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Este blog tiene el propósito de compartir mis ideas que estoy segura son las de muchos. Escribo sobre lo que me enternece, lo que me intriga, lo que me indigna o lo que me divierte. No me impongo fechas límite -escribo cuando quiero. El lector también puede elegir -hay relatos mas extensos, otros mas cortos. Entre cuando quiera. Vivo orgullosa de quien soy, de donde vengo y hacia donde voy, aunque no sepa como llegar... La imagen que lo acompaña es El Laberinto, de la serie Mandalas de Procesos, de Thalía Cuadrado, psicóloga clínica y artista, que me honra con su amistad. Me pareció apropiado para acompañar este blog sin dirección, porque son muchas las veces que me he sentido en un laberinto. Afortunadamente, siempre salgo…

sábado, 28 de septiembre de 2024

Portugal inesperado

 






PORTUGAL INESPERADO

 

No voy a entrar en todos los detalles, pero el año pasado comencé la planificación de un viaje que había ansiado por mucho tiempo -Australia.  Añadí Nueva Zelanda por aquello de que las distancias son tan largas, que pensé que valía la pena explorar un poco más en esa área del mundo tan apartada en todos los sentidos de lo que nos es más familiar.  El viaje sería en abril de este año y ya para noviembre tenía pasajes comprados y el depósito de la excursión, que se pagó en su totalidad en febrero.  Para esa fecha también obtuve los visados para ambos países.  La inversión en tiempo y dinero era para mí enorme.  Un viaje así, con las complicaciones en horarios, distancias y climas (cuando aquí es verano allá es invierno), no se planifica -al menos para alguien como yo- en unos días.  Por eso, la llamada de mi amiga/agente de viajes en el Día Internacional de la Mujer Trabajadora para informarme que la excursión estaba cancelada, me dejó sin aliento.

Poco a poco fui absorbiendo los detalles -la cancelación se debió a que la operadora de la excursión -una compañía de incuestionable reputación que he usado por años- no tenía el quórum necesario.  No me preocupaba el dinero invertido -sabía que recuperaría eso, aunque los pasajes fueron otros 20 pesos -por usar una frase muy nuestra, porque la verdad es que un pasaje para Australia cuesta un montón.  Al final, las líneas aéreas me darían un crédito, que debía usar no más tarde del 6 de noviembre, porque el año para usarlo se cuenta a partir de la fecha de compra, no la del viaje.  Mi cerebro se fue como en una especie de shutdown en el que no podía decidir qué hacer.  Toda la planificación que había hecho por meses se esfumó en cuestión de segundos; no tenía energía para volver a hacer los cálculos de horarios y climas, aparte de que perdí el entusiasmo por ir a Australia.

Tras varias semanas de exploración me decidí por Portugal, un destino que no estaba en mi lista, pero que comencé a considerar el año pasado para un viaje futuro, tras los comentarios elogiosos de varias amistades. Tras explorar un poco el asunto del clima y los lugares, me decidí por la excursión que terminó a principios de julio, con tres días adicionales en Lisboa por mi cuenta.  Fue una buena decisión, que aparte de la hermosa experiencia, me ofreció varias oportunidades para reflexionar sobre las decisiones que tomo en torno a los viajes, en un momento de mi vida en que no tengo las mismas energías que tenía al inicio de mis aventuras viajeras que me han llevado, entre otros, a Grecia, Italia,  Francia,  Argentina, a Japón en un viaje de ensueño para celebrar mis 50 años y a Sudáfrica el año pasado, en un viaje que me hizo llorar de emoción, por el cual agradezco a Dios el privilegio de haber experimentado.

Salí para Portugal el 18 de junio, vía Nueva Jersey.  Tenía varias horas entre un vuelo y otro, así que exploré el aeropuerto y los lugares para comer – todos mega caros.  Me decidí por un lugar de corte italiano, que resultó rarísimo porque la orden se hacía desde la mesa, vía internet. El mozo sólo traía la orden.  El salmón que escogí, con una copa de vino blanco no estuvo mal; no era como para los $65 que pagué, pero qué cará, no me iba a parar a comerme un sándwich de esos envueltos en plástico por los que te cobran casi $20, después de haberme decidido a hacer este viaje que aunque costaba menos que ir a Australia, no era exactamente una ganga, sobre todo porque todavía me tocaba usar el pasaje con la línea aérea con la que tenía un crédito, pero esa es otra historia.

El vuelo a Lisboa era de noche y por la diferencia en horarios llegamos al día siguiente en la mañana.  En el aeropuerto de Lisboa conocí a varias de las mujeres que se unirían a la excursión – tres de Estados Unidos y una de Canadá.  Llegó el autobús que nos transportaría al hotel y allí conocimos a nuestro guía, Rui Veloso.  Nos dio alguna información, que luego colocaría en un tablón.  Conocí  dos hermanas de Ohio, muy amables y un personaje extraño, que se ofendió cuando le preguntaron si era de Australia.  Era de Nueva Zelanda y ya daba indicios de sus rarezas cuando evidenció su disgusto con la gente que llegaba tarde, diciendo que en su último viaje calculó que se habían perdido no sé cuántos minutos debido a las tardanzas.  Como las habitaciones no estaban listas, me fui a caminar y ver si podía tomar un café con alguna cosita para acompañar.  Pregunté en la recepción y me extrañó que no parecían manejar bien el español, cosa que me sorprendió y que luego se repitió durante todo el viaje.  No me afectó, porque después de todo andaba en una excursión de angloparlantes, pero pensé que al tener frontera con España encontraría más gente en los hoteles y negocios que hablaran español.

En el grupo todos hablaban inglés.  Yo era la única latina, salvo por una mejicana, que hablaba en inglés, pero cuando supo que yo era de Puerto Rico, me hablaba en español.  Tuvimos una conversación interesante en Oporto y no sé cómo salió a relucir Trump.  Me sentí en confianza cuando ella dijo que él es un pend…, así que le dije que lo triste es que es más allá de eso, que es un individuo misógino, racista, prepotente y peligroso, pero bueno, sigo con mi relato. Perdón por la digresión.

Salí del hotel en busca de una panadería que me mencionó la recepcionista del hotel, con un poco de temor por mi ya conocida habilidad para perderme, que se combinó por el hecho de que la ruta incluía esta endemoniada cosa que se ha puesto de moda de hacer rotondas, pero afortunadamente encontré la panadería.  Puede descifrar el sistema, en el que se tomaba un número para hacer el pedido y más o menos hice entender que el dulce no podía contener leche, luego de que pedí leche sin lactosa (que no había) para el café.  Tras varios intentos señalando distintos dulces, encontré uno.  Pagué por primera vez en Portugal con los euros que llevé de acá y me senté a tomarme el café con un pastry que no estaba mal, pero no era nada del otro mundo, como pasa aquí en muchas panaderías. Fue interesante ver la dinámica de los portugueses en su rutina de sentarse a tomar su café con alguito, tal y como hacemos aquí.  Regresé al hotel y mi maleta no estaba.  Pensé que se la habían llevado al cuarto, pero no. 

Esperé un rato por la maleta, pero no llegaba.  Tampoco quería tomar una siesta, porque leí que para adaptarse mejor, se debe entrar al horario del país al que se llega.  Aparte de eso, cuando tomo siestas, me desvelo luego, así que resistí.  Como tenía la maleta de mano, aunque no tenía toda la ropa decidí tomar un baño, porque lo cierto es que ya llevaba un día desde mi última ducha antes de salir para el aeropuerto.  Mi temor era que la maleta llegara justo cuando salía del baño, sin la ropa limpia.  Eso fue exactamente lo que ocurrió.  El chico tocó a la puerta.  Me emborujé en la toalla, que por suerte era grande y abrí la puerta de medio lado.  El joven me pidió excusas y la verdad es que a estas alturas ya pocas cosas me dan vergüenza, así que agarré velozmente mi maleta y le di las gracias – obrigada.

Dediqué el resto de la tarde a organizar las cosas y revisar el itinerario.  A las 5 nos reuniríamos con el guía para más indicaciones y un pequeño recorrido por la ciudad antes de la cena.  Nuestro chofer era Vitor.  No hablaba mucho, pero era muy amable.  El recorrido fue breve y llegamos a nuestro destino -un antiguo almacén convertido en un restaurante, en el cual había un salón para nuestro grupo – unos 40, si mal no recuerdo.  La anfitriona se llamaba Ana y era muy atenta.  Había vino blanco y tinto en la mesa, por lo que procedí a servirme una copa del blanco.  Había una picadera con croquetas de garbanzos y algo más, aceitunas y pan.  Lo cierto es que ya tenía hambre.  Sirvieron una ensalada muy buena, con una fruta que muchos identificaron como manzana, pero a mí no me sabía a manzana.  Al otro día la vi en el desayuno y pregunté qué era.  Melón blanco fue la respuesta. Ya sabía yo que no era manzana.

A la ensalada le siguió el plato principal -bacalao desmenuzado, mezclado con una crema a base de harina muy bueno.  Había un muslo de pollo, que me decepcionó cuando lo vi, porque prefiero la pechuga, pero estaba muy bueno y unas setas riquísimas.  De postre, bizcocho de chocolate.  Fue una cena buenísima -un buen comienzo para nuestro viaje.  De regreso caí rendida y salvo que me desperté a eso de las 2 am (que serían las 7 am en Puerto Rico) dormí hasta las 6, cuando sonó la alarma.

Luego del desayuno hicimos un recorrido por la ciudad.  Visitamos el monumento a los descubrimientos, con figuras talladas en una estructura que simulaba un barco.  



En la plaza antes de llegar se mostraba un enorme mapa del mundo, ilustrando todos los lugares visitados por los navegantes.  Me acerqué al mapa, buscando mi islita ¡y allí estaba! Me dio una alegría inmensa verla.  Y tuve una reacción un tanto infantil.  El personaje extraño ya comenzaba a molestar con sus comentarios y prisas.  Había países que no estaban en el mapa porque “no habían sido descubiertos” aún, entre ellos Nueva Zelanda, así que le dije al hombre “fíjese, Nueva Zelanda no está y Puerto Rico sí”. 






Como dato curioso, la guía local explicó que el té no es originario de Inglaterra, sino de la India.  El nombre en inglés tea proviene de las siglas de la compañía importadora Trasporto Especiarias Aromáticas. Eso me hizo recordar que se dice que en Puerto Rico se le dice chinas a las naranjas por unas que llegaron en sacos provenientes de la China y así se les llamó desde entonces.

Visitamos brevemente la Torre de Belem, fortificación del siglo XVI, frente a la desembocadura del Río Tejo (Tajo).  La pronunciación de Tejo en portugués es algo así como Teillosh, lo cual demuestra que el portugués no es tan sencillo como pensaba, ya que puedo entender un poco las palabras escritas, pero la pronunciación las hace parecer algo totalmente distinto. El exterior de la fachada, con sus torres de observación me hizo recordar nuestras garitas. 





El asunto del río que parece mar es algo totalmente extraño a nosotros, con nuestro Río Grande de Loíza, que en comparación es más bien petite, pero bueno, todo en esta vida es relativo. La próxima visita fue al Monasterio de los Jerónimos, también del siglo XVI.  Impresiona la amplitud de sus espacios y la sensación de paz.  Tras esa visita, Rui nos tenía su primera sorpresa: los famosos Pasteis de Belém.  Los trajo en una caja que parecía como de pizza, pero al abrirla reveló estas tartaletas con un relleno como de crème brûlée.  Estaban todavía tibias -mmmm.  Trajo también azúcar y canela, por si queríamos probarlos de otra forma, pero yo soy purista, así que disfruté mi porción saboreando la textura crujiente -crocante le dicen ahora- de la masa y la cremosidad y dulzor del interior.



Tras disfrutar de los pasteis la mayoría del grupo iba a hacer la excursión opcional de Sintra y Cascais.  Yo había decidido dejar esa excursión para los días adicionales que tendría por mi cuenta en Lisboa cuando terminara la excursión principal.  Como éramos pocos los que no tomaríamos esa excursión Rui llamó 2 taxis para que nos llevaran al hotel.  Me entregó 20 € para que le pagara al taxista y me solicitó que pidiera un recibo.  Yo estaba un poco ansiosa con eso de tener que pagar sin saber si lo que me iba a cobrar el taxista era razonable o no, pero asumí mi tarea.  Me acompañó una mujer con cara muy amable y cuerpo que se notaba estaba haciendo esfuerzos para mantener el ritmo intenso de la excursión.  Era de Seattle y días después tuve agradables intercambios con su esposo, pero me adelanto al relato.  Como no tengo sentido de orientación, me preocupa si el taxista estaría tomando rutas más largas para cobrar más, pero finalmente llegamos al hotel.  Calculé la propina y lo cuadré a 15€, por lo que sobraron 5€.  Pedí el recibo y me aseguré de guardar ambos con cuidado.  Al regresar, Rui me felicitó por la gestión.

Al regresar al hotel, me dediqué a caminar por el área circundante al hotel, localizado en la Avenida Liberdade, a la que según Rui le llaman los “Campos Elíseos” de Portugal.  Las áreas están cubiertas con empedrado que simula mosaicos, con diseños.  Alrededor hay árboles frondosos y los cruces peatonales están muy bien demarcados. 




  















Ese día había feria de artesanías, con muchos quioscos de artesanos a lo largo de la avenida, cosa que me encantó.  Soy muy partidaria de auspiciar el trabajo artesanal, tanto aquí en Puerto Rico, como en los países que visito. Me detuve en varios de los quioscos para charlar con l@s atesan@s y aproveché para comprar algunos regalitos, con los requisitos que me impongo: que ocupen poco espacio y no pesen mucho, porque luego tengo que acomodar todo y cargar la maleta, que al final del viaje termina pesando más que al inicio.  Nunca he tenido mucha fuerza -y ahora menos.  Durante el recorrido vi algunos lugares para comer, en puestos con mesas y sillas en el medio de la explanada.  Me decidí por uno que hacía énfasis en mariscos, sobre todo un plato de bacalao, que se supone es la especialidad en Portugal.

Los precios eran razonables y se notaba que iban locales, además de turistas.  Pedí el plato de bacalao -un filete bastante grueso, que estaba bueno de sabor, pero un poco seco.



Lo cierto es que esto de saber cocinar y haber probado platos diversos es a veces una desventaja, porque las expectativas pueden ser demasiado altas.  En mi mente me había hecho la idea de que en Portugal me comería un bacalao espectacular y lo cierto es que espectacular no era -eeehhhh, it’s okay, pero yo esperaba más. No quería comer demasiado, porque en la noche tendríamos la excursión opcional con show de fado incluido.

Para quienes no conozcan el género de Fado, es una música melancólica, que se interpreta por un(a) cantante en compañía de tres músicos. 







                           


Es un canto melancólico, muy íntimo, que puede aludir al amor de pareja o a la patria.  Tendríamos la cena en el mismo lugar donde se presentarían los músicos y Rui hizo hincapié en que debíamos guardar silencio mientras estuvieran interpretando.  Se considera ofensivo que el público esté hablando mientras los músicos entregan su alma en escena.  Nos sentamos en mesas distintas.  Yo estaba al lado de la pareja de Sudáfrica, frente a un hombre de Florida que me parecía un tanto hosco y comprobé que sí lo era cuando llegó el esposo de una pareja que parecían ser de la India, aunque se identificaron como procedentes de Boston.  No sé- no importa donde vaya siempre diré que soy de Puerto Rico.  Una cosa es dónde vives y otra de dónde eres, pero bueno, disgrego.  El indio bostoniano le dijo al floridiano que si se podía cambiar a la mesa donde estaba su esposa, para estar juntos y él le dijo que no, que no quería cambiarse.

Es interesante ver las interacciones entre personas desconocidas que viajan juntos y refleja mucho de quienes son.  Luego que el indio bostoniano se sentó, fue un momento, imagino que a decirle a su esposa que no se sentarían juntos.  El floridiano dijo que él no se cambiaba de lugar porque era claustrofóbico.  Ajá ¿y qué hizo en el avión?  El esposo regresó y debo decir que fue muy diplomático, porque no evidenció molestia alguna.  Yo me hubiera ofrecido a cambiarme de lugar, pero lo cierto es que el lugar donde la mujer estaba sentada no permitía ver a los músicos, que presumo era la verdadera razón para no moverse, pero yo lo hubiera dicho de una manera más sutil.  Comenzaron a servir la comida, que estaba muy buena -un pescado exquisito y de postre, mousse de chocolate.  Había abundante vino.


La experiencia de escuchar los intérpretes de fado fue muy emotiva.  Yo no entendía lo que estaban cantando, pero podía sentir la emoción en la interpretación.  Lamenté no haber comprado un cd que ofrecían al salir.  Cuando terminó la excursión oficial le pedí recomendaciones a Rui para ir por mi cuenta a otra experiencia de fado, pero luego me arrepentí, porque la noche que tenía disponible era la anterior al vuelo de vuelta a casa; no quería llegar tarde y regresar sola al hotel de noche.

Al otro día salimos con destino a la región de Algarve, localizada al sur.  Nos detuvimos en un mercado que me dejó anonadada.  El ofrecimiento de frutas y vegetales era una fiesta de color.  Todo estaba muy limpio y en las paredes había azulejos pintados, con motivos de barcos de pesca.






   









Fui al baño y aunque sencillo, estaba muy limpio.  Regresé para ir al área de pescados y ahí quedé en éxtasis.  El olor a mar era evidente.  Pese a que el manejo puede ser un tanto caótico, todo estaba muy limpio.  



      













Me paseé por los pasillos, contemplando pescados grandes, chiquitos, huevas, pulpos, camarones, langostas y de repente ¡ostras que podía probar!  Pedí dos grandes y me dijeron que era enorme, así que pedí dos medianas. Fue toda una experiencia probar ostras en el lugar donde llegan frescas, olorosas a mar. El éxtasis -mmmmmmmm.



Parecido a nuestra plaza del mercado de Rio Piedras (guardando distancias, claro), alrededor de los ofrecimientos abiertos en medio del local hay puestos como colmados en los que venden aves, pastelería, carnes, aceites, mermeladas y hasta vinos.  Estaba contemplando las pencas de bacalao seco que colgaban del techo y el dueño del local me preguntó que si yo sabía lo que era.

Por supuesto que sabía. El bacalao ha formado parte de la dieta Boricua por años y antes era comida de pobres.  Nótese que dije antes. Me gusta contemplar esas pencas de bacalao expuestas como faldas de bailarina y he desalado bacalao para preparar una serenata, un bacalao guisado, un sopón, un revoltillo con bacalao y cebolla o un arroz con bacalao y por supuesto, los bacalaítos.  Me dijo el hombre que el bacalao no se pesca en aguas locales, por lo que se importa, cosa que me pareció extraña, ya que llevo tiempo oyendo de lo exquisito que es el bacalao fresco en Portugal y ahora resulta que allá pasa lo mismo que aquí, que el bacalao no se pesca en aguas locales.

De salida me puse a hablar con la dueña de un puesto de vegetales que me llamó la atención porque vi que tenía plátanos verdes y maduros, además de yautía.  Le hablé de cómo preparamos acá los tostones y los amarillitos.  Quién iba a decir que en Portugal me sentiría conectada a una parte de mí a través de unos plátanos.  


Me despedí de la chica y a la salida compré unas fresas para regresar al autobús hacia nuestro nuevo destino -Monte Negro, una hacienda de crianza de caballos de raza Lusitana. La familia del dueño tenía vínculos con la realeza portuguesa.  La casa sigue siendo de la familia y han convertido algunas habitaciones que transformaron para poder recibir invitados a almorzar.  Antes del almuerzo Tiago, que así se llama el dueño, nos habló de la crianza de los caballos y nos dio una demostración.  Al terminar nos dio la oportunidad de preguntar y yo pregunté si conocía los caballos de Paso Fino de Puerto Rico y me dijo que sí; que eran unos caballos muy hermosos.  Se me infló el pecho. Nada, que a donde quiera que voy llevo mi islita y me siento súper orgullosa de ella.


Pasamos a disfrutar del almuerzo y nos dividimos en las diversas habitaciones.  En el grupo estaban dos amigas con las que luego fui a cenar cuando estuvimos en el hotel de Algarve, la pareja de Seattle y las hermanas de Ohio.  El almuerzo comenzó con una sopa de calabaza que estaba exquisita, seguida de un pollo riquísimo, en salsa de crema y calabacín.  Rui había venido a cotejar, para que no le pusieran crema a mi plato, por mi problema con la lactosa.  El pollo venía acompañado de zanahorias con aceitunas negras.  De postre, un flan que no comí, por el asunto de la lactosa.  Al regresar después del viaje, la compañía envió las recetas de ese almuerzo.  Preparé el pollo y me quedó divino.



Seguimos rumbo al hotel en el área costera de Algarve, lugar muy popular entre los portugueses para vacacionar.  Era un hotel grande y desde mi habitación podía divisar el mar de lejos.  Estaba cansada. Había almorzado bien, así que no cené.  Pese a que el hotel estaba algo cerca del mar, no fui a la playa, por vagancia. No quería ir en Uber, porque ya el autobús del hotel no estaba operando -eran como las 5 o 6 pm. Al día siguiente nos dirigimos a Cabo San Vicente, con grandes acantilados.  No pudimos subir al faro, pero disfruté de la intensidad del azul del mar y se comentó que algunos han llamado a esa punta al extremo sur oeste, el fin del mundo.  Pues uno adicional para mí, que estuve en “el fin del mundo” argentino.




















Continuamos bordeando la costa y nos detuvimos a contemplar un paisaje.  Alguien notó en la hierba semi seca unos caracoles que se adherían a las ramas y parecían formar un collar. 











Nos dirigimos al pueblo de Lagos, en el que estuvimos muy poco tiempo, la mayor parte del cual se fue en escoger un lugar para almorzar. Me senté con algunas de las chicas y pedí una ensalada de camarones con un aderezo de cítricos, que estaba exquisita. 


Tomé la excursión adicional al pueblo de Faro.  En el camino, se veían muchos nidos de cigüeñas – de hecho, ya habíamos visto algunos en la hacienda Monte Negro.  Nunca había visto tantos nidos de cigüeña.  Me pregunto si en las próximas semanas habrá incrementado la población en Portugal. Había uno hasta en el tope de una iglesia, lo que presumo haría más fácil planificar el bautizo.











En Faro había una pantalla gigante dispuesta en la plaza, ya que estábamos en medio del mundial de fútbol. También se erguía una gigantesca noria -aquí le llamamos estrella, que presumo operaba en las noches.  Una curiosa cabina llamó mi atención: en lugar de teléfono, tenía libros en estantes.  Aparentemente se podían tomar libros prestados, presumo que para leerlos en un banco aledaño. 









Tras la corta visita nos movimos a visitar la Iglesia de San Lorenzo, que es algo muy singular, ya que el techo y las paredes están recubiertos con azulejos que muestran escenas de la vida religiosa.  Tan sólo el altar, en madera recubierta en láminas de oro, queda sin azulejos. Lamentablemente, no se permite tomar fotos ni vídeos, por lo que tuve que conformarme con comprar dos postales, que en realidad no reflejan lo impresionante que es el lugar.  Solo pude tomar algunas fotos del exterior y cuando salía, me enteré que el hijo adolescente de una de las del grupo había tomado un vídeo subrepticiamente.













Alguien comentó que eso no estaba bien, pero que quería que le enviaran el vídeo, lo que me pareció una barbaridad.  No respetar las reglas de un lugar que data del siglo XVIII y es cuidado para que pueda ser visto por futuras generaciones es faltarle el respeto a un país en el que somos visitantes; es no tener respeto por la posibilidad de que eso que tanto se ha cuidado no esté disponible para l@s que vengan después.  Lo más triste es que esas fotos y vídeos luego permanecen olvidados sabe Dios dónde. Esa noche había una cena opcional, pero decidí no ir.  Me uní a dos amigas que estaban en el vestíbulo del hotel decidiendo qué hacer y fuimos caminando hasta un restaurante con mesas en el exterior.  Fue muy buena experiencia.  Pedí un pescado de cuyo nombre no me acuerdo, pero estaba exquisito y al regreso entramos a un supermercado de una cadena a través de todo Portugal. El supermercado se llama Pingo doce, lo cual me causó gracia, por razones obvias.  Le conté a las amigas -que eran americanas y obviamente no se percataron de lo particular del nombre y nos reímos un rato sobre el nombre del supermercado. 










 Al otro día salíamos hacia Évora, una ciudad que me cautivó.  La llegada era un poco complicada, porque el autobús no podía entrar al área amurallada, por lo que caminamos con el equipaje de mano hasta el hotel.  El hotel queda dentro de las murallas pintadas de blanco.  La habitación tenía el sabor de una pequeña villa francesa, con tapizados rosados.  Un pequeño balcón daba a un patio.  Luego de acomodarnos, salimos a un recorrido por la ciudad empedrada.  Al voltear la esquina me topé con algo que me dejó sin aliento: un templo griego. 
















Pese a que la descripción de la excursión mencionaba que veríamos el templo, me tomó por sorpresa, como si alguien hubiese puesto esa estructura en medio de la ciudad, cuando lo cierto es que la ciudad se desarrolló luego, ya que el templo data del siglo II.  Este templo, que se supone está dedicado a la diosa Diana, me causó el mismo asombro que me causaron los templos griegos en Sicilia.



Visitamos la Catedral, con claustros y construcciones añadidas que datan desde el siglo XII hasta el siglo XVI.  La enormidad y detalles de la construcción, con sus diversos estilos me dejaron anonadada. La cantidad de información ofrecida, combinada con los diversos lugares visitados el mismo día, no me permitieron suficiente tiempo para aquilatar verdaderamente los lugares visitados en esta ciudad, al punto que tengo dificultad para identificarlos.  Confieso que tras ver varias catedrales y sus claustros en varias ciudades, no puedo identificarlos de inmediato y tengo que revisar las notas que tomé y las descripciones del viaje.  Évora en particular es una ciudad en la que hubiese querido pasar más de una noche.







Impresionante por demás me resultó la Capilla de los huesos, contigua a la iglesia franciscana, cuyos monjes, según la guía, decidieron recolectar los huesos de quienes no tenían dinero para ser sepultados en tumbas individuales y estaban en fosas comunes, para colocarlos de una manera que les hiciera honor. Es también una reflexión sobre la vida y la muerte, la cual, después de todo, nos llegará a todos.  Como dice la inscripción a la entrada: “nosotros los huesos que aquí estamos, por los vuestros esperamos”.  A muchos esto les pareció macabro, pero a mí no.  Me emocionó la historia de que de algún modo se rindiera tributo a los huesos que estuvieron mezclados y olvidados en fosas comunes.














Cada cultura o generación honra sus muertos como entiende.  ¿Quién soy yo para juzgar, por poner un ejemplo, a los familiares del “muerto parao”, o al que colocaron sobre una motora para el velatorio? Ese momento refleja la vida del fallecido, que ciertamente no es como la mía.  En mi caso, deseo ser cremada al morir y que mis cenizas sean lanzadas al mar en algún punto de la costa de nuestra hermosa isla.  No quiero gastos en féretros que no se usarán, ni gente desfilando frente a éste, algunos con una curiosidad más morbosa que los que contemplaron los huesos en Évora. Ese deseo es más consistente con mi amor al mar y lo mucho que valoro los sentimientos genuinos. Para quienes me conocen de verdad, esto hace sentido y espero que cumplan con esa voluntad cuando me toque.  Dicho sea de paso, no hay prisa.

Luego de esa visita que era parte de la oferta básica, opté por la visita opcional a Monsaraz, localizado al tope de una colina, entre murallas, desde donde se divisaba el lago artificial más grande de Europa.  El pueblito tiene como 100 habitantes -sus calles se veían desiertas y uno que otro viejo aparecía sentado charlando con otros.  María de Jesús, apodada Ju era nuestra guía; se notaba su aprecio por el lugar donde vivió y su molestia con carros que aparecían aparcados en alguna orilla, cuando no se supone que durante el día hubiese autos.  Las calles empedradas, las paredes blancas y el silencio eran encantadores -claro, para una visita, porque no me imagino vivir allí.  Culminamos la visita en un pequeño establecimiento con vista al lago, donde nos ofrecieron pan, aceitunas, aceite de oliva y vino.  De regreso, Ju cantó una melodía con mucho sentimiento, que hizo brillar mis ojitos con las lágrimas que a la menor provocación, se asoman.


















De vuelta al hotel, nos preparamos para la cena que se ofrecía allí mismo y disfrutamos del ofrecimiento aderezado con la conversación de los compañeros de viaje.  Al día siguiente emprenderíamos rumbo a Viseu y debía despedirme de Évora.  Temprano en la mañana salí al pequeño balcón de la habitación y me senté a leer La Palabra Diaria que siempre me acompaña, no importa dónde vaya.  Se sentía una enorme paz y la luna se resistía a despedirse.  Le tomé la foto que preside este relato y ahora me doy cuenta que en mi viaje a Sudáfrica también tomé una foto de luna trasnochada.  Hay algo de poesía y magia en estos momentos de quietud mañanera y como confirmación, sentí un aleteo de un pájaro grande que no pude ver sino por un pedazo de plumaje negro que capté con el rabo del ojo porque estaba inmersa en la lectura.  Tal vez era una cigüeña o el anuncio de otros pájaros mágicos que habrían de llegar.

Confieso que recuerdo muy poco del trayecto a Viseu. Un poblado medieval, un almuerzo apresurado y el inicio de una neblina que no permitía ver los viñedos en la zona vinícola del Dāo, donde tendríamos la cena como parte de la excursión opcional a una bodega productora de vinos de la región. Primero tuvimos un recorrido por los predios y la bodega, para conocer los vinos y la producción del lugar.  Nos recibió una chica que probablemente tenía poca experiencia y tal vez estaba nerviosa.  Por momentos exhibía una sonrisa extraña al terminar un tema.  En un momento entramos a un área cerrada y tuve un flashback de una de esas películas de misterio donde el villano encierra a los protagonistas.  La pobre chica solo debía estar nerviosa, pero yo me sentí aliviada cuando regresamos al área abierta.

Tras el recorrido, fuimos al área de comedor para disfrutar de la cena.  Podíamos escoger entre un vino blanco y uno tinto y me decidí por el blanco para los aperitivos y luego cambiaría a tinto porque me proponía pedir el plato de ternera.  Comenzaron a traer los aperitivos que salvo uno en particular, no recuerdo.  Quedó en mi memoria un plato con algo que parecían como unas tortitas que cuando miro bien, para mí, eran ¡bacalaítos! 




Probé uno y en efecto, era la versión portuguesa de nuestros bacalaítos.  Obviamente no eran unas panderetas como las de las Fiestas de la Calle Sebastián o una vitrina de chinchorro, sino una versión más delicada y chic -como la que hago cuando los acompaño con champán. No se pueden imaginar la alegría que me dio ver unos bacalaítos en Portugal.  Como dice el anuncio de Mastercard, no tiene precio. Al momento de traer el plato principal, pedí que me trajeran vino tinto, pero me decepcionó, así que volví a pedir blanco, que resultó ir muy bien con el plato de ternera.  Para los postres había variedad.  La cena resultó excelente y luego pasamos al área donde tenían vinos para la venta.  Me decidí por una botella de blanco solamente.

Al día siguiente salimos rumbo a Oporto, bajo una densa neblina llamada la neblina de San Juan o las Orvalhadas de Sāo Joāo. Por momentos no se podía ver nada, lo cual es una pena porque atravesamos la ruta de los viñedos del valle del Douro (Duero). 



Nos detuvimos a visitar el Palacio Mateus -sí, los del vino rosado que much@s recordamos.  Por la descripción del viaje sabía que el palacio estaba incluido, pero jamás imaginé lo que vería ante mí.  En el camino, un rótulo que anunciaba cerezas y luego un pequeño puesto que confirmaba la oferta.


Al entrar, vi un palacio no tan grande, pero con jardines impresionantes que datan del siglo XVIII; era como transitar por palacios franceses.  Esta fue mi segunda experiencia de algo totalmente inesperado. 



La pareja india/bostoniana buscaba fotógrafos incidentales para que le tomasen fotos.  Tenían como una obsesión de fotografiarse en todos lados y por momentos eso me incomodaba, porque yo quería seguir explorando y debía detenerme a esperar que posaran, en este caso en el alto de una escalera.  Confieso que ya les huía, porque como decimos, no es lo mucho, sino lo seguidito.  Sobre todo, me escabullí en algunas de las iglesias, porque ni el interior de los sagrados recintos se salvaban de su obsesión fotográfica, que me parecía irrespetuosa.  Sea cual sea el templo que visite, me parece que tomarse una foto posada, sonriente en el interior le resta a la solemnidad de un espacio dispuesto para la reflexión y a la necesidad de desahogar nuestras penas, agradecer a la vida o hacer los pedidos que nuestro espíritu requiera.  La excepción, claro está, la celebración de una boda que dicho sea de paso, puede ser algo imprudente en el caso de algunos fotógrafos profesionales con sesiones más largas de fotos que la ceremonia misma.  Pero bueno, de nuevo disgrego.

Traspasé el patio interior del palacio y divisé los hermosos jardines.  No cesaba de admirarlos y disfrutar la quietud y la magnificencia del manejo de la vegetación. 












Salí para retornar al autobús y me detuve a mirar una escultura dentro del estanque frente al palacio, que no había notado antes.  Estuve un buen rato contemplándola y por supuesto, le tomé la foto que constituye una de mis favoritas.




Luego de esa visita fuimos a Guimaraes, donde se divisa otro castillo medieval.  En los alrededores, varios árboles de corcho, lo que nos permitió ver de cerca la materia prima para tantas creaciones, que no se limitan a los corchos para tapar las botellas de vino, sino que incluyen zapatos, porta platos y hasta carteras – yo compré una en Oporto.  El pueblito de Guimaraes se me confunde en la memoria.  Ya para ese momento el cansancio comenzaba a sentirse.  Llegamos al hotel en Oporto, situado -literalmente- frente a los rieles del tranvía, así que había que prestar mucha atención al salir.  Mi habitación no tenía vista al río, pero no me quejo. 



En la noche fuimos a un pequeño crucero por el Duero.  Pudimos apreciar varios puentes, entre ellos uno que fue diseñado por Eiffel -sí, el de la torre.  Hay otros 2 puentes que se le parecen y honestamente, no puedo distinguir cuál es cual.  



El trayecto se hace atravesando el Río Duero con Oporto a un lado y Gaia al otro. Luego del paseo, fuimos a cenar a un restaurante local y lo pasamos muy bien -el vino abundante siempre ayuda.













Al día siguiente tuvimos la excursión de la ciudad con una visita al edificio de la antigua bolsa de valores, ahora Cámara de Comercio, que me impresionó por lo suntuoso de los espacios y la influencia morisca de los diseños.  El motivo de un corazón que se repetía me sirvió de inspiración para la cartera de corcho que adquirí luego en un puesto de artesanía en Gaia.












Visitamos la casa Ferreira, productora del vino Oporto, del cual no he sido fanática, pero tras el recorrido hubo una degustación.  Los vinos de Oporto se toman como un aperitivo o para acompañar el postre.  Durante la visita la guía local nos había obsequiado un chocolate -oscuro para mi deleite- y mencionó que eran ideales para acompañar el oporto.  











Al llegar el momento de la degustación, eché mano de mi chocolate y en efecto, disfruté de las opciones de oporto que nos ofrecieron.  Compré un estuche con 6 botellitas pequeñas que podía regalar o tomar acá, como de hecho hice. Una prueba más de que debemos intentar probar cosas que antes nos desagradaban cuando las circunstancias son las apropiadas -excepto si se trata de Trump- ahí no hay circunstancia que valga. 

Teníamos un poco de tiempo para comer algo liviano y caminar por Gaia, así que almorcé en un lugar con ofrecimientos diversos -algo así como un food court, pero local.  Vi a uno de los compañeros del grupo con un plato de langostinos y decidí que eso era lo que comería. 












Un plato de langostinos frescos, sin nada más que el limón para realzar su sabor.  Me los disfruté en compañía de la mejicana en el grupo, con quien hablé un poco en español, previo a que llegara su compañera de viaje, que era americana.  Fue con ella que tuve el breve intercambio sobre Trump que mencioné al principio -que a la fecha de este escrito se enfrentará a Kamala Harris, que espero salga victoriosa, por el bien de los Estados Unidos, de Puerto Rico (Dios nos coja confesa’os) y en última instancia del mundo, porque un ser como ese es una bomba de tiempo.

Salimos de Gaia al hotel, para tomar la excursión opcional a Braga. otro lugar pintoresco, que todavía exhibía en su plaza los adornos para las festividades de San Juan.  



Visitamos la Basílica del Buen Jesús, a la que se llega en funicular si se quieren obviar los escalones.  Por lo apretado del itinerario tomamos el funicular, pero me hubiese gustado disponer de más tiempo, porque el lugar es hermoso.  












Hay jardines, varias estructuras aledañas y una impresionante vista de la ciudad.  Camino a la visita de ésta el guía nos dijo que hay un dicho en Portugal sobre las ciudades: en Coimbra estudiamos; en Braga rezamos; en Porto trabajamos y en Lisboa jugamos.  Pues ciertamente en las plazas de Braga podía verse el espíritu festivo inspirado en las fiestas de San Juan, que me recordó nuestras plazas adornadas durante las fiestas patronales.




De regreso al hotel, pensé en el hecho de que esa sería la última noche en Oporto.  Quise caminar un poco por el área y comer algo.  Me moví a lo largo de los rieles del tranvía para no perderme y me detuve en un lugar con mesas en el exterior, cercano a la orilla del río y del McDonald’s sofisticado.  Rui había comentado en broma que alguien dijo que esa era la embajada de Estados Unidos. 









Cotejé el menú y había algo como unas croquetas de bacalao, acompañadas de arroz con tomate.  Me pareció interesante y lo pedí.  Mientras esperaba la comida, observé una pareja de novios en sus galas nupciales frente al tranvía, que posaba para un fotógrafo. 



Llegó mi comida.  Las croquetas estaban buenas.  El arroz resultó algo extrañísimo, servido como en un calderito.  Parecía como un asopao aguado, con habichuelas.  No sabía si lo regaba encima de las croquetas o me lo comía así mismo.  Eché un poco sobre las croquetas y probé otro directo del calderito, pero me parecía insípido.  Pensé que tal vez en ese lugar no lo preparaban bien, pero tuve una experiencia similar en Lisboa.  No entiendo la preparación de ese arroz que no es ni risotto, ni asopao; ni siquiera arroz amogolla’o.

Salí del lugar con intención de visitar una iglesia, pero estaba cerrada al público.  Quien sabe, tal vez allí se celebraría la boda de los novios que había visto.  Luego pude entrar a otra e hice una oración de agradecimiento por el viaje que estaba disfrutando.  De vuelta al hotel, decidí subir a la terraza en la azotea, desde la cual se divisaba el río.  Allí estaba la pareja de Sudáfrica, a quienes saludé y me invitaron a unirme a ellos, lo cual hice.  Habían pedido una cena sencilla y me invitaron a pedir algo, pero les dije que ya había cenado.  Ella insistió en que por lo menos me tomara un vinito y debo confesar que no tuvo que insistir mucho.  Hablamos de diversos temas y ella me comentó que se extrañaba de que estuviese sola, porque en los intercambios que habíamos tenido me percibió como una persona interesante.  Le agradecí el elogio y estuvimos un buen rato hablando sobre las realidades de las mujeres en edades como la mía y la propensión de los hombres de esa edad a buscar mujeres más jóvenes, pero eso es otro tema.  Poco a poco caía el sol y la vista resultó un hermoso cierre a un hermoso día, en buena compañía.











Salimos de Oporto rumbo a Fátima, pero antes nos detuvimos para una corta visita a Coímbra, la ciudad universitaria.  Hubiese querido estar más tiempo allí.  Hay algo en el ambiente universitario que hace vibrar los espacios. La Universidad de Coímbra es antiquísima; data del siglo XIV, con diversas estructuras incorporadas a través de los siglos.  La torre con su reloj/campanario, fue añadido en el siglo XVIII, con la consigna de que “no puede haber un orden adecuado sin reloj”.  Según la tradición, los estudiantes de nuevo ingreso no podían transitar los espacios fuera del aula luego del tañido que marcaba la hora.  Al escribir estas líneas pienso en mi amada Universidad, modesta y nueva en comparación, pero que encierra una magia especial en sus viejas estructuras y el dulce sonido de su carrillón, que me emociona cada vez que lo escucho.













Al acercarnos al área principal de la Universidad vimos a una joven vestida con capa tradicional, que según nos explicaron, eran requeridas antiguamente, pero ahora se usan para ocasiones especiales y algunos estudiantes las usan cuando recaudan fondos para sus estudios o necesidades particulares. 











El exterior de las fachadas se veía impresionante, pero más aún, los interiores vetustos.  Las salas de estudio eran oscuras, intimidantes, pero lo más intimidante para mí -y presumo que para los pobres estudiantes- fue la sala en la que debían presentarse para los exámenes orales.  Siempre hay algo de nervios previo a un examen, pero estar en una de estas salas debe haber supuesto visitas previas al baño y temblores al momento de encarar las preguntas.  Los pasillos ofrecían vista a los entornos y había incluso, una pequeña celda donde los estudiantes que hubiesen infringido una norma eran sometidos a encierro.


















Salimos del recorrido y en la explanada podía divisarse parte de la ciudad, la cual visitamos luego. 












Primero, una parada para comer algo liviano.  Vi un lugar con nombre italiano -Bellini.  De hecho, el dueño era italiano y me ofrecía diversas opciones.  Estaba indecisa, pero me senté.  Pedí un panino de salmón ahumado con una copa de vino blanco que estaba muy bueno y el mozo, de nombre Eduardo, fue muy amable -hasta le puso unos calzos a la mesa sin que se lo pidiéramos, al percatarse de que la mesa estaba algo coja. Luego se unieron dos de las compañeras de viaje y pidieron pizza.  Como yo había llegado antes, terminé mi pequeño almuerzo y me fui a explorar, porque no teníamos mucho tiempo. El pueblito me resultó encantador, con sus calles empedradas y las vitrinas que ofrecían apetitosos dulces.



De regreso me topé con tres estudiantes que lucían sus capas y me detuve a hablar con ellos.  Me ofrecieron unas postales por un donativo.  Elegí una y me dijeron que podía tomar otra.  Seguí hablando con ellos y se mostraron muy interesados en mi procedencia.  Les conté de las tunas de Puerto Rico y le mencioné a Segreles.  No la conocían, pero uno de los chicos tomó nota para buscarla, porque les hablé de los intercambios que tenían con tunas portuguesas.  Lamenté no poder seguir compartiendo por lo apretado del itinerario y no haberles tomado una foto para preservar el momento, aunque queda preservado en mi memoria.



Es interesante cómo puedo recordar detalles de algunas experiencias con nitidez, lo cual significa que tuvieron un impacto para mí.  Son viñetas de momentos que resultaron especiales para mí, aunque quizás para otr@s serían insignificantes.  Salimos de Coímbra hacia Tomar, para visitar el Convento de la Orden de los Templarios.  No cesan de asombrarme las construcciones medievales que tomaron varios siglos en completarse. Visitar este convento es adentrarse en otro tiempo; en un mundo en el que la visión de lo deseado era más importante que contemplarlo de inmediato, algo sobre lo que debemos reflexionar en este mundo de inmediatez en el que queremos resultados instantáneos, sin pensar en que lo que hagamos hoy tiene impacto sobre las generaciones futuras.








El convento impresiona por sus dimensiones, la amplitud de sus claustros, el detalle en sus fachadas y lo imponente de la iglesia.  El contraste de lo ornamentado de la iglesia con los interiores austeros del claustro no podría ser más marcado.  Por un lado, una vida sencilla, muchas veces en silencio, con pocas posesiones y por otro, un lujo en las decoraciones que se dedicaban a un Dios que en realidad no las necesitaba, pero que de ese modo le rendían sus respetos.  ¿A qué dios le rinden respeto l@s obsesionad@s con carteras Louis Vuitton, autos Maserati o yates en los que pasean con los 200 cueros que se vanaglorian de atraer y de los cuales ninguno trascenderá este siglo?

Seguimos nuestra ruta hacia Fátima y llegamos en la tarde.  El hotel queda a pasos del santuario, por lo que luego de dejar las cosas en la habitación, me dirigí a visitarlo.  No soy religiosa, pero sí espiritual.  Estos lugares me inspiran respeto y me conmueve ver el fervor de quienes hacen sacrificios para pedir un milagro.  Ya Rui nos había advertido que algunas personan hacen el trayecto hacia la catedral de rodillas y que por respeto, no debíamos tomarles fotos. Vi varias personas haciendo ese trayecto de rodillas y me conmovió hasta las lágrimas.  Más tarde me topé con una mujer del grupo con quien casi no había compartido.  Llevaba en brazos un muñeco de bebé que pensé había comprado para una nieta, pero me explicó que lo había traído desde su casa para ofrecerlo en el altar dispuesto para los ofrecimientos, porque la esposa de su hijo no podía quedar embarazada y parte del propósito de su viaje era hacer esta petición en el altar.  Se me formó un taco en la garganta y le deseé sinceramente que se cumpliera su petición.

Llegué a la Capilla de la Aparición y honestamente no sentí nada especial.  Luego fui a la Basílica de Nuestra Señora del Rosario e hice una pequeña oración por una amiga que enfrenta cáncer.  Lo que más me impresionó fue la leyenda en un arco que lee “Reina del Santísimo Rosario de Fátima, ruega por nosotros”. 









Salí de allí de regreso al hotel pensando regresar para la procesión en la noche, pero el cansancio y la lluvia que cayó me disuadieron.  Tomé un baño y me cambié para la cena que se ofrecería en el hotel.  Había gente esperando que abrieran el salón comedor y la impresión no fue la mejor.  Había otro grupo de excursionistas que algunos pensaron que eran franceses, pero yo creo que eran alemanes.  De cualquier modo, eran como un ejército de gente ruda, que hacían lo imposible por colocarse frente a la mesa del buffet.  Yo, que soy bajita, tuve dificultades para lograr escoger buenos pedazos del ofrecimiento que, de hecho, era bastante corriente.  Una de las compañeras me conminaba a meterme un poco a la cañona, pero ese no es mi estilo.  Regresé a la mesa con un plato triste, pero que satisfizo el hambre.

Al otro día me levanté temprano para tomar el desayuno y regresar al área del santuario.  Estaba nublado y con un velo de neblina que le daba una apariencia mística al área.  Me acerqué a la Capilla de la Aparición, en la que se estaba celebrando misa en italiano y me dio satisfacción que las lecciones en este idioma no fueron en vano, ya que pude seguir los ritos.  Hice una oración por un primo que ha estado enfrentando retos de salud y me marché antes de que terminara la misa, porque no disponía de mucho tiempo.  Me sentí en paz.



Partimos rumbo a Lisboa, pero hicimos varias paradas.  La primera, para visitar el Monasterio de Batalha, construcción en honor a la victoria sobre Castilla en 1385, cuyas obras iniciaron al año siguiente y se extendieron por ¡dos siglos!  Toda la estructura es impresionante, primero por su magnitud. Segundo, la belleza de los claustros y las capillas inconclusas. Por último, los detalles que se escapan si no se conoce lo que se está viendo.  Hay una tumba al soldado desconocido, presidida por un crucifijo.  En él, la figura del Cristo está sin piernas, porque fue encontrado en un campo de batalla en ese estado y decidieron colocarlo así mismo.  ¡Cuántos cuerpos mutilados o peor aún, sin vida, siguen encontrándose a través de los siglos en batallas sin sentido cuyas víctimas, en su inmensa mayoría, ni siquiera son combatientes, sino simples moradores en la tierra que les debió ofrecer cobijo!
















La lluvia se mostró impertinente rumbo a Nazaré, una villa de pescadores.  Se suponía que íbamos a ver las olas más grandes del mundo y casi no pudimos ver ni el agua.


Tuvimos algo de tiempo libre para apreciar algo del pueblito y comer algo.  Me detuve en un lugar y pedí otra vez unas croquetas de bacalao, que no eran nada del otro mundo, pero nuevamente compartí con la pareja sudafricana.  Tomé fotos de las embarcaciones de pescadores que me recordaron nuestras yolas -salí empapada del lugar y cansada.




Faltaba una visita antes de llegar a Lisboa: Óbidos.  Resultó ser un pueblito encantador.  Entramos a un lugar que vendían licor de cerezas característico de la zona, conocido como Ginja y Rui nos convidó a probarlo, servido en vasitos comestibles de chocolate oscuro.  Era bueno, pero es de esas cosas que fuera de su entorno, pierden su encanto, así que no compré, aparte de que no quería cargar más peso.




Me dediqué a transitar las callecitas y tomar fotos.  Me detuve en una tienda fascinante, toda de sardinas y pescados enlatados, con diversos aderezos, empacados muy vistosamente. 




























Compré tres latas que terminaron costando como 32€, pero valieron la pena.  A mi regreso invité a mi prima Socorrito a degustarlas, acompañadas por el vino que traje y bacalaítos que preparé. Al final, botellita y media de las 6 que compré en Oporto, con chocolate. Nos dimos un gustazo.

 Luego de Óbidos nos dirigíamos al destino final de la excursión, Lisboa, en un hotel distinto al del inicio. Rui nos anunció que no nos detendríamos en el hotel antes de tener nuestra cena de despedida, lo cual me desilusionó porque había pensado ponerme mi little black dress con un collar de colores y unos taquitos, pero al menos di con un collar de cuentas rojo y me lo puse sobre la camiseta de color sólido que tenía.  Por suerte ese día me había puesto unos zapatitos negros cerrados que se veían de lo más monos. Vamos, que no se puede perder el caché.

El lugar de la cena era en una finca en la que criaban cerdos y producían vinos.  Nos recibió el dueño y nos llevó a un área en la que disfrutamos de vino, aceitunas, patés y pan, mientras nos hablaba de su finca.  Luego, pasamos a una gran mesa en la que disfrutaríamos de un exquisito buffet, en el que la estrella era el cerdo proveniente de la misma finca. 



Según nos explicó Rui, era el primero que preparaban de la crianza que producían.  Estaba exquisito y se lo dejé saber a Rui, enfatizando que si de algo sabemos en Puerto Rico es de cerdos, debido a nuestra tradición de asarlos a la vara para ocasiones especiales.  Salimos de la finca felices de haber tenido una cena tan especial y del fin de un viaje hermoso.  Llegamos al hotel y yo estaba extenuada.  Me despedí de Rui con un abrazo, aunque luego lo vi varias veces en el vestíbulo, ayudando a otros viajeros con gestiones.  Evidentemente disfruta lo que hace.

Al otro día ya estaba por mi cuenta.  Bajé a desayunar y vi al hombre de Seattle, que bajaba solo a desayunar porque su esposa se levantaba más tarde.  Me uní a él y tuvimos una conversación muy profunda sobre espiritualidad. Le mencioné que siempre viajo con mi folleto de La Palabra Diaria, que me mantiene centrada y en agradecimiento por todas las bendiciones recibidas.  Él y su esposa también pasarían otra noche en Lisboa, así que hablamos de tal vez cenar juntos al otro día.  Yo me dediqué a explorar los alrededores.  Entré a un centro comercial en plena avenida, pero no había nada que me llamara la atención.  Pasé por un cajero automático y decidí sacar euros adicionales, porque esa noche y al otro día estaría por mi cuenta y no me gusta depender de las tarjetas para compras simples.  Como me ocurre siempre que viajo a otros países, introduje mi tarjeta con miedito, porque si la máquina se la traga, no iba a ser sencillo recuperarla, sobre todo porque ese día era domingo.  Afortunadamente, no tuve problemas.  Pasé frente a una cafetería y pedí un café con un pastel de nata, que no estaba mal.  Regresé al hotel para prepararme para la excursión que había reservado desde acá, en la que debía degustar diversos platos y vinos -algo así como un chinchorreo, pero no era barato. 

Se suponía que me encontraría en una plaza con el grupo, así que decidí tomar un Uber.  Llegué como 15 minutos antes, pero no veía al guía que supuestamente debía llevar un sombrero, aparte de que nadie en la plaza estaba hablando español.  Escuché a unas norteamericanas hablando algo sobre el tour de degustación, así que supuse que ellas se unirían.  Luego apareció el guía -sin sombrero.  La única del grupo que hablaba español era yo.  Aparte de las americanas, había una parejita creo que de Dinamarca.  El guía se disculpó por la confusión e inició el recorrido. Entramos a un lugar en el que no había nadie en las mesas.  Salió a recibirnos el que supongo era el dueño y nos acomodamos en una mesa.  Trajo sardinas -de lata, pan, aceitunas y hummus.  No había con qué servirse las sardinas, así que cada quien estaba metiendo su tenedor en el plato, lo que me pareció poco higiénico, así que le comenté al guía y el dueño o encargado produjo una cuchara.  Esto no pinta bien, me dije.

De allí salimos a un lugar que parecía un cafetín de esos del Viejo San Juan y nos ubicaron en la barra, donde nos servirían un sándwich de cerdo, que estaba muy bueno.  Desafortunadamente lo acompañaban con cerveza, que no me gusta, así que pedí agua.  Seguimos camino y pudimos disfrutar algo de las calles de Lisboa.  Llegamos a una especie de fonda, donde nos sirvieron un guiso, que disfruté, con vino.  De allí salimos a una dulcería para probar los pasteles de nata, que estaban muy buenos.  Para terminar, caminamos hasta un lugar donde nos ofrecieron el licor ginja en unos vasitos plásticos, mientras estábamos de pie frente al lugar.  Una de las chicas comentó que sabía a sirop para la tos y en efecto, a eso sabía.  Ninguno de nosotros pudo terminarlo.  Allí nos despedimos, frente a la Plaza San Francisco, que fue tal vez la mejor experiencia de la noche.











La plaza estaba adornada con luces y había kioscos con diversos ofrecimientos.  En tarima unos músicos interpretaban canciones.  Disfruté la experiencia de sentirme vinculada a unas tradiciones que eran distintas, pero al mismo tiempo similares a las nuestras.  Tras caminar por la plaza viendo los ofrecimientos de los kioscos, decidí pedir el Uber y regresar al hotel.  Al otro día tendría la excursión por mi cuenta a Sintra y Cascais.  Tras una confusión con respecto al traslado, finalmente nos encontramos con el guía que nos ofrecería el recorrido.  Había una pareja de españoles, una pareja de peruanos, una chica de Argentina, una pareja de norteamericanos y yo.  El guía -Joāo- hacía las veces de chofer de la pequeña van y ofrecía las explicaciones en inglés y en español.  Me compadecí de él, porque no debió ser sencillo poder manejar todo eso.  Y debo decir que hizo un excelente trabajo y mantuvo una actitud muy positiva.




Llegamos al área del castillo de Sintra bajo una incómoda llovizna y algo de neblina.  La mujer de la pareja de españoles resultó ser bastante mandona y en un momento dado, le pidió al marido que le agarrara el bolso, lo cual él no hizo de inmediato.  Ello provocó una reacción airada, en la que le dijo en tono molesto: que me agarres el bolso, ¿cuántas veces te voy a pedir que me agarres el bolso?”. Yo quedé de una pieza y del resto del grupo se sintió un incómodo silencio.  Más adelante en el recorrido, seguía lloviendo y ella, disgustada, dijo: “esto es un asco”, lo cual me pareció una falta de respeto hacia el lugar que visitábamos, porque era algo impresionante y la lluvia no se puede controlar.  Me aseguré de mantenerme alejada de la gruñona mujer y me compadecí del marido, quien era muy simpático.El recorrido por el palacio fue muy impresionante.  Había demasiados detalles, pero salí más que complacida. 







El trayecto de regreso resultó difícil porque el suelo empedrado estaba resbaloso luego de la lluvia.  Joāo me ofreció su brazo y no dudé en aceptar la oferta, porque una caída en Sintra no estaba en mis planes.  Salimos del área del castillo hacia el pueblito, que resultó encantador.  Joāo sugirió que fuéramos a una repostería llamada Piriquita, que ofrecían diversos dulces, uno de los cuales era la especialidad, de ese mismo nombre.  Es como una masa hojaldrada con relleno a base de huevo, como una natilla con más consistencia.  Me desplacé por las callecitas, fijándome bien por dónde pasaba, para no perderme.









Regresé al lugar de encuentro y partimos hacia Cascais. Previo a la llegada, hicimos  una parada en Cabo de Roca, el punto más al oeste de Europa occidental. El lugar presenta unos enormes acantilados, que me hacen recordar el paisaje de Quebradillas.  No me gusta fotografiarme, pero el mar siempre me llama y le pedí a la chica de Argentina que me tomara una foto.  Estoy feliz, con el mar de fondo y mi camiseta con una flor de maga y la frase “Siempre serás un jardín florido de mágico primor” y una porción de mi bandera, que siempre me acompaña no importa cuán lejos vaya. 











De allí salimos para Cascais, un destino algo más moderno, con vista a una playa.  Mientras observaba el paisaje desde la van, me fijé en las nubes y de momento me pareció ver la imagen de Papi, lo cual trajo lágrimas a mis ojos.  No sólo me acompañaba mi bandera, sino que sentí que Papi me observaba disfrutando de ese viaje.  Recibí confirmación de ello un poco más tarde.

Joāo nos recomendó un lugar especializado en mariscos para almorzar, así que me dirigí allí.  El lugar estaba repleto y por un momento dudé de que tuviese tiempo de almorzar.  Por suerte, tenían un servicio excelente y me ubicaron en una mesa con vista al mar.  Pedí ostras de aperitivo, pero no tenían.  Lo que sí tenían eran langostinos, esta vez como plato principal caliente, así que los pedí.  Me trajeron esta fuente con ocho langostinos gigantescos y para acompañarlos unas papas fritas crujientes.  Por supuesto, mi copa de vino blanco no podía faltar.  Los langostinos estaban exquisitos, preparados en mantequilla y azafrán.  Estaban jugosos, con un sabor marino inconfundible.  Me imaginé a Papi feliz, contemplando cómo disfrutaba de un plato que era especial para él.  Los langostinos eran tan grandes que ya cuando iba por el sexto, me sentí bastante llena, pero no podía dejar perder algo tan sublime, así que poco a poco terminé el plato completo.  Esos langostinos se unen a otros platos espectaculares que he disfrutado en mis viajes, como los lingüini en tinta de calamar que disfruté contemplando el canal de Venecia o las ostras en la isla de Miyajima.












Finalizada la excursión, Joāo nos llevaría al punto de encuentro, desde el cual yo debía tomar un Uber.  Me despedí de él y por la conversación supo dónde me hospedaba.  Me dijo que el hotel estaba en ruta hacia donde se dirigía, así que ofreció llevarme, lo cual acepté con gusto.  Este joven había hecho un excelente trabajo al tener que conducir y al mismo tiempo ofrecer sus explicaciones en dos idiomas.  Era evidente que disfrutaba lo que estaba haciendo, lo cual es en sí un excelente activo para el turismo en su país. Mostró no solo las bellezas y habló sobre la historia de la zona que visitamos, sino que también mostró la belleza de la gente de Portugal. 

Al día siguiente decidí ir al Acuario de Lisboa.  Tomé un Uber y llegué sin problemas.  El acuario es impresionante, con instalaciones modernas y muy bien dispuestas.  



Tenían tanques enormes cubiertos de cristales desde los cuales podían apreciarse diversas especies, incluyendo tiburones y mantarrayas.  Estas últimas me fascinan, porque parecen pájaros agitando sus alas cuando se desplazan a través del agua y al verlas por debajo parecen tener caritas sonrientes.  















En otros tanques tenían las estrellas de mar que tanto me fascinan y por supuesto, los peces payasos a los que no importa donde vayamos, ya los identificamos como Nemo, por la película de Disney.  Verlos me conectó con esa parte inocente, con alma de niña que me habita. También había un área abierta, desde la cual podían divisarse nutrias juguetonas y hasta pingüinos.
















Tras ver las criaturas marinas en vivo, me dirigí a una sala en la que exhibían un documental hermoso sobre la vida marina y la interacción con lo seres humanos.  Los murales en la entrada me hacían sentido: “Pertenecemos al océano”.  Y en las exhibiciones de los seres marinos, una frase me cautivó: Mar, Metade de minha alma é feita de maresia. Sí, la mitad de mi alma está compuesta de la brisa y la sal del mar.







Conectado por un funicular hay un parque espectacular que bordea un lago que hubiese pensado que era mar, pero no. El lugar transmite paz.  Hay un silencio que permite escuchar la brisa que agita las ramas de los árboles circundantes. 
























También hay área de restaurantes, pero me había comido un emparedado -de marisco, claro- en el acuario, así que no tenía hambre.  Regresé al hotel y me encontré con el hombre de Seattle en el vestíbulo.  Quedamos en encontrarnos junto a su esposa para cenar.  En la recepción me recomendaron un restaurante que estaba a pasos del hotel, así que más tarde eso hicimos.  Su esposa tenía más dificultad para caminar de lo que imaginé, así que me desplacé nerviosa durante el trayecto.  El restaurante me decepcionó un poco, pero a ellos pareció no importarles.  Yo pedí el plato especial del día, que resultó ser una versión ampliada de las croquetas de bacalao -algo así como un pancake grueso, con el caldero del arroz como el que había comido en Oporto.  No fue la cena que hubiese querido como despedida de Portugal, pero me alegré de compartir con esa pareja amable y en cierto modo, ofrecerles compañía.

Mi viaje llegó a su fin al día siguiente, cuando debía emprender el vuelo de regreso.  Bajé a desayunar y me resultó enternecedor ver cómo un mesero colocaba con sumo cuidado los platos en una mesa cercana y tomaba con pinzas las servilletas.  El servicio había sido excelente y sentí que los empleados se esmeraban en atender bien a los huéspedes.  Así se lo manifesté a dos personas que parecían ser gerentes.  A veces pasamos por alto el buen servicio y sólo nos fijamos en los defectos.  Lo mismo pasa con nuestras vidas -en ocasiones solo miramos lo negativo, olvidando las bendiciones.   Portugal fue inesperado; me llevo muchas imágenes hermosas y varias totalmente inesperadas que quedarán grabadas en mi mente: el templo griego y la luna trasnochada de Évora, el Castillo Mateus, los nidos de cigüeñas, los bacalaítos y la imagen de Papi formada por nubes en Cascais.  Una vez más, me regocijo en la fortuna de poder disfrutar de los viajes que me permiten ver otros paisajes, otras culturas, otra gente y encontrar, una vez más, que estamos hechos de la misma esencia.

3 de septiembre de 2024