PORTUGAL INESPERADO
No voy a entrar en todos
los detalles, pero el año pasado comencé la planificación de un viaje que había
ansiado por mucho tiempo -Australia.
Añadí Nueva Zelanda por aquello de que las distancias son tan largas,
que pensé que valía la pena explorar un poco más en esa área del mundo tan
apartada en todos los sentidos de lo que nos es más familiar. El viaje sería en abril de este año y ya para
noviembre tenía pasajes comprados y el depósito de la excursión, que se pagó en
su totalidad en febrero. Para esa fecha
también obtuve los visados para ambos países.
La inversión en tiempo y dinero era para mí enorme. Un viaje así, con las complicaciones en
horarios, distancias y climas (cuando aquí es verano allá es invierno), no se
planifica -al menos para alguien como yo- en unos días. Por eso, la llamada de mi amiga/agente de
viajes en el Día Internacional de la Mujer Trabajadora para informarme que la
excursión estaba cancelada, me dejó sin aliento.
Poco a poco fui
absorbiendo los detalles -la cancelación se debió a que la operadora de la
excursión -una compañía de incuestionable reputación que he usado por años- no
tenía el quórum necesario. No me
preocupaba el dinero invertido -sabía que recuperaría eso, aunque los pasajes
fueron otros 20 pesos -por usar una frase muy nuestra, porque la verdad es que
un pasaje para Australia cuesta un montón.
Al final, las líneas aéreas me darían un crédito, que debía usar no más
tarde del 6 de noviembre, porque el año para usarlo se cuenta a partir de la
fecha de compra, no la del viaje. Mi
cerebro se fue como en una especie de shutdown en el que no podía
decidir qué hacer. Toda la planificación
que había hecho por meses se esfumó en cuestión de segundos; no tenía energía
para volver a hacer los cálculos de horarios y climas, aparte de que perdí el
entusiasmo por ir a Australia.
Tras varias semanas de
exploración me decidí por Portugal, un destino que no estaba en mi lista, pero
que comencé a considerar el año pasado para un viaje futuro, tras los
comentarios elogiosos de varias amistades. Tras explorar un poco el asunto del
clima y los lugares, me decidí por la excursión que terminó a principios de
julio, con tres días adicionales en Lisboa por mi cuenta. Fue una buena decisión, que aparte de la
hermosa experiencia, me ofreció varias oportunidades para reflexionar sobre las
decisiones que tomo en torno a los viajes, en un momento de mi vida en que no
tengo las mismas energías que tenía al inicio de mis aventuras viajeras que me
han llevado, entre otros, a Grecia, Italia,
Francia, Argentina, a Japón en un
viaje de ensueño para celebrar mis 50 años y a Sudáfrica el año pasado, en un
viaje que me hizo llorar de emoción, por el cual agradezco a Dios el privilegio
de haber experimentado.
Salí para Portugal el 18
de junio, vía Nueva Jersey. Tenía varias
horas entre un vuelo y otro, así que exploré el aeropuerto y los lugares para
comer – todos mega caros. Me decidí por
un lugar de corte italiano, que resultó rarísimo porque la orden se hacía desde
la mesa, vía internet. El mozo sólo traía la orden. El salmón que escogí, con una copa de vino
blanco no estuvo mal; no era como para los $65 que pagué, pero qué cará, no me
iba a parar a comerme un sándwich de esos envueltos en plástico por los que te
cobran casi $20, después de haberme decidido a hacer este viaje que aunque
costaba menos que ir a Australia, no era exactamente una ganga, sobre todo
porque todavía me tocaba usar el pasaje con la línea aérea con la que tenía un
crédito, pero esa es otra historia.
El vuelo a Lisboa era de
noche y por la diferencia en horarios llegamos al día siguiente en la mañana. En el aeropuerto de Lisboa conocí a varias de
las mujeres que se unirían a la excursión – tres de Estados Unidos y una de
Canadá. Llegó el autobús que nos
transportaría al hotel y allí conocimos a nuestro guía, Rui Veloso. Nos dio alguna información, que luego
colocaría en un tablón. Conocí dos hermanas de Ohio, muy amables y un
personaje extraño, que se ofendió cuando le preguntaron si era de
Australia. Era de Nueva Zelanda y ya
daba indicios de sus rarezas cuando evidenció su disgusto con la gente que
llegaba tarde, diciendo que en su último viaje calculó que se habían perdido no
sé cuántos minutos debido a las tardanzas.
Como las habitaciones no estaban listas, me fui a caminar y ver si podía
tomar un café con alguna cosita para acompañar.
Pregunté en la recepción y me extrañó que no parecían manejar bien el
español, cosa que me sorprendió y que luego se repitió durante todo el
viaje. No me afectó, porque después de
todo andaba en una excursión de angloparlantes, pero pensé que al tener
frontera con España encontraría más gente en los hoteles y negocios que
hablaran español.
En el grupo todos
hablaban inglés. Yo era la única latina,
salvo por una mejicana, que hablaba en inglés, pero cuando supo que yo era de
Puerto Rico, me hablaba en español.
Tuvimos una conversación interesante en Oporto y no sé cómo salió a
relucir Trump. Me sentí en confianza
cuando ella dijo que él es un pend…, así que le dije que lo triste es que es más
allá de eso, que es un individuo misógino, racista, prepotente y peligroso,
pero bueno, sigo con mi relato. Perdón por la digresión.
Salí del hotel en busca
de una panadería que me mencionó la recepcionista del hotel, con un poco de
temor por mi ya conocida habilidad para perderme, que se combinó por el hecho
de que la ruta incluía esta endemoniada cosa que se ha puesto de moda de hacer
rotondas, pero afortunadamente encontré la panadería. Puede descifrar el sistema, en el que se
tomaba un número para hacer el pedido y más o menos hice entender que el dulce
no podía contener leche, luego de que pedí leche sin lactosa (que no había)
para el café. Tras varios intentos señalando
distintos dulces, encontré uno. Pagué
por primera vez en Portugal con los euros que llevé de acá y me senté a tomarme
el café con un pastry que no estaba mal, pero no era nada del otro
mundo, como pasa aquí en muchas panaderías. Fue interesante ver la dinámica de
los portugueses en su rutina de sentarse a tomar su café con alguito, tal y
como hacemos aquí. Regresé al hotel y mi
maleta no estaba. Pensé que se la habían
llevado al cuarto, pero no.
Esperé un rato por la
maleta, pero no llegaba. Tampoco quería
tomar una siesta, porque leí que para adaptarse mejor, se debe entrar al
horario del país al que se llega. Aparte
de eso, cuando tomo siestas, me desvelo luego, así que resistí. Como tenía la maleta de mano, aunque no tenía
toda la ropa decidí tomar un baño, porque lo cierto es que ya llevaba un día
desde mi última ducha antes de salir para el aeropuerto. Mi temor era que la maleta llegara justo
cuando salía del baño, sin la ropa limpia.
Eso fue exactamente lo que ocurrió.
El chico tocó a la puerta. Me
emborujé en la toalla, que por suerte era grande y abrí la puerta de medio
lado. El joven me pidió excusas y la
verdad es que a estas alturas ya pocas cosas me dan vergüenza, así que agarré
velozmente mi maleta y le di las gracias – obrigada.
Dediqué el resto de la
tarde a organizar las cosas y revisar el itinerario. A las 5 nos reuniríamos con el guía para más
indicaciones y un pequeño recorrido por la ciudad antes de la cena. Nuestro chofer era Vitor. No hablaba mucho, pero era muy amable. El recorrido fue breve y llegamos a nuestro
destino -un antiguo almacén convertido en un restaurante, en el cual había un
salón para nuestro grupo – unos 40, si mal no recuerdo. La anfitriona se llamaba Ana y era muy atenta. Había vino blanco y tinto en la mesa, por lo
que procedí a servirme una copa del blanco.
Había una picadera con croquetas de garbanzos y algo más, aceitunas y
pan. Lo cierto es que ya tenía hambre. Sirvieron una ensalada muy buena, con una
fruta que muchos identificaron como manzana, pero a mí no me sabía a
manzana. Al otro día la vi en el
desayuno y pregunté qué era. Melón
blanco fue la respuesta. Ya sabía yo que no era manzana.
A la ensalada le siguió
el plato principal -bacalao desmenuzado, mezclado con una crema a base de
harina muy bueno. Había un muslo de
pollo, que me decepcionó cuando lo vi, porque prefiero la pechuga, pero estaba
muy bueno y unas setas riquísimas. De
postre, bizcocho de chocolate. Fue una
cena buenísima -un buen comienzo para nuestro viaje. De regreso caí rendida y salvo que me
desperté a eso de las 2 am (que serían las 7 am en Puerto Rico) dormí hasta las
6, cuando sonó la alarma.
Luego del desayuno hicimos un recorrido por la ciudad. Visitamos el monumento a los descubrimientos, con figuras talladas en una estructura que simulaba un barco.
En la plaza antes de llegar se mostraba un enorme mapa del mundo, ilustrando todos los lugares visitados por los navegantes. Me acerqué al mapa, buscando mi islita ¡y allí estaba! Me dio una alegría inmensa verla. Y tuve una reacción un tanto infantil. El personaje extraño ya comenzaba a molestar con sus comentarios y prisas. Había países que no estaban en el mapa porque “no habían sido descubiertos” aún, entre ellos Nueva Zelanda, así que le dije al hombre “fíjese, Nueva Zelanda no está y Puerto Rico sí”.
Como dato curioso, la guía local explicó que
el té no es originario de Inglaterra, sino de la India. El nombre en inglés tea proviene de
las siglas de la compañía importadora Trasporto Especiarias
Aromáticas. Eso me hizo recordar que se dice que en Puerto Rico se
le dice chinas a las naranjas por unas que llegaron en sacos provenientes de la
China y así se les llamó desde entonces.
Visitamos brevemente la Torre de Belem, fortificación del siglo XVI, frente a la desembocadura del Río Tejo (Tajo). La pronunciación de Tejo en portugués es algo así como Teillosh, lo cual demuestra que el portugués no es tan sencillo como pensaba, ya que puedo entender un poco las palabras escritas, pero la pronunciación las hace parecer algo totalmente distinto. El exterior de la fachada, con sus torres de observación me hizo recordar nuestras garitas.
El asunto del río que parece
mar es algo totalmente extraño a nosotros, con nuestro Río Grande de Loíza, que
en comparación es más bien petite, pero bueno, todo en esta vida es
relativo. La próxima visita fue al Monasterio de los Jerónimos, también del
siglo XVI. Impresiona la amplitud de sus
espacios y la sensación de paz. Tras esa
visita, Rui nos tenía su primera sorpresa: los famosos Pasteis de
Belém. Los trajo en una caja que
parecía como de pizza, pero al abrirla reveló estas tartaletas con un relleno
como de crème brûlée. Estaban
todavía tibias -mmmm. Trajo también azúcar
y canela, por si queríamos probarlos de otra forma, pero yo soy purista, así
que disfruté mi porción saboreando la textura crujiente -crocante le dicen
ahora- de la masa y la cremosidad y dulzor del interior.
Tras disfrutar de los pasteis
la mayoría del grupo iba a hacer la excursión opcional de Sintra y
Cascais. Yo había decidido dejar esa
excursión para los días adicionales que tendría por mi cuenta en Lisboa cuando
terminara la excursión principal. Como
éramos pocos los que no tomaríamos esa excursión Rui llamó 2 taxis para que nos
llevaran al hotel. Me entregó 20 € para
que le pagara al taxista y me solicitó que pidiera un recibo. Yo estaba un poco ansiosa con eso de tener
que pagar sin saber si lo que me iba a cobrar el taxista era razonable o no,
pero asumí mi tarea. Me acompañó una
mujer con cara muy amable y cuerpo que se notaba estaba haciendo esfuerzos para
mantener el ritmo intenso de la excursión.
Era de Seattle y días después tuve agradables intercambios con su
esposo, pero me adelanto al relato. Como
no tengo sentido de orientación, me preocupa si el taxista estaría tomando
rutas más largas para cobrar más, pero finalmente llegamos al hotel. Calculé la propina y lo cuadré a 15€, por lo
que sobraron 5€. Pedí el recibo y me
aseguré de guardar ambos con cuidado. Al
regresar, Rui me felicitó por la gestión.
Al regresar al hotel, me dediqué a caminar por el área circundante al hotel, localizado en la Avenida Liberdade, a la que según Rui le llaman los “Campos Elíseos” de Portugal. Las áreas están cubiertas con empedrado que simula mosaicos, con diseños. Alrededor hay árboles frondosos y los cruces peatonales están muy bien demarcados.
Ese día había feria de artesanías, con muchos quioscos de artesanos a lo largo de la avenida, cosa que me encantó. Soy muy partidaria de auspiciar el trabajo artesanal, tanto aquí en Puerto Rico, como en los países que visito. Me detuve en varios de los quioscos para charlar con l@s atesan@s y aproveché para comprar algunos regalitos, con los requisitos que me impongo: que ocupen poco espacio y no pesen mucho, porque luego tengo que acomodar todo y cargar la maleta, que al final del viaje termina pesando más que al inicio. Nunca he tenido mucha fuerza -y ahora menos. Durante el recorrido vi algunos lugares para comer, en puestos con mesas y sillas en el medio de la explanada. Me decidí por uno que hacía énfasis en mariscos, sobre todo un plato de bacalao, que se supone es la especialidad en Portugal.
Los precios eran razonables y se notaba que iban locales, además de turistas. Pedí el plato de bacalao -un filete bastante grueso, que estaba bueno de sabor, pero un poco seco.
Lo cierto es que esto de
saber cocinar y haber probado platos diversos es a veces una desventaja, porque
las expectativas pueden ser demasiado altas.
En mi mente me había hecho la idea de que en Portugal me comería un
bacalao espectacular y lo cierto es que espectacular no era -eeehhhh, it’s
okay, pero yo esperaba más. No quería comer demasiado, porque en la noche
tendríamos la excursión opcional con show de fado incluido.
Para quienes no conozcan el género de Fado, es una música melancólica, que se interpreta por un(a) cantante en compañía de tres músicos.
Es un canto melancólico, muy íntimo, que puede aludir al amor de pareja o a la patria. Tendríamos la cena en el mismo lugar donde se presentarían los músicos y Rui hizo hincapié en que debíamos guardar silencio mientras estuvieran interpretando. Se considera ofensivo que el público esté hablando mientras los músicos entregan su alma en escena. Nos sentamos en mesas distintas. Yo estaba al lado de la pareja de Sudáfrica, frente a un hombre de Florida que me parecía un tanto hosco y comprobé que sí lo era cuando llegó el esposo de una pareja que parecían ser de la India, aunque se identificaron como procedentes de Boston. No sé- no importa donde vaya siempre diré que soy de Puerto Rico. Una cosa es dónde vives y otra de dónde eres, pero bueno, disgrego. El indio bostoniano le dijo al floridiano que si se podía cambiar a la mesa donde estaba su esposa, para estar juntos y él le dijo que no, que no quería cambiarse.
Es interesante ver las
interacciones entre personas desconocidas que viajan juntos y refleja mucho de
quienes son. Luego que el indio
bostoniano se sentó, fue un momento, imagino que a decirle a su esposa que no
se sentarían juntos. El floridiano dijo
que él no se cambiaba de lugar porque era claustrofóbico. Ajá ¿y qué hizo en el avión? El esposo regresó y debo decir que fue muy
diplomático, porque no evidenció molestia alguna. Yo me hubiera ofrecido a cambiarme de lugar,
pero lo cierto es que el lugar donde la mujer estaba sentada no permitía ver a
los músicos, que presumo era la verdadera razón para no moverse, pero yo lo
hubiera dicho de una manera más sutil.
Comenzaron a servir la comida, que estaba muy buena -un pescado
exquisito y de postre, mousse de chocolate.
Había abundante vino.
La experiencia de escuchar los intérpretes de fado fue muy emotiva. Yo no entendía lo que estaban cantando, pero podía sentir la emoción en la interpretación. Lamenté no haber comprado un cd que ofrecían al salir. Cuando terminó la excursión oficial le pedí recomendaciones a Rui para ir por mi cuenta a otra experiencia de fado, pero luego me arrepentí, porque la noche que tenía disponible era la anterior al vuelo de vuelta a casa; no quería llegar tarde y regresar sola al hotel de noche.
Al otro día salimos con destino a la región de Algarve, localizada al sur. Nos detuvimos en un mercado que me dejó anonadada. El ofrecimiento de frutas y vegetales era una fiesta de color. Todo estaba muy limpio y en las paredes había azulejos pintados, con motivos de barcos de pesca.
Fui al baño y aunque sencillo, estaba muy limpio. Regresé para ir al área de pescados y ahí quedé en éxtasis. El olor a mar era evidente. Pese a que el manejo puede ser un tanto caótico, todo estaba muy limpio.
Me paseé por los pasillos, contemplando pescados grandes, chiquitos, huevas, pulpos, camarones, langostas y de repente ¡ostras que podía probar! Pedí dos grandes y me dijeron que era enorme, así que pedí dos medianas. Fue toda una experiencia probar ostras en el lugar donde llegan frescas, olorosas a mar. El éxtasis -mmmmmmmm.
Parecido a nuestra plaza del mercado de Rio Piedras (guardando distancias, claro), alrededor de los ofrecimientos abiertos en medio del local hay puestos como colmados en los que venden aves, pastelería, carnes, aceites, mermeladas y hasta vinos. Estaba contemplando las pencas de bacalao seco que colgaban del techo y el dueño del local me preguntó que si yo sabía lo que era.
Por supuesto que sabía. El
bacalao ha formado parte de la dieta Boricua por años y antes era comida de
pobres. Nótese que dije antes. Me gusta
contemplar esas pencas de bacalao expuestas como faldas de bailarina y he
desalado bacalao para preparar una serenata, un bacalao guisado, un sopón, un
revoltillo con bacalao y cebolla o un arroz con bacalao y por supuesto, los
bacalaítos. Me dijo el hombre que el
bacalao no se pesca en aguas locales, por lo que se importa, cosa que me
pareció extraña, ya que llevo tiempo oyendo de lo exquisito que es el bacalao
fresco en Portugal y ahora resulta que allá pasa lo mismo que aquí, que el
bacalao no se pesca en aguas locales.
De salida me puse a hablar con la dueña de un puesto de vegetales que me llamó la atención porque vi que tenía plátanos verdes y maduros, además de yautía. Le hablé de cómo preparamos acá los tostones y los amarillitos. Quién iba a decir que en Portugal me sentiría conectada a una parte de mí a través de unos plátanos.
Me despedí de la chica y a la salida compré unas fresas para regresar al autobús hacia nuestro nuevo destino -Monte Negro, una hacienda de crianza de caballos de raza Lusitana. La familia del dueño tenía vínculos con la realeza portuguesa. La casa sigue siendo de la familia y han convertido algunas habitaciones que transformaron para poder recibir invitados a almorzar. Antes del almuerzo Tiago, que así se llama el dueño, nos habló de la crianza de los caballos y nos dio una demostración. Al terminar nos dio la oportunidad de preguntar y yo pregunté si conocía los caballos de Paso Fino de Puerto Rico y me dijo que sí; que eran unos caballos muy hermosos. Se me infló el pecho. Nada, que a donde quiera que voy llevo mi islita y me siento súper orgullosa de ella.
Pasamos a disfrutar del
almuerzo y nos dividimos en las diversas habitaciones. En el grupo estaban dos amigas con las que luego
fui a cenar cuando estuvimos en el hotel de Algarve, la pareja de Seattle y las
hermanas de Ohio. El almuerzo comenzó
con una sopa de calabaza que estaba exquisita, seguida de un pollo riquísimo,
en salsa de crema y calabacín. Rui había
venido a cotejar, para que no le pusieran crema a mi plato, por mi problema con
la lactosa. El pollo venía acompañado de
zanahorias con aceitunas negras. De
postre, un flan que no comí, por el asunto de la lactosa. Al regresar después del viaje, la compañía
envió las recetas de ese almuerzo.
Preparé el pollo y me quedó divino.
Seguimos rumbo al hotel
en el área costera de Algarve, lugar muy popular entre los portugueses para
vacacionar. Era un hotel grande y desde
mi habitación podía divisar el mar de lejos.
Estaba cansada. Había almorzado bien, así que no
cené. Pese a que el hotel estaba algo
cerca del mar, no fui a la playa, por vagancia. No quería ir en Uber,
porque ya el autobús del hotel no estaba operando -eran como las 5 o 6 pm. Al
día siguiente nos dirigimos a Cabo San Vicente, con grandes acantilados. No pudimos subir al faro, pero disfruté de la
intensidad del azul del mar y se comentó que algunos han llamado a esa punta al
extremo sur oeste, el fin del mundo.
Pues uno adicional para mí, que estuve en “el fin del mundo” argentino.
Continuamos bordeando la costa y nos detuvimos a contemplar un paisaje. Alguien notó en la hierba semi seca unos caracoles que se adherían a las ramas y parecían formar un collar.
Nos dirigimos al pueblo de Lagos, en el que estuvimos muy poco tiempo, la mayor parte del cual se fue en escoger un lugar para almorzar. Me senté con algunas de las chicas y pedí una ensalada de camarones con un aderezo de cítricos, que estaba exquisita.
Tomé la excursión adicional al pueblo de Faro. En el camino, se veían muchos nidos de cigüeñas – de hecho, ya habíamos visto algunos en la hacienda Monte Negro. Nunca había visto tantos nidos de cigüeña. Me pregunto si en las próximas semanas habrá incrementado la población en Portugal. Había uno hasta en el tope de una iglesia, lo que presumo haría más fácil planificar el bautizo.
En Faro había una pantalla gigante dispuesta en la plaza, ya que estábamos en medio del mundial de fútbol. También se erguía una gigantesca noria -aquí le llamamos estrella, que presumo operaba en las noches. Una curiosa cabina llamó mi atención: en lugar de teléfono, tenía libros en estantes. Aparentemente se podían tomar libros prestados, presumo que para leerlos en un banco aledaño.
Tras la corta visita nos movimos a visitar la
Iglesia de San Lorenzo, que es algo muy singular, ya que el techo y las paredes
están recubiertos con azulejos que muestran escenas de la vida religiosa. Tan sólo el altar, en madera recubierta en
láminas de oro, queda sin azulejos. Lamentablemente, no se permite tomar fotos
ni vídeos, por lo que tuve que conformarme con comprar dos postales, que en
realidad no reflejan lo impresionante que es el lugar. Solo pude tomar algunas fotos del exterior y
cuando salía, me enteré que el hijo adolescente de una de las del grupo había
tomado un vídeo subrepticiamente.
Alguien comentó que eso no estaba bien, pero que quería que le enviaran el vídeo, lo que me pareció una barbaridad. No respetar las reglas de un lugar que data del siglo XVIII y es cuidado para que pueda ser visto por futuras generaciones es faltarle el respeto a un país en el que somos visitantes; es no tener respeto por la posibilidad de que eso que tanto se ha cuidado no esté disponible para l@s que vengan después. Lo más triste es que esas fotos y vídeos luego permanecen olvidados sabe Dios dónde. Esa noche había una cena opcional, pero decidí no ir. Me uní a dos amigas que estaban en el vestíbulo del hotel decidiendo qué hacer y fuimos caminando hasta un restaurante con mesas en el exterior. Fue muy buena experiencia. Pedí un pescado de cuyo nombre no me acuerdo, pero estaba exquisito y al regreso entramos a un supermercado de una cadena a través de todo Portugal. El supermercado se llama Pingo doce, lo cual me causó gracia, por razones obvias. Le conté a las amigas -que eran americanas y obviamente no se percataron de lo particular del nombre y nos reímos un rato sobre el nombre del supermercado.
Al otro día salíamos hacia Évora, una ciudad que me cautivó. La llegada era un poco complicada, porque el autobús no podía entrar al área amurallada, por lo que caminamos con el equipaje de mano hasta el hotel. El hotel queda dentro de las murallas pintadas de blanco. La habitación tenía el sabor de una pequeña villa francesa, con tapizados rosados. Un pequeño balcón daba a un patio. Luego de acomodarnos, salimos a un recorrido por la ciudad empedrada. Al voltear la esquina me topé con algo que me dejó sin aliento: un templo griego.
Visitamos la Catedral, con
claustros y construcciones añadidas que datan desde el siglo XII hasta el siglo
XVI. La enormidad y detalles de la
construcción, con sus diversos estilos me dejaron anonadada. La cantidad de
información ofrecida, combinada con los diversos lugares visitados el mismo
día, no me permitieron suficiente tiempo para aquilatar verdaderamente los
lugares visitados en esta ciudad, al punto que tengo dificultad para
identificarlos. Confieso que tras ver
varias catedrales y sus claustros en varias ciudades, no puedo identificarlos
de inmediato y tengo que revisar las notas que tomé y las descripciones del
viaje. Évora en particular es una ciudad
en la que hubiese querido pasar más de una noche.
Impresionante por demás
me resultó la Capilla de los huesos, contigua a la iglesia franciscana, cuyos
monjes, según la guía, decidieron recolectar los huesos de quienes no tenían
dinero para ser sepultados en tumbas individuales y estaban en fosas comunes, para
colocarlos de una manera que les hiciera honor. Es también una reflexión sobre
la vida y la muerte, la cual, después de todo, nos llegará a todos. Como dice la inscripción a la entrada:
“nosotros los huesos que aquí estamos, por los vuestros esperamos”. A muchos esto les pareció macabro, pero a mí
no. Me emocionó la historia de que de
algún modo se rindiera tributo a los huesos que estuvieron mezclados y
olvidados en fosas comunes.
Cada cultura o
generación honra sus muertos como entiende.
¿Quién soy yo para juzgar, por poner un ejemplo, a los familiares del
“muerto parao”, o al que colocaron sobre una motora para el velatorio? Ese
momento refleja la vida del fallecido, que ciertamente no es como la mía. En mi caso, deseo ser cremada al morir y que
mis cenizas sean lanzadas al mar en algún punto de la costa de nuestra hermosa
isla. No quiero gastos en féretros que
no se usarán, ni gente desfilando frente a éste, algunos con una curiosidad más
morbosa que los que contemplaron los huesos en Évora. Ese deseo es más
consistente con mi amor al mar y lo mucho que valoro los sentimientos genuinos.
Para quienes me conocen de verdad, esto hace sentido y espero que cumplan con
esa voluntad cuando me toque. Dicho sea
de paso, no hay prisa.
Luego de esa visita que
era parte de la oferta básica, opté por la visita opcional a Monsaraz,
localizado al tope de una colina, entre murallas, desde donde se divisaba el
lago artificial más grande de Europa. El
pueblito tiene como 100 habitantes -sus calles se veían desiertas y uno que
otro viejo aparecía sentado charlando con otros. María de Jesús, apodada Ju era nuestra guía;
se notaba su aprecio por el lugar donde vivió y su molestia con carros que
aparecían aparcados en alguna orilla, cuando no se supone que durante el día
hubiese autos. Las calles empedradas,
las paredes blancas y el silencio eran encantadores -claro, para una visita,
porque no me imagino vivir allí.
Culminamos la visita en un pequeño establecimiento con vista al lago,
donde nos ofrecieron pan, aceitunas, aceite de oliva y vino. De regreso, Ju cantó una melodía con mucho
sentimiento, que hizo brillar mis ojitos con las lágrimas que a la menor
provocación, se asoman.
De vuelta al hotel, nos
preparamos para la cena que se ofrecía allí mismo y disfrutamos del
ofrecimiento aderezado con la conversación de los compañeros de viaje. Al día siguiente emprenderíamos rumbo a Viseu
y debía despedirme de Évora. Temprano en
la mañana salí al pequeño balcón de la habitación y me senté a leer La
Palabra Diaria que siempre me acompaña, no importa dónde vaya. Se sentía una enorme paz y la luna se
resistía a despedirse. Le tomé la foto
que preside este relato y ahora me doy cuenta que en mi viaje a Sudáfrica
también tomé una foto de luna trasnochada.
Hay algo de poesía y magia en estos momentos de quietud mañanera y como
confirmación, sentí un aleteo de un pájaro grande que no pude ver sino por un
pedazo de plumaje negro que capté con el rabo del ojo porque estaba inmersa en
la lectura. Tal vez era una cigüeña o
el anuncio de otros pájaros mágicos que habrían de llegar.
Confieso que recuerdo
muy poco del trayecto a Viseu. Un poblado medieval, un almuerzo apresurado y el
inicio de una neblina que no permitía ver los viñedos en la zona vinícola del
Dāo, donde tendríamos la cena como parte de la excursión opcional a una bodega productora
de vinos de la región. Primero tuvimos un recorrido por los predios y la
bodega, para conocer los vinos y la producción del lugar. Nos recibió una chica que probablemente tenía
poca experiencia y tal vez estaba nerviosa.
Por momentos exhibía una sonrisa extraña al terminar un tema. En un momento entramos a un área cerrada y
tuve un flashback de una de esas películas de misterio donde el villano
encierra a los protagonistas. La pobre
chica solo debía estar nerviosa, pero yo me sentí aliviada cuando regresamos al
área abierta.
Tras el recorrido, fuimos al área de comedor para disfrutar de la cena. Podíamos escoger entre un vino blanco y uno tinto y me decidí por el blanco para los aperitivos y luego cambiaría a tinto porque me proponía pedir el plato de ternera. Comenzaron a traer los aperitivos que salvo uno en particular, no recuerdo. Quedó en mi memoria un plato con algo que parecían como unas tortitas que cuando miro bien, para mí, eran ¡bacalaítos!
Probé uno y en efecto, era
la versión portuguesa de nuestros bacalaítos. Obviamente no eran unas panderetas como las de
las Fiestas de la Calle Sebastián o una vitrina de chinchorro, sino una versión
más delicada y chic -como la que hago cuando los acompaño con champán. No se
pueden imaginar la alegría que me dio ver unos bacalaítos en Portugal. Como dice el anuncio de Mastercard, no tiene
precio. Al momento de traer el plato principal, pedí que me trajeran vino
tinto, pero me decepcionó, así que volví a pedir blanco, que resultó ir muy
bien con el plato de ternera. Para los
postres había variedad. La cena resultó
excelente y luego pasamos al área donde tenían vinos para la venta. Me decidí por una botella de blanco solamente.
Al día siguiente salimos rumbo a Oporto, bajo una densa neblina llamada la neblina de San Juan o las Orvalhadas de Sāo Joāo. Por momentos no se podía ver nada, lo cual es una pena porque atravesamos la ruta de los viñedos del valle del Douro (Duero).
Nos detuvimos a visitar el Palacio Mateus -sí, los del vino rosado que much@s recordamos. Por la descripción del viaje sabía que el palacio estaba incluido, pero jamás imaginé lo que vería ante mí. En el camino, un rótulo que anunciaba cerezas y luego un pequeño puesto que confirmaba la oferta.
Al entrar, vi un palacio no tan grande, pero con jardines impresionantes que datan del siglo XVIII; era como transitar por palacios franceses. Esta fue mi segunda experiencia de algo totalmente inesperado.
La pareja
india/bostoniana buscaba fotógrafos incidentales para que le tomasen
fotos. Tenían como una obsesión de
fotografiarse en todos lados y por momentos eso me incomodaba, porque yo quería
seguir explorando y debía detenerme a esperar que posaran, en este caso en el
alto de una escalera. Confieso que ya
les huía, porque como decimos, no es lo mucho, sino lo seguidito. Sobre todo, me escabullí en algunas de las
iglesias, porque ni el interior de los sagrados recintos se salvaban de su
obsesión fotográfica, que me parecía irrespetuosa. Sea cual sea el templo que visite, me parece
que tomarse una foto posada, sonriente en el interior le resta a la solemnidad
de un espacio dispuesto para la reflexión y a la necesidad de desahogar
nuestras penas, agradecer a la vida o hacer los pedidos que nuestro espíritu
requiera. La excepción, claro está, la
celebración de una boda que dicho sea de paso, puede ser algo imprudente en el
caso de algunos fotógrafos profesionales con sesiones más largas de fotos que
la ceremonia misma. Pero bueno, de nuevo
disgrego.
Traspasé el patio interior del palacio y divisé los hermosos jardines. No cesaba de admirarlos y disfrutar la quietud y la magnificencia del manejo de la vegetación.
Salí para retornar al autobús y me detuve a
mirar una escultura dentro del estanque frente al palacio, que no había notado
antes. Estuve un buen rato
contemplándola y por supuesto, le tomé la foto que constituye una de mis
favoritas.
Luego de esa visita fuimos a Guimaraes, donde se divisa otro castillo medieval. En los alrededores, varios árboles de corcho, lo que nos permitió ver de cerca la materia prima para tantas creaciones, que no se limitan a los corchos para tapar las botellas de vino, sino que incluyen zapatos, porta platos y hasta carteras – yo compré una en Oporto. El pueblito de Guimaraes se me confunde en la memoria. Ya para ese momento el cansancio comenzaba a sentirse. Llegamos al hotel en Oporto, situado -literalmente- frente a los rieles del tranvía, así que había que prestar mucha atención al salir. Mi habitación no tenía vista al río, pero no me quejo.
En la noche fuimos a un pequeño crucero por el Duero. Pudimos apreciar varios puentes, entre ellos uno que fue diseñado por Eiffel -sí, el de la torre. Hay otros 2 puentes que se le parecen y honestamente, no puedo distinguir cuál es cual.
El trayecto se hace atravesando el Río Duero con Oporto a un lado y Gaia
al otro. Luego del paseo, fuimos a cenar a un restaurante local y lo pasamos
muy bien -el vino abundante siempre ayuda.
Al día siguiente tuvimos la excursión de la ciudad con una visita al edificio de la antigua bolsa de valores, ahora Cámara de Comercio, que me impresionó por lo suntuoso de los espacios y la influencia morisca de los diseños. El motivo de un corazón que se repetía me sirvió de inspiración para la cartera de corcho que adquirí luego en un puesto de artesanía en Gaia.
Visitamos la casa Ferreira, productora del vino Oporto, del cual no he sido fanática, pero tras el recorrido hubo una degustación. Los vinos de Oporto se toman como un aperitivo o para acompañar el postre. Durante la visita la guía local nos había obsequiado un chocolate -oscuro para mi deleite- y mencionó que eran ideales para acompañar el oporto.
Al llegar el
momento de la degustación, eché mano de mi chocolate y en efecto, disfruté de
las opciones de oporto que nos ofrecieron.
Compré un estuche con 6 botellitas pequeñas que podía regalar o tomar
acá, como de hecho hice. Una prueba más de que debemos intentar probar cosas
que antes nos desagradaban cuando las circunstancias son las apropiadas
-excepto si se trata de Trump- ahí no hay circunstancia que valga.
Teníamos un poco de tiempo para comer algo liviano y caminar por Gaia, así que almorcé en un lugar con ofrecimientos diversos -algo así como un food court, pero local. Vi a uno de los compañeros del grupo con un plato de langostinos y decidí que eso era lo que comería.
Un plato de langostinos frescos, sin nada más
que el limón para realzar su sabor. Me
los disfruté en compañía de la mejicana en el grupo, con quien hablé un poco en
español, previo a que llegara su compañera de viaje, que era americana. Fue con ella que tuve el breve intercambio
sobre Trump que mencioné al principio -que a la fecha de este escrito se
enfrentará a Kamala Harris, que espero salga victoriosa, por el bien de los
Estados Unidos, de Puerto Rico (Dios nos coja confesa’os) y en última instancia
del mundo, porque un ser como ese es una bomba de tiempo.
Salimos de Gaia al hotel, para tomar la excursión opcional a Braga. otro lugar pintoresco, que todavía exhibía en su plaza los adornos para las festividades de San Juan.
Visitamos la Basílica del Buen Jesús, a la que se llega en funicular si se quieren obviar los escalones. Por lo apretado del itinerario tomamos el funicular, pero me hubiese gustado disponer de más tiempo, porque el lugar es hermoso.
Hay jardines, varias
estructuras aledañas y una impresionante vista de la ciudad. Camino a la visita de ésta el guía nos dijo
que hay un dicho en Portugal sobre las ciudades: en Coimbra estudiamos; en
Braga rezamos; en Porto trabajamos y en Lisboa jugamos. Pues ciertamente en las plazas de Braga
podía verse el espíritu festivo inspirado en las fiestas de San Juan, que me
recordó nuestras plazas adornadas durante las fiestas patronales.
De regreso al hotel, pensé en el hecho de que esa sería la última noche en Oporto. Quise caminar un poco por el área y comer algo. Me moví a lo largo de los rieles del tranvía para no perderme y me detuve en un lugar con mesas en el exterior, cercano a la orilla del río y del McDonald’s sofisticado. Rui había comentado en broma que alguien dijo que esa era la embajada de Estados Unidos.
Cotejé el menú y había algo como unas croquetas de bacalao, acompañadas de arroz con tomate. Me pareció interesante y lo pedí. Mientras esperaba la comida, observé una pareja de novios en sus galas nupciales frente al tranvía, que posaba para un fotógrafo.
Llegó mi comida. Las croquetas estaban buenas. El arroz resultó algo extrañísimo, servido
como en un calderito. Parecía como un
asopao aguado, con habichuelas. No sabía
si lo regaba encima de las croquetas o me lo comía así mismo. Eché un poco sobre las croquetas y probé otro
directo del calderito, pero me parecía insípido. Pensé que tal vez en ese lugar no lo
preparaban bien, pero tuve una experiencia similar en Lisboa. No entiendo la preparación de ese arroz que
no es ni risotto, ni asopao; ni siquiera arroz amogolla’o.
Salí del lugar con
intención de visitar una iglesia, pero estaba cerrada al público. Quien sabe, tal vez allí se celebraría la
boda de los novios que había visto.
Luego pude entrar a otra e hice una oración de agradecimiento por el
viaje que estaba disfrutando. De vuelta
al hotel, decidí subir a la terraza en la azotea, desde la cual se divisaba el
río. Allí estaba la pareja de Sudáfrica,
a quienes saludé y me invitaron a unirme a ellos, lo cual hice. Habían pedido una cena sencilla y me
invitaron a pedir algo, pero les dije que ya había cenado. Ella insistió en que por lo menos me tomara
un vinito y debo confesar que no tuvo que insistir mucho. Hablamos de diversos temas y ella me comentó
que se extrañaba de que estuviese sola, porque en los intercambios que habíamos
tenido me percibió como una persona interesante. Le agradecí el elogio y estuvimos un buen
rato hablando sobre las realidades de las mujeres en edades como la mía y la
propensión de los hombres de esa edad a buscar mujeres más jóvenes, pero eso es
otro tema. Poco a poco caía el sol y la
vista resultó un hermoso cierre a un hermoso día, en buena compañía.
Salimos de Oporto rumbo
a Fátima, pero antes nos detuvimos para una corta visita a Coímbra, la ciudad
universitaria. Hubiese querido estar más
tiempo allí. Hay algo en el ambiente
universitario que hace vibrar los espacios. La Universidad de Coímbra es
antiquísima; data del siglo XIV, con diversas estructuras incorporadas a través
de los siglos. La torre con su reloj/campanario,
fue añadido en el siglo XVIII, con la consigna de que “no puede haber un orden
adecuado sin reloj”. Según la tradición,
los estudiantes de nuevo ingreso no podían transitar los espacios fuera del
aula luego del tañido que marcaba la hora.
Al escribir estas líneas pienso en mi amada Universidad, modesta y nueva
en comparación, pero que encierra una magia especial en sus viejas estructuras
y el dulce sonido de su carrillón, que me emociona cada vez que lo escucho.
Al acercarnos al área principal de la Universidad vimos a una joven vestida con capa tradicional, que según nos explicaron, eran requeridas antiguamente, pero ahora se usan para ocasiones especiales y algunos estudiantes las usan cuando recaudan fondos para sus estudios o necesidades particulares.
El exterior de las fachadas se veía
impresionante, pero más aún, los interiores vetustos. Las salas de estudio eran oscuras,
intimidantes, pero lo más intimidante para mí -y presumo que para los pobres
estudiantes- fue la sala en la que debían presentarse para los exámenes
orales. Siempre hay algo de nervios
previo a un examen, pero estar en una de estas salas debe haber supuesto
visitas previas al baño y temblores al momento de encarar las preguntas. Los pasillos ofrecían vista a los entornos y
había incluso, una pequeña celda donde los estudiantes que hubiesen infringido
una norma eran sometidos a encierro.
Salimos del recorrido y en la explanada podía divisarse parte de la ciudad, la cual visitamos luego.
Primero, una parada para comer algo liviano. Vi un lugar con nombre italiano -Bellini. De hecho, el dueño era italiano y me ofrecía diversas opciones. Estaba indecisa, pero me senté. Pedí un panino de salmón ahumado con una copa de vino blanco que estaba muy bueno y el mozo, de nombre Eduardo, fue muy amable -hasta le puso unos calzos a la mesa sin que se lo pidiéramos, al percatarse de que la mesa estaba algo coja. Luego se unieron dos de las compañeras de viaje y pidieron pizza. Como yo había llegado antes, terminé mi pequeño almuerzo y me fui a explorar, porque no teníamos mucho tiempo. El pueblito me resultó encantador, con sus calles empedradas y las vitrinas que ofrecían apetitosos dulces.
De regreso
me topé con tres estudiantes que lucían sus capas y me detuve a hablar con
ellos. Me ofrecieron unas postales por
un donativo. Elegí una y me dijeron que
podía tomar otra. Seguí hablando con
ellos y se mostraron muy interesados en mi procedencia. Les conté de las tunas de Puerto Rico y le
mencioné a Segreles. No la conocían,
pero uno de los chicos tomó nota para buscarla, porque les hablé de los
intercambios que tenían con tunas portuguesas.
Lamenté no poder seguir compartiendo por lo apretado del itinerario y no
haberles tomado una foto para preservar el momento, aunque queda preservado en
mi memoria.
Es interesante cómo
puedo recordar detalles de algunas experiencias con nitidez, lo cual significa
que tuvieron un impacto para mí. Son
viñetas de momentos que resultaron especiales para mí, aunque quizás para otr@s
serían insignificantes. Salimos de
Coímbra hacia Tomar, para visitar el Convento de la Orden de los
Templarios. No cesan de asombrarme las
construcciones medievales que tomaron varios siglos en completarse. Visitar
este convento es adentrarse en otro tiempo; en un mundo en el que la visión de
lo deseado era más importante que contemplarlo de inmediato, algo sobre lo que
debemos reflexionar en este mundo de inmediatez en el que queremos resultados
instantáneos, sin pensar en que lo que hagamos hoy tiene impacto sobre las
generaciones futuras.
El convento impresiona
por sus dimensiones, la amplitud de sus claustros, el detalle en sus fachadas y
lo imponente de la iglesia. El contraste
de lo ornamentado de la iglesia con los interiores austeros del claustro no
podría ser más marcado. Por un lado, una
vida sencilla, muchas veces en silencio, con pocas posesiones y por otro, un
lujo en las decoraciones que se dedicaban a un Dios que en realidad no las
necesitaba, pero que de ese modo le rendían sus respetos. ¿A qué dios le rinden respeto l@s obsesionad@s
con carteras Louis Vuitton, autos Maserati o yates en los que pasean con los
200 cueros que se vanaglorian de atraer y de los cuales ninguno
trascenderá este siglo?
Seguimos nuestra ruta
hacia Fátima y llegamos en la tarde. El
hotel queda a pasos del santuario, por lo que luego de dejar las cosas en la
habitación, me dirigí a visitarlo. No
soy religiosa, pero sí espiritual. Estos
lugares me inspiran respeto y me conmueve ver el fervor de quienes hacen
sacrificios para pedir un milagro. Ya
Rui nos había advertido que algunas personan hacen el trayecto hacia la
catedral de rodillas y que por respeto, no debíamos tomarles fotos. Vi varias
personas haciendo ese trayecto de rodillas y me conmovió hasta las lágrimas. Más tarde me topé con una mujer del grupo con
quien casi no había compartido. Llevaba
en brazos un muñeco de bebé que pensé había comprado para una nieta, pero me
explicó que lo había traído desde su casa para ofrecerlo en el altar dispuesto
para los ofrecimientos, porque la esposa de su hijo no podía quedar embarazada
y parte del propósito de su viaje era hacer esta petición en el altar. Se me formó un taco en la garganta y le deseé
sinceramente que se cumpliera su petición.
Llegué a la Capilla de la Aparición y honestamente no sentí nada especial. Luego fui a la Basílica de Nuestra Señora del Rosario e hice una pequeña oración por una amiga que enfrenta cáncer. Lo que más me impresionó fue la leyenda en un arco que lee “Reina del Santísimo Rosario de Fátima, ruega por nosotros”.
Salí de allí de regreso al hotel pensando regresar para la procesión en la noche, pero el cansancio y la lluvia que cayó me disuadieron. Tomé un baño y me cambié para la cena que se ofrecería en el hotel. Había gente esperando que abrieran el salón comedor y la impresión no fue la mejor. Había otro grupo de excursionistas que algunos pensaron que eran franceses, pero yo creo que eran alemanes. De cualquier modo, eran como un ejército de gente ruda, que hacían lo imposible por colocarse frente a la mesa del buffet. Yo, que soy bajita, tuve dificultades para lograr escoger buenos pedazos del ofrecimiento que, de hecho, era bastante corriente. Una de las compañeras me conminaba a meterme un poco a la cañona, pero ese no es mi estilo. Regresé a la mesa con un plato triste, pero que satisfizo el hambre.
Al otro día me levanté
temprano para tomar el desayuno y regresar al área del santuario. Estaba nublado y con un velo de neblina que
le daba una apariencia mística al área.
Me acerqué a la Capilla de la Aparición, en la que se estaba celebrando
misa en italiano y me dio satisfacción que las lecciones en este idioma no
fueron en vano, ya que pude seguir los ritos.
Hice una oración por un primo que ha estado enfrentando retos de salud y
me marché antes de que terminara la misa, porque no disponía de mucho tiempo. Me sentí en paz.
Partimos rumbo a Lisboa,
pero hicimos varias paradas. La primera,
para visitar el Monasterio de Batalha, construcción en honor a la victoria
sobre Castilla en 1385, cuyas obras iniciaron al año siguiente y se extendieron
por ¡dos siglos! Toda la estructura es
impresionante, primero por su magnitud. Segundo, la belleza de los claustros y
las capillas inconclusas. Por último, los detalles que se escapan si no se
conoce lo que se está viendo. Hay una tumba
al soldado desconocido, presidida por un crucifijo. En él, la figura del Cristo está sin piernas,
porque fue encontrado en un campo de batalla en ese estado y decidieron
colocarlo así mismo. ¡Cuántos cuerpos
mutilados o peor aún, sin vida, siguen encontrándose a través de los siglos en
batallas sin sentido cuyas víctimas, en su inmensa mayoría, ni siquiera son
combatientes, sino simples moradores en la tierra que les debió ofrecer cobijo!
La lluvia se mostró impertinente rumbo a Nazaré, una villa de pescadores. Se suponía que íbamos a ver las olas más grandes del mundo y casi no pudimos ver ni el agua.
Tuvimos algo de tiempo libre para apreciar algo del pueblito y comer algo. Me detuve en un lugar y pedí otra vez unas croquetas de bacalao, que no eran nada del otro mundo, pero nuevamente compartí con la pareja sudafricana. Tomé fotos de las embarcaciones de pescadores que me recordaron nuestras yolas -salí empapada del lugar y cansada.
Faltaba una visita antes de llegar a Lisboa:
Óbidos. Resultó ser un pueblito
encantador. Entramos a un lugar que
vendían licor de cerezas característico de la zona, conocido como Ginja y Rui
nos convidó a probarlo, servido en vasitos comestibles de chocolate oscuro. Era bueno, pero es de esas cosas que fuera de
su entorno, pierden su encanto, así que no compré, aparte de que no quería
cargar más peso.
Me dediqué a transitar las callecitas y tomar fotos. Me detuve en una tienda fascinante, toda de sardinas y pescados enlatados, con diversos aderezos, empacados muy vistosamente.
Compré tres latas que terminaron costando como 32€, pero valieron la
pena. A mi regreso invité a mi prima Socorrito
a degustarlas, acompañadas por el vino que traje y bacalaítos que preparé. Al
final, botellita y media de las 6 que compré en Oporto, con chocolate. Nos
dimos un gustazo.
Luego de Óbidos nos dirigíamos al destino
final de la excursión, Lisboa, en un hotel distinto al del inicio. Rui nos
anunció que no nos detendríamos en el hotel antes de tener nuestra cena de
despedida, lo cual me desilusionó porque había pensado ponerme mi little
black dress con un collar de colores y unos taquitos, pero al menos di con
un collar de cuentas rojo y me lo puse sobre la camiseta de color sólido que
tenía. Por suerte ese día me había puesto
unos zapatitos negros cerrados que se veían de lo más monos. Vamos, que no se
puede perder el caché.
El lugar de la cena era en una finca en la que criaban cerdos y producían vinos. Nos recibió el dueño y nos llevó a un área en la que disfrutamos de vino, aceitunas, patés y pan, mientras nos hablaba de su finca. Luego, pasamos a una gran mesa en la que disfrutaríamos de un exquisito buffet, en el que la estrella era el cerdo proveniente de la misma finca.
Según nos explicó Rui, era el primero que preparaban de la crianza que
producían. Estaba exquisito y se lo dejé
saber a Rui, enfatizando que si de algo sabemos en Puerto Rico es de cerdos,
debido a nuestra tradición de asarlos a la vara para ocasiones especiales. Salimos de la finca felices de haber tenido
una cena tan especial y del fin de un viaje hermoso. Llegamos al hotel y yo estaba extenuada. Me despedí de Rui con un abrazo, aunque luego
lo vi varias veces en el vestíbulo, ayudando a otros viajeros con
gestiones. Evidentemente disfruta lo que
hace.
Al otro día ya estaba
por mi cuenta. Bajé a desayunar y vi al
hombre de Seattle, que bajaba solo a desayunar porque su esposa se levantaba
más tarde. Me uní a él y tuvimos una
conversación muy profunda sobre espiritualidad. Le mencioné que siempre viajo
con mi folleto de La Palabra Diaria, que me mantiene centrada y en
agradecimiento por todas las bendiciones recibidas. Él y su esposa también pasarían otra noche en
Lisboa, así que hablamos de tal vez cenar juntos al otro día. Yo me dediqué a explorar los alrededores. Entré a un centro comercial en plena avenida,
pero no había nada que me llamara la atención.
Pasé por un cajero automático y decidí sacar euros adicionales, porque
esa noche y al otro día estaría por mi cuenta y no me gusta depender de las
tarjetas para compras simples. Como me
ocurre siempre que viajo a otros países, introduje mi tarjeta con miedito,
porque si la máquina se la traga, no iba a ser sencillo recuperarla, sobre todo
porque ese día era domingo.
Afortunadamente, no tuve problemas.
Pasé frente a una cafetería y pedí un café con un pastel de nata, que no
estaba mal. Regresé al hotel para
prepararme para la excursión que había reservado desde acá, en la que debía
degustar diversos platos y vinos -algo así como un chinchorreo, pero no era
barato.
Se suponía que me encontraría en una plaza con el grupo, así que decidí tomar un Uber. Llegué como 15 minutos antes, pero no veía al guía que supuestamente debía llevar un sombrero, aparte de que nadie en la plaza estaba hablando español. Escuché a unas norteamericanas hablando algo sobre el tour de degustación, así que supuse que ellas se unirían. Luego apareció el guía -sin sombrero. La única del grupo que hablaba español era yo. Aparte de las americanas, había una parejita creo que de Dinamarca. El guía se disculpó por la confusión e inició el recorrido. Entramos a un lugar en el que no había nadie en las mesas. Salió a recibirnos el que supongo era el dueño y nos acomodamos en una mesa. Trajo sardinas -de lata, pan, aceitunas y hummus. No había con qué servirse las sardinas, así que cada quien estaba metiendo su tenedor en el plato, lo que me pareció poco higiénico, así que le comenté al guía y el dueño o encargado produjo una cuchara. Esto no pinta bien, me dije.
De allí salimos a un
lugar que parecía un cafetín de esos del Viejo San Juan y nos ubicaron en la
barra, donde nos servirían un sándwich de cerdo, que estaba muy bueno. Desafortunadamente lo acompañaban con
cerveza, que no me gusta, así que pedí agua.
Seguimos camino y pudimos disfrutar algo de las calles de Lisboa. Llegamos a una especie de fonda, donde nos
sirvieron un guiso, que disfruté, con vino.
De allí salimos a una dulcería para probar los pasteles de nata, que
estaban muy buenos. Para terminar,
caminamos hasta un lugar donde nos ofrecieron el licor ginja en unos vasitos
plásticos, mientras estábamos de pie frente al lugar. Una de las chicas comentó que sabía a sirop
para la tos y en efecto, a eso sabía.
Ninguno de nosotros pudo terminarlo.
Allí nos despedimos, frente a la Plaza San Francisco, que fue tal vez la
mejor experiencia de la noche.
La plaza estaba adornada
con luces y había kioscos con diversos ofrecimientos. En tarima unos músicos interpretaban
canciones. Disfruté la experiencia de
sentirme vinculada a unas tradiciones que eran distintas, pero al mismo tiempo
similares a las nuestras. Tras caminar
por la plaza viendo los ofrecimientos de los kioscos, decidí pedir el Uber y
regresar al hotel. Al otro día tendría
la excursión por mi cuenta a Sintra y Cascais.
Tras una confusión con respecto al traslado, finalmente nos encontramos con
el guía que nos ofrecería el recorrido.
Había una pareja de españoles, una pareja de peruanos, una chica de
Argentina, una pareja de norteamericanos y yo.
El guía -Joāo- hacía las veces de chofer de la pequeña van y ofrecía las
explicaciones en inglés y en español. Me
compadecí de él, porque no debió ser sencillo poder manejar todo eso. Y debo decir que hizo un excelente trabajo y
mantuvo una actitud muy positiva.
Llegamos al área del castillo de Sintra bajo una incómoda llovizna y algo de neblina. La mujer de la pareja de españoles resultó ser bastante mandona y en un momento dado, le pidió al marido que le agarrara el bolso, lo cual él no hizo de inmediato. Ello provocó una reacción airada, en la que le dijo en tono molesto: que me agarres el bolso, ¿cuántas veces te voy a pedir que me agarres el bolso?”. Yo quedé de una pieza y del resto del grupo se sintió un incómodo silencio. Más adelante en el recorrido, seguía lloviendo y ella, disgustada, dijo: “esto es un asco”, lo cual me pareció una falta de respeto hacia el lugar que visitábamos, porque era algo impresionante y la lluvia no se puede controlar. Me aseguré de mantenerme alejada de la gruñona mujer y me compadecí del marido, quien era muy simpático.El recorrido por el palacio fue muy impresionante. Había demasiados detalles, pero salí más que complacida.
El trayecto de regreso resultó difícil porque el suelo empedrado estaba resbaloso luego de la lluvia. Joāo me ofreció su brazo y no dudé en aceptar la oferta, porque una caída en Sintra no estaba en mis planes. Salimos del área del castillo hacia el pueblito, que resultó encantador. Joāo sugirió que fuéramos a una repostería llamada Piriquita, que ofrecían diversos dulces, uno de los cuales era la especialidad, de ese mismo nombre. Es como una masa hojaldrada con relleno a base de huevo, como una natilla con más consistencia. Me desplacé por las callecitas, fijándome bien por dónde pasaba, para no perderme.
Regresé al lugar de encuentro y partimos hacia Cascais. Previo a la llegada, hicimos una parada en Cabo de Roca, el punto más al oeste de Europa occidental. El lugar presenta unos enormes acantilados, que me hacen recordar el paisaje de Quebradillas. No me gusta fotografiarme, pero el mar siempre me llama y le pedí a la chica de Argentina que me tomara una foto. Estoy feliz, con el mar de fondo y mi camiseta con una flor de maga y la frase “Siempre serás un jardín florido de mágico primor” y una porción de mi bandera, que siempre me acompaña no importa cuán lejos vaya.
De allí salimos para Cascais, un destino algo más moderno, con vista a una playa. Mientras observaba el paisaje desde la van, me fijé en las nubes y de momento me pareció ver la imagen de Papi, lo cual trajo lágrimas a mis ojos. No sólo me acompañaba mi bandera, sino que sentí que Papi me observaba disfrutando de ese viaje. Recibí confirmación de ello un poco más tarde.
Joāo nos recomendó un
lugar especializado en mariscos para almorzar, así que me dirigí allí. El lugar estaba repleto y por un momento dudé
de que tuviese tiempo de almorzar. Por
suerte, tenían un servicio excelente y me ubicaron en una mesa con vista al
mar. Pedí ostras de aperitivo, pero no
tenían. Lo que sí tenían eran
langostinos, esta vez como plato principal caliente, así que los pedí. Me trajeron esta fuente con ocho langostinos
gigantescos y para acompañarlos unas papas fritas crujientes. Por supuesto, mi copa de vino blanco no podía
faltar. Los langostinos estaban
exquisitos, preparados en mantequilla y azafrán. Estaban jugosos, con un sabor marino inconfundible. Me imaginé a Papi feliz, contemplando cómo
disfrutaba de un plato que era especial para él. Los langostinos eran tan grandes que ya
cuando iba por el sexto, me sentí bastante llena, pero no podía dejar perder
algo tan sublime, así que poco a poco terminé el plato completo. Esos langostinos se unen a otros platos
espectaculares que he disfrutado en mis viajes, como los lingüini en tinta de
calamar que disfruté contemplando el canal de Venecia o las ostras en la isla
de Miyajima.
Finalizada la excursión,
Joāo nos llevaría al punto de encuentro, desde el cual yo debía tomar un
Uber. Me despedí de él y por la
conversación supo dónde me hospedaba. Me
dijo que el hotel estaba en ruta hacia donde se dirigía, así que ofreció
llevarme, lo cual acepté con gusto. Este
joven había hecho un excelente trabajo al tener que conducir y al mismo tiempo
ofrecer sus explicaciones en dos idiomas.
Era evidente que disfrutaba lo que estaba haciendo, lo cual es en sí un
excelente activo para el turismo en su país. Mostró no solo las bellezas y
habló sobre la historia de la zona que visitamos, sino que también mostró la
belleza de la gente de Portugal.
Al día siguiente decidí ir al Acuario de Lisboa. Tomé un Uber y llegué sin problemas. El acuario es impresionante, con instalaciones modernas y muy bien dispuestas.
Tenían tanques enormes cubiertos de cristales desde los cuales podían apreciarse diversas especies, incluyendo tiburones y mantarrayas. Estas últimas me fascinan, porque parecen pájaros agitando sus alas cuando se desplazan a través del agua y al verlas por debajo parecen tener caritas sonrientes.
En otros tanques tenían las estrellas de mar que tanto me fascinan y por supuesto, los peces payasos a los que no importa donde vayamos, ya los identificamos como Nemo, por la película de Disney. Verlos me conectó con esa parte inocente, con alma de niña que me habita. También había un área abierta, desde la cual podían divisarse nutrias juguetonas y hasta pingüinos.
Tras ver las criaturas marinas en vivo, me dirigí a una sala en la que
exhibían un documental hermoso sobre la vida marina y la interacción con lo
seres humanos. Los murales en la entrada
me hacían sentido: “Pertenecemos al océano”.
Y en las exhibiciones de los seres marinos, una frase me cautivó: Mar,
Metade de minha alma é feita de maresia. Sí, la mitad de mi alma está
compuesta de la brisa y la sal del mar.
Conectado por un funicular hay un parque espectacular que bordea un lago que hubiese pensado que era mar, pero no. El lugar transmite paz. Hay un silencio que permite escuchar la brisa que agita las ramas de los árboles circundantes.
También hay área
de restaurantes, pero me había comido un emparedado -de marisco, claro- en el
acuario, así que no tenía hambre.
Regresé al hotel y me encontré con el hombre de Seattle en el
vestíbulo. Quedamos en encontrarnos
junto a su esposa para cenar. En la
recepción me recomendaron un restaurante que estaba a pasos del hotel, así que
más tarde eso hicimos. Su esposa tenía
más dificultad para caminar de lo que imaginé, así que me desplacé nerviosa
durante el trayecto. El restaurante me
decepcionó un poco, pero a ellos pareció no importarles. Yo pedí el plato especial del día, que
resultó ser una versión ampliada de las croquetas de bacalao -algo así como un pancake
grueso, con el caldero del arroz como el que había comido en Oporto. No fue la cena que hubiese querido como
despedida de Portugal, pero me alegré de compartir con esa pareja amable y en
cierto modo, ofrecerles compañía.
Mi viaje llegó a su fin
al día siguiente, cuando debía emprender el vuelo de regreso. Bajé a desayunar y me resultó enternecedor
ver cómo un mesero colocaba con sumo cuidado los platos en una mesa cercana y
tomaba con pinzas las servilletas. El
servicio había sido excelente y sentí que los empleados se esmeraban en atender
bien a los huéspedes. Así se lo
manifesté a dos personas que parecían ser gerentes. A veces pasamos por alto el buen servicio y
sólo nos fijamos en los defectos. Lo
mismo pasa con nuestras vidas -en ocasiones solo miramos lo negativo, olvidando
las bendiciones. Portugal fue inesperado; me llevo muchas
imágenes hermosas y varias totalmente inesperadas que quedarán grabadas en mi
mente: el templo griego y la luna trasnochada de Évora, el Castillo Mateus, los
nidos de cigüeñas, los bacalaítos y la imagen de Papi formada por nubes en
Cascais. Una vez más, me regocijo en la
fortuna de poder disfrutar de los viajes que me permiten ver otros paisajes,
otras culturas, otra gente y encontrar, una vez más, que estamos hechos de la
misma esencia.
3 de septiembre de 2024