ÁFRICA EN MÍ
Hace casi
dos meses que regresé de un viaje que
había soñado creo por unos 10 años y por diversas razones –procesos de retiro,
María, pandemia, guerra en Ucrania, entre otras, no se había podido dar. Finalmente lo logré y me ha tomado todo este
tiempo recuperarme, hacerle frente a una computadora súper lenta y poner mis
pensamientos más o menos en orden.
Sudáfrica fue el destino.
Originalmente había pensado hacer un viaje más ambicioso, que comenzaría
en Kenia, para ver tribus y experimentar safaris –de fotos, porque soy incapaz
de matar un animal que no sea cucaracha o mosquito- y culminaría en Sudáfrica y Zimbabue para ver
las cataratas Victoria, hasta que me percaté de que el viaje era demasiado ambicioso
en términos del tiempo que me tomaría recorrer las distancias tan largas, los
costos y el esfuerzo de planificación de los itinerarios de viaje en un
continente tan grande.
Hay algo
de vivir en una isla que me dificulta entender a cabalidad esto de las
distancias. Me pasó con Argentina. No fue hasta que me entregaron los
itinerarios de vuelos internos –porque vamos, estos países son tan grandes que
hay que tomar vuelos; no es factible ir en autobús, que me percaté de las
distancias. Mi cerebro no logra captar
eso de los kilómetros o las millas y tengo que entenderlo en términos de cuánto
tiempo toma ir de un lugar a otro. Y
carecer de sentido de orientación tampoco ayuda, así que me dije: misma, tienes que escoger –o vas a Kenia o vas a Sudáfrica. Las cataratas
Victoria, posibles en vuelo a Zimbabue desde Johannesburgo o Ciudad del Cabo,
así como visitar la prisión donde estuvo Mandela, sellaron mi decisión.
El viaje
suponía un gran reto en muchos sentidos –en primer lugar, la duración de los
vuelos. La alternativa más conveniente
era a través de Atlanta, en un vuelo de unas 3 horas y media. De ahí, tomaría un vuelo a Johannesburgo, de
15 horas y media más o menos. Ya había
decidido que no haría este viaje de un tirón, porque mi cuerpo se negaba a
embarcarme en ese maratón en un viaje que se supone sea de placer, así que salí
para Atlanta el 28 de junio, me quedé esa noche en un hotel del aeropuerto y al
otro día salí para el épico viaje que implicaba salir de Atlanta el 29 de junio
y llegar a Johannesburgo el día 30, en horas de la noche, con seis horas
adelantadas de diferencia con Puerto Rico.
Al regreso, hice lo mismo a la inversa.
El
segundo reto era tener una compañera de viaje, porque estoy acostumbrada a
viajar sola, aunque haga una excursión; es decir, que tengo una habitación para
mí sola. Ya conocía a mi compañera de viaje, porque tomamos juntas un curso de
italiano y hemos compartido muchos almuerzos y cenas, en ocasiones con otro
compañero de curso. Pero claro, no es lo mismo compartir unas horas, que todos
los días, sobre todo en situaciones de uso del dormitorio, que presenta otros
retos, como horarios para uso del baño y hábitos que se desconocen hasta que
toca compartir de una manera tan cercana.
Estoy segura que para ella también presentaba retos, pero afortunadamente,
no eran insalvables.
El tercer
reto era utilizar una compañía de viajes distinta a la que suelo utilizar. Soy animal de costumbre, por lo que se me
hace difícil decidirme por algo distinto a lo que conozco y que me ha dado
resultados, pero el factor de costos –que son altos en un viaje de esta
magnitud- y la conveniencia de tener alguien conocido con quien compartir,
influenciaron grandemente en la decisión.
Sin yo saberlo en ese momento, luego supe que el hermano –a quien
conozco y aprecio- de una querida amiga acompañaría al grupo como enlace de la
agencia en el destino, así que todo pintaba muy positivamente. Todos los retos fueron superados.
Claro, el
día antes de la salida, sufrí del ya conocido culillo que me da antes de un viaje. Me desorganizo, no encuentro las cosas, trato
de hacer en un día lo que no he hecho en semanas, en fin, un descojón. Y el día del vuelo ni se
diga. Cotejo decenas de veces que tenga
el pasaporte, el dinero, las tarjetas y siempre, siempre, se queda algo. Esta vez fue la peineta para acomodar mis
rizos, por lo que tuve que usar la peinilla regular que no es muy efectiva,
pero resolví. Vine a encontrar una en el
aeropuerto de Johannesburgo, rumbo a Ciudad del Cabo, gracias a que mi amiga la
divisó.
Todos los
vuelos transcurrieron sin contratiempos, lo cual es casi un milagro en estos
tiempos, sobre todo tomando en cuenta que eran 2 vuelos para llegar a Sudáfrica
y 2 para regresar, aparte de 3 internos, para un total de 7. Arribamos a Johannesburgo de noche, así que no
se podía apreciar mucho, aparte del cansancio. Nos recibió una guía peruana,
que llevaba varios años residiendo en Sudáfrica. Llegamos al hotel y pudimos
comer algo liviano. Nos atendió una
joven muy simpática, que resultó representativa del carácter sudafricano. La gente es muy amable y denotan que sienten
la misma curiosidad hacia nosotros, que sentimos hacia ellos.
Al día siguiente tuvimos una visita a la zona de Soweto, lugar de levantamientos contra el apartheid y donde puede apreciarse mucha pobreza.
Almorzamos en un lugar típico, con mesas de picnic, un buffet de comidas desconocidas, pero que luego nos serían familiares y músicos aficionados. El ambiente era algo así como Piñones. Entre las ofertas culinarias había un tipo de calabaza que se conoce como butternut squash, que se repetiría a lo largo del viaje y se hierve para después mezclar con canela. Tiene un color más amarillo que la calabaza regular y un sabor muy delicado. Probé algo que parecía espinaca, pero picaba con coj…, así que desistí. Había patas de gallina en salsa, lo que causó asombro en muchos de los compañeros de viaje. Yo las he comido en Puerto Rico, en sopa, así que no me eran extrañas, pero la salsa me intimidó, así que no las probé.
En Soweto visitamos la casa que vivió Mandela con su primera esposa y me impresionaron las pequeñas dimensiones, así como las frases enmarcadas. A través de una ventana podía leer la palabra Hope, que me refuerza el deseo de mirar el futuro con optimismo. Al salir, vi un niño solitario y pensativo. Me preguntaba si él estaría pensando en la vida que vivió Mandela o en su propia vida, así como preguntarme a mí misma si él tendría esperanza de tener un futuro mejor para él y su patria. Espero que sí.
Hubo visita a los alrededores de una segunda casa, que ahora está en manos de una de sus hijas o nieta, pero solo vimos el exterior. Me llamó la atención las piedras con mensajes que la gente coloca, en particular uno que leía Ubuntu, que significa algo como “soy porque nosotros somos”, que es una idea que compartía el Dr. Martin Luther King al afirmar the self cannot be self without other selves; es decir, que nuestras vidas están interconectadas y lo que hace uno tiene repercusiones sobre otros.
Visitamos también la casa que vivió Mandela durante su presidencia y después, ahora convertida en un pequeño hotel, pero que preserva las áreas comunes. Allí conocimos de las costumbres de Mandela, entre ellas requerir que el periódico que leyera fuera nuevo, sin utilizar y que fuese precursor de eso que ahora se ha puesto de moda como cocina abierta.
Madiba, como afectuosamente le llamaban, quería ver el proceso de cocción de los alimentos para compartir con la persona que los preparaba, cosa que me hizo conectar con su esencia, porque siento que hay una conexión muy especial entre la persona que prepara los alimentos y la persona a quien los ofrece. Como dato singular, la joven que nos recibió indicó que la chef personal de Mandela aún trabajaba en la casa. Desafortunadamente, en ese momento no estaba de turno.
En una de las salas se exhibía una carta que Mandela dirigió a sus captores, cuando le fue ofrecida la libertad. En la misma, ponía condiciones para aceptar ser liberado. Entre otras, que los que fueron apresados junto a él fuesen también liberados.
Las exigencias no fueron aceptadas, así que Mandela permaneció en prisión. No hay mejor evidencia del concepto Ubuntu que esta. La grandeza de este hombre está precisamente en su conciencia de que sus actos tenían consecuencias sobre otros y otras. Es por ello que puede apreciarse su evolución de un combatiente que recurrió a la violencia en sus inicios, a un buscador de paz a través de la reconciliación.
La visita
me conmovió hasta las lágrimas. Nada de
lo que había visto hasta ese momento, que de por sí había sido significativo, me
emocionó tanto como estar en ese lugar. Creo
firmemente que los espacios retienen una energía que permanece más allá del
tiempo en que sus ocupantes ya no están.
Esa energía, que no puedo describir con palabras y que en ese momento no
sabía que la experimentaba, fue lo que sentí. Me encantaría volver a ese lugar.
Entre las visitas que se entremezclan y mi memoria se torna en un collage que no permite distinguir lugares precisos ni momentos, está la visita a una plaza que incluía edificios de tribunales y lo que fue una prisión, con un monumento a la democracia que incluye una llama eterna. Allí está también una flor de protea, que es la flor nacional.
El nombre no es muy lindo, pero la flor es interesante porque tiene un exterior que semeja una alcachofa y los pétalos interiores pueden ser más largos o cortos, así como que puede haber variedad de colores. Durante el recorrido pude apreciarla. También visitamos una plaza con esculturas novedosas, incluyendo unas que estaban en proceso de ser pintadas por el artista, con quien tuve la oportunidad de hablar brevemente.
No
recuerdo claramente el lugar al que fuimos a un almuerzo incluido en la
excursión. Tan sólo sé que era otro
centro comercial tipo Las Vegas; es decir, que simulaba otro lugar, tipo
europeo. Ya había visto uno así, llamado
Montecasino, con muchos restaurantes de diversos lugares. No estaba mal, pero sentía que era demasiado
contraste, luego de ver pobreza en las calles.
Por otro lado, la composición racial reflejaba la realidad del país, con
una abrumadora mayoría negra, lo cual resulta positivo. Este otro lugar era una
versión más reducida del mismo concepto.
Cabe destacar que en todos los lugares en que había inspección a la
entrada, presumo para evitar entrada de armas, el personal saludaba con mucha
amabilidad y ¡hasta sonrisas! Los guardias que colocan a la entrada del
Choliseo o en nuestro aeropuerto deberían irse a coger un cursito con los sudafricanos.
Pero
retorno al lugar de cuyo nombre no puedo acordarme. En la mesa comunal se sentó a mi lado el
chofer, de nombre Isaiah, es decir, Isaías, que supe era ministro. Por alguna razón siempre nos vimos
–verdaderamente, como un reconocimiento a la persona, porque en incontables
ocasiones recibimos un servicio de alguien y ni tan siquiera le miramos. Entablamos una conversación en la que se
abordó el tema del acercamiento entre culturas.
Me dijo que estaba muy contento de ver el interés del grupo en conocer
su país. Le hice alusión a la palabra
Ubuntu y hablamos sobre lo que significa ese reconocimiento del otro, como
parte de nosotros mismos. Siempre llevo
conmigo La Palabra Diaria, que me
sirve de inspiración para cada día y compartí con él una parte: “Escucho la voz
apacible interior y presto especial atención a las circunstancias fortuitas que
encuentro a lo largo del camino.” Como
confirmación de eso, la cita bíblica para ese día era, precisamente, del
Profeta Isaías: “Yo el Señor, te guiaré siempre” – Isaías 58:11. No me cabe duda que fui guiada durante este
viaje.
Visitamos el museo del apartheid, que resultó muy instructivo, pero apresurado, así que no hubo tiempo de profundizar demasiado. Al otro día nos trasladamos a la reserva Pilanesberg, con estadía en un hotel dentro de la misma reserva, que permitía ver animales desde el balcón de las habitaciones, incluyendo kudus (una especie de gacela), impalas, jabalíes y monos babuinos, que pueden ser agresivos.
De hecho, una tarde unos compañeros de grupo que paseaban por los
predios contiguos a las habitaciones salieron corriendo al ver uno de esos
monos atravesar los patios y brincar por los techos. Nos habían advertido que no dejáramos la
puerta del balcón abierta, para evitar que uno de esos monos entrara a la
habitación. No me lo tuvieron que decir
2 veces. Luego supimos que un mono había
entrado al salón comedor e hizo escante.
Volviendo a H, nos reveló su personalidad
respetuosa, reservada y una sensibilidad extraordinaria hacia los animales que
nos mostraría más tarde. El primer encuentro cercano –bien cercano- con un elefante
se dio el primer día, cuando llegamos a la reserva Pilanesberg, casi sin
descansar. Vimos el elefante, que se ocupaba de apartar ramas y hubo un momento
en que una rama le rozó el ojo y levantó su trompa para rascarse, algo que
resultó enternecedor, aún tratándose de un animal de proporciones
gigantescas. Lo vimos acercarse al
vehículo -oh-oh, pero era sólo curiosidad de su parte; no exhibía las señales
de posible ataque que H nos había explicado.
De todos modos, confieso que me dio sustito.
En otro
momento H se percató que uno de los elefantes que contemplábamos había tomado
una botella de cristal y se la llevó a la boca, con las consecuencias nefastas
que eso podía tener. Tras un rato en que
contemplábamos con ansiedad la escena, el elefante abandonó la botella y
prosiguió su marcha junto a los otros. H se bajó del vehículo y recogió la
botella, mientras rogábamos que el grupo de elefantes no cambiara de rumbo.
Uno de
los momentos mágicos que tuve el privilegio de presenciar fue la aparición de
una jirafa en medio de la penumbra de un amanecer con una luna que se empeñaba
en permanecer, como queriendo brillar junto a la elegante jirafa. Vimos muchas jirafas, con diversos paisajes y
las imágenes quedan grabadas en mi mente, más allá de lo que una foto puede
reflejar. Impresionante por demás fue
avistar un guepardo (cheetah) a la
distancia y en otro de los 5 safaris, ver un par de ellos – bueno, uno de
ellos, porque el otro ya se había dado una jartera,
evidenciada por su abultada panza- comer tranquilamente un kudu –especie de
antílope. Resultaba alucinante poder ver
este animal en plena faena y podíamos escuchar sus colmillos arañando los
huesos. No nos causó asco, ni disgusto,
sino, por lo menos a mí, asombro de poder presenciar ese ciclo de la vida de
los animales en estado natural, que cazan para comer, que es mucho más de lo
que hacen unos seres sin conciencia, que cazan por un malsano placer de
dominancia.
Aparte de elefantes y jirafas, en esa parte de la excursión vimos un león, que es uno de mis animales favoritos, no sé si por el hecho de que amo los gatos. El león se paseaba orondo por la carretera, con un ritmo la mar de interesante, que si le pusiéramos de fondo el famoso poema de Palés Majestad negra, parafraseando que esta vez era -por la encendida calle africana… culipandeando el rey avanza y de su inmensa grupa resbalan meneos cachondos…, - encajaría perfectamente.
Vimos manadas de búfalos cruzar un mar de hierba amarillenta por la sequía, que le daba una apariencia de campos de trigo, así como cientos de kudus e impalas. De hecho, los impalas se paseaban por los predios del hotel, como si fueran venaditos. También vimos zebras, rinocerontes e hipopótamos, que aprendí son de los animales más peligrosos, porque atacan sin avisar. H nos hizo un cuento de horror de una participante de una excursión a pie que se apartó del grupo y fue atacada por uno de ellos. Sobrevivió, pero le tomó mucho tiempo recuperarse y el animal tuvo que ser sacrificado para que la soltara.
Salimos
de Johannesburgo con una leve parada en Pretoria, antes de llegar al
aeropuerto. Allí vimos un parque, con
una enorme estatua de Mandela y un área cercada, con algunas siembras y unas
personas con vestimentas tribales. Según
nos explicó la guía, esas personas reclamaban tierras que no les fueron
devueltas, como a otros grupos. Se nos
pidió que no tomáramos fotos, cosa que respetamos. Los reclamos por tierras se dan en todos
lugares, como nos recuerda en nuestra tierra el caso de Adolfina Villanueva y
nos obliga a mirar con detenimiento las circunstancias que han llevado a cada
cual a vivir la vida que vivimos.
En el
aeropuerto de Johannesburgo tuvimos la oportunidad de ver las tiendas con
artesanías locales de calidad, aparte de las que ya habíamos visto en las
calles. También la oferta gastronómica
era interesante y los lugares operaban de forma eficiente, amable y con precios
razonables, lo cual dista mucho de lo que experimentamos en nuestro aeropuerto
en Isla Verde, pero eso son otros 20 pesos, o como estamos todavía en el relato
de Johannesburgo, otros 400 rands, que es la moneda local. Dicho sea de paso, aunque suena como mucho,
la realidad es que los precios eran razonables una vez logramos entender más o
menos la conversión, que me avergüenza admitir nunca llegué a dominar del
todo. Le tomé una foto al plato que
pedí- una especie de hamburguesa que no era tal, sino calamares fritos con
salsa de aguacate, en pan. Estaba
exquisita. Allí vi el cátsup local, que
resulta más dulce que el que conocemos.
Probé un poco con las papitas, porque no soy fanática, pero era
agradable.
Llegamos a Ciudad del Cabo tarde en la noche, a un hotel multipisos, típico de una gran ciudad y bastante impersonal. Al otro día conocimos al guía, un español. El día se mostraba lluvioso. Llegamos al área del cabo de Nueva Esperanza bajo una lluvia insistente y un viento que nos hizo recordar que en Puerto Rico había iniciado la época de huracanes, los que salen, no exactamente de Sudáfrica, pero ciertamente de ese continente. Ver un arcoíris nos hizo pensar que sí hay esperanza en medio de la tormenta. Subimos a un funicular y estando arriba, en contemplación de los acantilados, se desató otro aguacero y nos alegramos de haber comprado boleto para el regreso en funicular, desde el cual no se podía apreciar casi nada.
No
recuerdo cuándo fue que hicimos el paseo en bote para ver focas. Estuvo bien pero el hecho de que casi no
recuerde es indicativo de que no fue algo memorable. El almuerzo en Sea Porth resultó una muy
agradable sorpresa. El pescado estaba exquisito. El postre creo que era malva pudding, si mal no recuerdo –un bizcocho húmedo que habíamos
visto en el almuerzo inicial en Soweto.
Ya busqué la receta, para hacerlo en algún momento. Salimos de allí nuevamente bajo la
lluvia. Más tarde, vimos pingüinos en la
playa. Una especie chiquita, muy
simpática, que resulta enternecedor observar.
Lamentablemente, el mal tiempo continuaba.
En la
noche fuimos a un restaurante que nos había recomendado la guía de
Johannesburgo, quien hizo los arreglos. El restaurante se llama Gold y
ofrece una experiencia multifacética: música, interacción con tambores y
comidas de varias regiones del continente africano, servida en platos para
compartir, en medio de colorido y el servicio provisto por personas con
vestimentas típicas. Al llegar a la mesa
reservada nos proveyeron de tambores, los cuales podíamos tocar según nos
indicaba uno de los artistas en tarima, lo cual resultó en una experiencia
divertida y al mismo tiempo me conectó con esa parte africana que me
habita. Una mujer ataviada con
vestimenta tribal se encargó de pintar
diseños en el rostro de quienes quisiéramos, incluyendo a los varones. Previo a
que comenzaran a llegar los diversos platos, otra se encargó de traer agua para
lavarnos las manos. El desfile de platos
comenzó, acompañados por la música que me transportó a esa región que habita en
un lugar apartada de mi mente, pero que se activa cuando me expongo a
experiencias como esta.
Al final
del espectáculo, el grupo de artistas interpretó una melodía que se tornó viral
hace uno o dos años: Jerusalema la
cual se inició precisamente en Sudáfrica. Una de las excursionistas, que celebraba
su cumpleaños, se unió a otros que se unieron en la danza. Yo observaba desde mi asiento, escuchando la
melodía que tantas veces escuché acá, pero que ahora cobraba un nuevo
significado: la melodía nos unió a todos y todas y disfrutamos del gozo de los
intérpretes africanos como si fueran –porque en verdad lo son –parte de
nosotros. Me di a la tarea de buscar el
significado de la canción que habla de que este no es nuestro hogar, que
Jerusalén lo es; que nuestro reino no está aquí. Dice en parte:
Jerusalema ikhaya lami
Ngilondoloze
Uhambe nami
Zungangishiyi lana
Ndawo yami ayikho lana
Mbuso wami awukho lana
Ngilodoloze
Según lo
que encontré y que no tengo manera de corroborar porque no conozco el idioma,
significa algo como:
Jerusalén es mi hogar
Sálvame
Se fue conmigo
No me dejes aquí
Mi lugar no está aquí
Mi reino no está aquí
Sálvame
No se me
escapa que son much@s l@s puertorriqueñ@s que se han sentido que no pertenecen
a ese lugar que les es ajeno –mamá
Borinquen me llama; que este país no es el mío; que aquí me muero de
frío…”. Por supuesto la canción
sudafricana alude a otro lugar, pero el sentimiento es el mismo. No se me escapa, tampoco, que allí, en un
lugar tan lejano en distancia, me sentí más conectada que con lugares más
cercanos geográficamente. Esa sensación
que compartí con el chofer Isaías, se mantuvo en muchos instantes del viaje.
La visita
a Table Mountain, lugar que aparece
recomendado en todas las excursiones a Sudáfrica, fue reprogramada y muy a mi
pesar, debido al mal tiempo se canceló la visita a Robben Island, lugar donde
Nelson Mandela estuvo preso durante 18 años.
Parte de las humillaciones que sufrió allí fue permanecer con pantalones
cortos, aun en épocas de frío, en aislamiento, en un espacio reducido. Hubiese querido tener la experiencia de
entrar a ese espacio y sentir la energía del lugar, así que es algo que tal vez
algún día el destino me permita experimentar.
Temprano en la tarde fuimos a otro centro comercial inmenso, llamado Waterfront, donde hice algunas compras de regalitos, entre ellos chocolates. Podíamos escoger el lugar para almorzar, por lo que mi amiga y yo nos decidimos por un lugar llamado Baia, cuyos ventanales daban precisamente, a una bahía, donde podían apreciarse varios yates.
Vi que entre los aperitivos ofrecían tuétano,
por lo que decidí ordenarlo, en honor a mi amigo italiano Mario, quien me
enseñó a comerlo. Desde ese momento,
procuro disfrutarlo cuando esté disponible y de hecho, cuando preparo osso bucco me deleito en esa textura
cremosa, untuosa, que esparzo sobre pan tostado. Para culminar la experiencia pedí grappa, el licor derivado de los tallos
de las uvas que Mario tanto disfrutaba.
Al día siguiente tuvimos excursión al área de viñedos, que era algo que esperaba con gozo, porque ya había probado vinos sudafricanos y me resultaban muy agradables. La visita se inició en el pueblito de Franschoeck, si no me equivoco. El pueblito es muy simpático, con muchas galerías de arte y un cierto sabor francés. Entré a una de las tiendas y me atendió un hombre muy amable, que se ocupó de empacar con cuidado una pequeña talla de elefante, cuyos colmillos empacó por separado –de hecho, me incluyó un par adicional, por si se perdía alguno. Me ayudó con una pashmina con diseño de protea, la flor nacional de Sudáfrica. Al momento de pagar hablamos un poco sobre nuestros respectivos países. Preguntó dónde estaba Puerto Rico y buscó un globo terráqueo donde pude señalar a mi adorada islita. Fue otro intercambio de esos en los que pude sentir el interés de los sudafricanos por saber un poco más sobre nosotros y que una vez más me demostró esa unicidad que por momentos perdemos de vista.
El paisaje
de los pueblitos y el ambiente se asemeja a Suiza y jamás hubiera asociado este paisaje
con Sudáfrica. Estos pueblos fueron
fundados por colonizadores holandeses que se conocían como Boers, que se dedicaban a la agricultura. Comenzaron a experimentar con cepas de uvas provenientes
de Francia. En el primer viñedo que
visitamos disfrutamos de un almuerzo pareado con los vinos. En el segundo, en Stellenbosch, disfrutamos
de una cata de 5 o 6 vinos. Me decidí a
comprar una botella del Pinotage, que es la uva característica de
Sudáfrica. Al cotejar el cambio de
moneda terminé pagando unos $8, que ni se acerca a los $15 que pago acá por un
Pinotage que seguramente no tiene la calidad del que adquirí allá.
Regresé cansada al hotel y sólo me tomé una sopa de tomate, que por cierto, estaba exquisita. Al día siguiente tendríamos la visita a Table Mountain, lugar con magníficas vistas desde el pequeño carro funicular cuyo piso giraba, ofreciendo vistas desde diversos ángulos. Fue interesante ver las enormes rocas con superficie estratos color tierra, que me recordaron las esculturas de Jaime Suárez y su Tótem telúrico. T
Tras esa vista fuimos al área de Camp’s Bay, donde pudimos observar gente bañándose en esa agua fríííía, con aquella ventolera que no nos imaginábamos cómo podían resistir.
Luego paseamos un poco por la calle, que me recordó un poco al área del Condado. Nos decidimos por un restaurante de carne –Bovine, que resultó una muy buena experiencia. Nos atendió una joven muy amable, que nos sirvió dos pequeñas tacitas de caldo de carne, cortesía de la casa. Me pareció un giro interesante al caldo de pescado que ofrecen acá en los restaurantes de marisco, pero claro, es lógico que el caldo sea de carne en un lugar especializado en éstas.
Regresamos
al hotel en Uber, sin problemas. Al otro
día salíamos a las 6:10 am, para tomar el vuelo hacia Victoria Falls. El restaurante del hotel no abría hasta las 6
am, pero fueron muy amables y nos dejaron pasar, pese a que no tenían todo
dispuesto.
El vuelo salió sin contratiempos y al llegar nos recibió Charles, quien pidió le llamáramos Carlitos y quien resultó ser un hombre encantador, natural de Sudáfrica, pero que estuvo un tiempo en Cuba, por lo que dominaba el español. Camino al hotel nos señaló árboles de baobab, que siempre despertaron mi curiosidad tras descubrirlos en la lectura de El Principito. Más tarde veríamos más de ellos, sobre todo el más grande, pero la foto que tomé no le hace justicia.
El hotel está también en una
reserva y me resultó muy curioso ver varios animales paseando por los jardines,
incluyendo jabalíes o impalas en el campo de golf.
Tuve varios intercambios con empleados del hotel, quienes nuevamente se
mostraban muy interesados en nosotros.
Por la conversación con uno de ellos supe que no vive en el área, sino
que debe viajar semanalmente a su aldea.
El asunto
de los empleos y las distancias es algo que fui captando poco a poco. Notaba que entre los empleados no hablaban
inglés, sino que se comunicaban en su dialecto, que no es el mismo para todas
las zonas. Por lo tanto, este país es en
sí multicultural. En ninguna de las
regiones vi que los empleados se comunicaran en inglés entre ellos mismos. Según Carlitos, en la zona hay 14 tribus y 16
dialectos. En Victoria Falls pude
apreciar algo más –la transportación que ofrecía el hotel para los huéspedes se
compartía con lo que deduje eran empleados.
Carlitos había mencionado algo de las distancias, por lo que sin que
abordara ese tema en específico comprendí que los empleados aprovechaban la
oportunidad del “pon” en el vehículo del hotel, porque sabe Dios cuánto
tendrían que caminar para llegar a su alojamiento temporero, ya que
aparentemente viajaban a sus aldeas una vez por semana.
Tras
acomodarnos en el hotel y comer algo, salimos a un paseo por el Río
Zambeze. Vimos cocodrilos, hipopótamos,
elefantes. A lo lejos se divisaba la
bruma de las cataratas Victoria, que se les conoce como Mosi-oa-tunya- el “humo que truena”. Ver esta maravilla fue una de las razones por
las que decidí hacer este viaje. Durante
el paseo en bote, Carlitos nos explicaba lo que se ofrecía a nuestra vista,
comenzando por los pequeños pájaros que revoloteaban alrededor de la embarcación
que resultaron ser golondrinas. Para mi sorpresa, Carlitos explicó que hacían
los nidos pegados del fondo tipo catamarán, lo cual hace que haya un espacio
entre ambos lados.
Al día
siguiente fuimos a ver las cataratas Victoria, que ciertamente le hacen honor a
su nombre original, porque son, en algunas áreas, como un humo que truena - un ruido que no
permite escuchar casi nada y una cortina de agua con viento procedente de su
caudal que por momentos no permite ver con claridad ni tomar fotos que muestren
su magnificencia. Su extensión no puede
apreciarse de un tirón, por lo que hay que detenerse en varios puntos,
caminando por una vereda resbalosa, ataviados con pesadas capas de hule que nos
hacían parecer una secta de monjes ataviados de azul. Las capas pesaban muchísimo y nos cubrían las
piernas, por lo que a mí me cubría casi hasta los pies. La lluvia proveniente
de las cataratas me hacía inclinar la cabeza, por lo que solo veía el piso y
por momentos dejaba de ver al grupo, lo cual me causaba ansiedad por esta
habilidad suprema que tengo para perderme.
Hubiese querido tener más tiempo para hacer el recorrido con más calma.
Más tarde hicimos el recorrido en una excursión opcional en helicóptero, que
permitía ver la extensión de las cataratas desde arriba.
Tras el
recorrido nos dejaron en el pequeño poblado Recorrimos las accidentada calle
para ver las tienditas y comimos en un restaurante local, donde pedí un wrap de cocodrilo. Lo había probado antes, en Rincón, así que no
me resultó extraño. Como dicen, “sabe a
pollo”. Regresamos en la guagua del
hotel, que debía recogernos en un lugar llamado Chicken Inn, lo cual me hizo recordar aquél restaurante en la Ponce
de León, famoso por las pizzas. Allí
experimentamos la presencia de varias personas que parecían ser empleados del
hotel. Al día siguiente usamos el mismo
sistema y nos topamos con que no había espacio suficiente, así que tuvimos que
esperar por otra guagua.
Lo que
siguió fue una experiencia hermosa a varios niveles. Primero tendríamos una excursión a través del
Río Chobe, que permitió ver la naturaleza en todo su esplendor –los animales
disfrutando del agua en abundancia y los colores del paisaje. Se me graban en la mente esos colores, con la
hermosura de unas zebras, la vida en familia de los elefantes, la cercanía de
cocodrilos tendidos al sol, la belleza de un ave aninga sobre una piedra,
extendiendo sus alas para secarlas. Nos
detuvimos a almorzar en un pequeño hotel en las inmediaciones del río. El almuerzo buffet estuvo amenizado por un
joven músico que tocó Amazing Grace en
una especie de marimba, lo que me provocó una profunda emoción.
Luego del
almuerzo salimos a una excursión por tierra para lo cual debíamos pasar por
revisión y ponche de pasaporte, rumbo a parque Chobe en Botswana.y luego de
regreso, el mismo día. Nos dividimos en
dos o tres vehículos 4x4, para ver más elefantes, jirafas, las tiernas zebras y
las ya familiares guineas –sí, guineas y están por doquier. Carlitos comentó en forma jocosa sobre la
textura de la carne, que se echa a cocinar con una piedra; cuando la piedra se
ablanda, ya está lista. Pero para mí lo
más emocionante fue acercarnos a un león tendido sobre la hierba, completamente
dormido. Al rato se despertó con un
enorme bostezo y yo comencé a ponerme nerviosa, porque en realidad estaba muy
cerca, pero parece que se había dado uno de esos banquetes que nos hace caer
rendidos y nos miró con indiferencia. Presumo que debe estar acostumbrado a ver
estos vehículos, pero yo no estoy acostumbrada a ver un león tan cerca y sin
protección alguna si decide que yo puedo ser su próxima cena.
Al
regreso, algunos nos detuvimos en el pobladito y cenamos en otro restaurante
local, muy simpático. Carlitos se ocupó
de que todos regresáramos en la transportación del hotel, que esa noche estaba
un poco más complicada. Al otro día
debíamos salir temprano para el inicio del regreso, a través de Johannesburgo. Nos despedimos de Carlitos, quien se mostró
emocionado de la interacción con el grupo.
El grupo comenzó a dividirse, ya que no todos regresaríamos a través de
Atlanta. Nos despedíamos poco a poco,
hasta el momento de abordar el vuelo, que resultó sin contratiempos. Logré dormir como cinco horas corridas, lo
cual es un éxito, tomando en cuenta que suelo tener sueño interrumpido en
vuelos de larga duración. Luego me
despertaba de forma intermitente y aprovechaba para ver películas. Entre las
películas decidí ver porciones de Lion
King, que por supuesto no incluía la escena de la muerte de Mufasa, porque
no quería empezar a llorar. Ver el
comienzo de la película me demostró la atención a los detalles de esos paisajes
africanos que permanecerán por siempre en mi memoria.
Llegué a
Atlanta a eso de las 8 y media de la mañana y por suerte, había habitación
disponible. Me sentí descansada y me
distraje viendo mensajes, fotos del viaje y una que otra cosa en
televisión. Me percaté que ya era
mediodía, así que me di un baño para bajar a almorzar. Me atendió una mujer que me había atendido en
la estadía anterior y me recordó.
Almorcé bien y regresé a la habitación.
De momento me cayó todo el cansancio y los efectos del jet lag.
No quería dormir tan temprano, para comenzar a engranar con el
horario local, ya que hay seis horas de diferencia, por lo que buscaba los
canales tratando de ver algo interesante, pero los ojos se me cerraban, por lo
que en algún momento quedé como el león del parque Chobe.
Al otro
día bajé a desayunar y me atendió un hombre muy amable, que dijo llamarse
Edward Levine, from New Orleans, pronunciado como Orlins para que rimara. Me
presente como Ana y él entonces me llamaba Miss Ana, con esa forma particular
que tienen los sureños de dirigirse a las damas. Me recomendó tomar el buffet, lo cual hice y
disfruté de un desayuno relajado, añoñada por Edward Levine from New Orleans. No se me escapa que poco después partiría,
precisamente, para una breve visita a Nueva Orleans para compartir buenos
momentos y comida con un amigo de hace muchos años.
Tomé mi
vuelo a San Juan con la suerte que un hombre que estaba sentado en clase de
negocios, por alguna razón quiso intercambiar asientos conmigo que estaba en
clase económica, por lo que pude ir más cómoda.
Qué pena que no me ocurrió en el vuelo anterior, pero no me quejo. No me puedo quejar porque hice un viaje que
no muchos pueden darse el lujo de hacer y para más, fluyó sin contratiempos y
en buena compañía. No sólo no me puedo
quejar, sino que tengo mucho que agradecer.
Agradezco
la bendición de ver los paisajes deslumbrantes de la tierra africana. Agradezco el entrar en contacto con la tierra
que vio surgir la figura de Nelson Mandela, quien logró levantarse de las
indignidades a las que una minoría blanca sometió por décadas a una abrumadora
mayoría negra, que llegó a ser su presidente y logró comenzar el proceso de
reunificación. Agradezco haber entrado
en contacto con tantos seres humanos que se muestran amables, que buscan
acercarse a nosotros. Agradezco haber
presenciado la majestuosidad de los animales salvajes, en su estado natural. Agradezco entrar en contacto con ese lado
africano que me habita y que se despierta con ciertos sonidos, paisajes y
sabores. Es ese lado el que me hace
bailar, como dice una columna de Luis Rafael Sánchez inspirado en un poema de
Neruda publicada el domingo después de mi regreso, con el cuerpo, pero más que
todo, con el alma. Sin duda, siento a África en mí.
11 de septiembre de 2023