil tras el paso de la tormenta/huracán Fiona. Yo luché para rescatar parte del contenido de la nevera anterior, porque me resisto a botar comida. Esto me sirvió para confeccionar varios alimentos en la estufita de gas a la que tuve que recurrir por la falta de energía que le debemos al binomio Fiona/LUMA.
Guardar
los huevos del país que tanto protegí, así como las papas, la cebolla, el
tomate, queso parmesano y harina de maíz me permitió, en primer lugar, preparar
una tortilla española y en segundo lugar, una polenta con salsa de huevos,
queso y salsa hecha en casa. En el caso
de este último plato me arrepentí por el tiempo que tardó la polenta en estar
lista, lo cual me obligó a estar mucho tiempo de pie frente a la temida
estufita, revolviendo la mezcla constantemente para que no se empelotara. Pero valió la pena –quedó riquísima.
En cuanto a la estufita, el temor que me causa es en primer lugar, debido al fuego. Una amiga me había regalado un encendedor que anunciaban antes como Magi-clic, pero no lo presionaba lo suficiente, así que deduje estaba defectuoso. Eso me hizo recurrir de nuevo a los fósforos, a los que le temo; por eso se me parten o se gastan antes de que logre encender -con manos temblorosas y muerta del miedo- la estufita que es al mismo tiempo mi salvación y fuente de terror. Cuando finalmente se enciende, lo hace de una manera súbita, con una llama alta que se anuncia con un pavoroso ¡fum!
Lo único que me hace enfrentarme
a esta fuente de terror es el anticipo a los alimentos que logre preparar, que
sé serán más saludables apetitosos y económicos que los que pueda salir a
comprar. Si hoy, que es día de Halloween
alguien me quisiera asustar, se podría disfrazar de estufita de gas o de
dentista- a cual de los dos me cause más pavor.
Transcurridos
unos días después de Fiona, anunciaron la venta de unas cajitas con productos
de las cosechas que se lograron salvar tras el paso de la susodicha y por
supuesto, acudí a comprar la mía, porque ayudar a nuestr@s agricultor@s es un
deber. Cuando compro una de esas cajitas
me siento como una participante de Master Chef: recibo una caja con contenido
sorpresa, que me obliga a usar la imaginación interpretando platos con lo que
haya. Esta tenía plátanos –verdes y
maduros, berenjenas, ajicitos dulces, yuca –una de mis favoritas, pimientos
-rojos y verdes y piña. Esta última la
regalé porque no soy fanática de esa fruta.
Con todo lo demás, hice platos que quedaron deliciosos.
La luz regresó y alquilé una nevera en lo que escogía una digna de sustituir a la campeona. Con los plátanos verdes de la cajita hice el primer paso de los tostones y los congelé. El más grande estaba tan hermoso (la foto no le hace honor) que le di un beso, como testimonio de mi admiración.
Con ese hermoso plátano transformado en crujientes tostones preparé un plato que pudiera servir sobre ellos, usando un atún en conserva que me enviaron mis amigos del estado de Washington, preparados por Brandy y su mamá. Este no es un atún cualquiera, así que lo guardé para servirlo sobre unos tostones hechos con un plátano especial, sobreviviente de Fiona. Sofreí cebolla y ajo del que había guardado, lo mezclé con el atún, vino blanco, tomate y perejil del que había también guardado y lo coloqué sobre mis preciados tostones. Sublime.
Con las berenjenas, hice una re-interpretación de un plato siciliano: caponata, inspirada en nuestra berenjena con bacalao, que esta vez sustituí con atún y complementé con ajicitos y pimientos de la cajita. Lo serví acompañado con la yuca que también provino de la cajita mágica. Tengo que decir que son las mejores berenjenas y trozos de yuca que he probado en mi vida. Es como si todo el sabor de nuestra tierra se hubiera concentrado es esos dos productos. Me sobró un poco de la caponata y de la yuca, así que se me ocurrió preparar unos pequeños moldes consistentes en una cama de trozos de yuca cubiertos con la mezcla de las exquisitas berenjenas y lo serví como aperitivo para una cena italiana que prepararía para unos amigos. Quedó de show.
Mi nevera nueva tiene en su interior parte de mi pasado – el cacharrito modesto que usaba mi mamá donde como ella, guardo los ajos y que sirve de introducción a este escrito. Recibió el cajón que traía la otra nevera para guardar los huevos, porque debo decir que la veterana de 30 años tenía caché; no era cualquier nevera.
En el
congelador recibe los remanentes de comidas que guardo para ocasiones futuras,
como crema de leche dividida en porciones, pero más importante, los tostones y
amarillos que provienen de los sobrevivientes de Fiona y que serán disfrutados
con el honor que merecen.
Yo guardo
como parte de una tradición de generaciones de mujeres que se enfrentaron a
tiempos de escasez -mi mamá, mis tías y las que vinieron antes que ellas. Al contemplar el cacharrito de goma viene a mi
mente la promoción de un banco que ya no existe y en el que nunca deposité
porque no tenía edad para abrir una cuenta. El estribillo decía: Hay que guardar, eso conviene; el que guarda
en el Crédito siempre tiene. Tener el congelador abastecido me hace sentir
como una ardillita que guarda para cuando no haya. Vivo ahora inmersa en la cultura del
descarte, donde se desecha sin contemplaciones lo que esté pasado de moda,
deslucido o requiera una reparación menor.
Honro mi pasado con lo que conservo de él y preservo con gozo los alimentos
que pueda transformar luego para agradar a mis seres queridos o a mí
misma. Hay que guardar, eso conviene…
31 de
octubre de 2022