HABITANDO A
PAVAROTTI
En una de
sus columnas, Luis Rafael Sánchez -ese artífice de la literatura que me
apasiona, se refiere al oficio del actor como un ejercicio de habitar
personajes. Pues he estado habitando a
alguien grande en todos los sentidos -Luciano Pavarotti. Como parte de un curso de italiano básico, la
ingeniosa profesora Glenda García nos pidió que asumiéramos un nombre de algún
italiano famoso, que nos identificaría a lo largo del curso. De inmediato me vino a la mente Luciano
Pavarotti y rogué que nadie quisiera asumir su nombre, porque esa era la
personalidad que quería adoptar. Soy un
desastre como intento de cantante –debo añadir lo de intento, porque mis
acercamientos al canto son en verdad ejercicios en desafino, pero para mí, Pavarotti
es mucho más que un cantante de ópera.
Pavarotti
representa al artista que ama lo que hace y lo regala al mundo, al tiempo que
busca que otros aprendan a disfrutar de una música que no apela a todos los
gustos y que a veces podría parecer elitista.
Yo misma no soy fanática de la ópera, pero puedo apreciarla,
particularmente cuando escucho ciertas arias, como por ejemplo, Nessun dorma; Cielo e mar o Una furtiva lacrima. Pavarotti cantaba
no sólo ópera, sino canciones tradicionales de Italia y canciones del
repertorio popular internacional. Filmó
una película liviana, que algunos criticaron muy negativamente, pero que
contribuyó a que muchas más personas se expongan al género de la ópera.
Pavarotti
no ha sido el único que ha hecho este salto de integración del género operático
a la música popular. Los conciertos de
los tres tenores contribuyeron a ello y ahora hay otros grupos de cantantes operáticos
que hacen interesantes fusiones. En el
género de la música clásica, soy fanática del chelista chino-francés Yo-Yo Ma,
que se ha ocupado de incorporar música de todo el mundo a sus grabaciones. Me parece un ser humano extraordinario, que
busca, a través de la música, que comprendamos de una vez y por todas que
pertenecemos a una sola raza: la humana.
El sábado
celebramos la festa -no es un error
tipográfico, es “fiesta” en italiano- de fin de curso. Me sentí más que emocionada cuando escuché una
grabación de Pavarotti interpretando Nessun
dorma. Y aunque el curso finalizó, quiero por siempre habitar el personaje
de Pavarotti –que no me falte su pasión, su alegría de vivir, su sonrisa
franca, su deseo de acercarse a otros seres humanos, no importa su apariencia, procedencia
o el idioma que hablen. Luciano, tu ora formi parte di me*.
18 de
junio de 2018
________
*Tú
ahora formas parte de mí
ADIÓS, PAVAROTTI
Es curioso que
hace como tres semanas tuve un presentimiento bien fuerte de que Pavarotti
estaba próximo a morir. Leí que había
tenido una mejoría y no sé por qué, presentí que no se recuperaría. En efecto, el jueves pasado me enteré por una
compañera de trabajo que habían anunciado su deceso. Sentí tristeza, como si me hubiesen avisado
de la muerte de un conocido. De
inmediato me transporté a la noche en que lo vi por primera vez –una noche con
ribetes de magia.
Sentía una gran
emoción de saber que asistiría a un concierto de Pavarotti, porque tras
escuchar sus discos me parecía una figura casi mítica. Cuando supe que vendría a Puerto Rico procuré
comprar un buen asiento para poder disfrutar de la presencia de este ser tan
grande en todos los sentidos. La noche
se complementó con la cena post concierto en casa de unos entrañables amigos y
por siempre, el recuerdo de Pavarotti estará ligado al recuerdo de esa noche.
No tengo muy
claro cómo supe de Pavarotti. Mi primer
disco fue un LP, que incluía el aria “Una furtiva lagrima”, melodía que me
fascina, no sólo por su hermosura, sino también porque apela a ese lado
melancólico que me habita. El disco
también incluye el archifamoso “Nessun Dorma”, pero en aquel tiempo no me
emocionaba tanto. Claro está, eso fue
mucho antes de que me expusiese más a la hermosura de su voz y varios años
antes de que lo viera en persona.
El segundo disco
que adquirí fue ya un CD, tras asistir a mi primera ópera –“La Gioconda”. Quedé prendada del aria “Cielo e mar” y me di
a la tarea de buscar un disco que la incluyera, interpretada por el tenor que
me emocionaba con su voz. Sin saberlo,
adquirí un disco en el cual interpretaba varias arias acompañado de una de sus contrapartes
femeninas favoritas -Mirella Freni. A
ese disco le sucedieron varios más y eventualmente pude verlo en escena.
La presencia de
Pavarotti es una que ilumina cualquier lugar.
Lo comparo con otros tenores de su tiempo y ninguno tiene esa magia que
emanaba de todo su ser. Del famoso trío
de tenores, Pavarotti siempre fue mi favorito.
Domingo tiene una hermosa voz, parece un magnífico ser humano y de lo que he leído, es un músico muy
completo, muy disciplinado, contrario al estilo despreocupado de Pavarotti. A Domingo lo vi una vez en un aeropuerto y
parecía accesible, pero no me provocó ninguna emoción verlo. En cuanto a Carreras, siempre le he sentido
la voz forzada, como si cantar le
requiriese un gran esfuerzo, en contraste con la aparente facilidad con que
fluían los sonidos a través de la garganta del gigante que recién perdimos.
Años después
emergió Andrea Boccelli, quien me cautivó con su dulce voz y su figura ciertamente
deliciosa para observar –el es ciego, pero yo no, así que ciertamente podía
deleitarme en su hermosa estampa, cosa que no podía hacer con Pavarotti. Empecé a comprar sus discos y cuando
anunciaron que vendría a Puerto Rico, acudí ilusionada a su concierto. ¡Qué decepción! Andrea Boccelli resultó totalmente frío en
escena, en contraste con la pasión y el gozo que emanaba Pavarotti. Mientras uno era solo una hermosa voz en un
hermoso empaque, otro era un enorme paquete de alegría de vivir, que lo
expresaba con su voz, sus ojos, su pañuelo blanco agitándose y la sonrisa
abierta, franca, capaz de alegrar el día de cualquiera.
La noche que
asistí a ese primer concierto de Pavarotti, fui testigo de esa magia. Tan pronto salió a escena recibió una
ovación. Tras sus interpretaciones,
exhibía su hermosa sonrisa y particularmente, tras interpretar su inolvidable
“Nessun Dorma” y el clásico “O Sole Mío”, su sonrisa parecía decir “me quedó
hermoso”. Sin embargo, no era una
sonrisa de arrogancia, sino de placer de haber interpretado algo con excelencia
y que había compartido con su público.
Todo en Pavarotti
expresaba alegría. Me parecía un tipo
simpático; alguien que imagino disfrutaría comerse una alcapurria de jueyes (o
unas cuantas), unos tostoncitos de pana, unos garbanzos con patitas. Alguien que debe haber admirado la belleza de
nuestro mar y que quizás disfrutó escuchando a Chucho Avellanet o a
Ednita. Pienso que si lo hubiese
conocido, tras el asombro inicial habría disfrutado de su compañía como
disfruto la de mis amistades.
Después de su
muerte se publicaron muchos artículos.
En uno de ellos se le citó diciendo que había sido un hombre muy
afortunado y su reciente enfermedad era el precio que ahora pagaba por tanta
felicidad. Yo también me considero
afortunada y entre mi fortuna cuento haber tenido el privilegio de asistir a
dos de sus conciertos y escucharlo a través de sus discos en innumerables
ocasiones. Cualquiera que haya escuchado
su voz puede sentirse afortunado, y debe, como yo lo hago, agradecer a Dios el
privilegio de poder escuchar esa voz que encierra la esencia del gozo de vivir.
Hasta siempre,
Pavarotti.
9 de septiembre
de 2007