EL VIENTO EN LA MEMORIA
Un día
como hoy hace un año, yo terminaba los preparativos en mi apartamento para
salir rumbo a casa de mi prima Socorrito, donde pasaría dos angustiosas noches resguardada ante lo que sería el embate
del huracán María. Fueron largas horas
de incertidumbre ante lo que podía pasar en la casa, pese a que es una
construcción sólida y el temor de lo que pudiese encontrar al regreso. Afortunadamente, no hubo daños mayores. Distinto fue el caso de miles de puertorriqueños
que sufrieron daños significativos en sus casas y muchos que incluso, llegaron
a perder eso que les protegía y les acogía en sus penas y alegrías. Una de las que perdió su casa fue Wanda,
quien me entregaba el periódico y se apareció varios días después, sin fallar,
a dejarme ese recuento de desgracias que leía con angustia.
Pese a su
pérdida, Wanda no se amilanó. Ese primer
día que me dijo que perdió su casa vi en su rostro una expresión de tristeza
contenida. La abracé y lloré un poco,
pensando en la crueldad de este destino que se ensaña con aquéllos a quienes la
vida les resulta más complicada. Durante
esos días Wanda y yo nos convertimos en amigas y varias veces compartimos el
desayuno que yo preparaba en mi estufita de acampar, que nunca ha acampado,
pero que me resolvió durante los 41 días que estuve sin luz eléctrica.
Hubo
otros puertorriqueños que sufrieron la pérdida de un ser querido. No conozco a nadie que sufriera esa pérdida,
pero en cierto sentido, a un nivel celular, los conozco a través de las
lecturas que hacía de los reportajes o al escuchar las historias por la
radio. Fueron muchas las veces que lloré
escuchando los reportajes, o en las que debía suspender la lectura para llorar
y luego continuar leyendo. Toda esa gente
es -en cierta medida- mi familia, porque los puertorriqueños nos unimos como
nunca –los de aquí y los de allá- para
apoyarnos en este duro trance.
Las
angustias colectivas se amplificaron gracias al manejo inefectivo, torpe e insensible
por parte de los gobiernos local y federal. Al dolor se añadía el coraje de esa
actitud empecinada de negar los muertos, que tiene que haberles causado una ira
que haría estremecer el cuerpo de los dolientes. Una ira que debe haberlos llevado a un llanto
que va más allá de la angustia para entremezclar lágrimas con un soberano ¡coño! que debe haberles salido de bien
adentro.
A un año
de la tragedia la vida se va rehaciendo muy lentamente –todavía hay gente
viviendo bajo toldos azules. No me puedo
imaginar la sensación de quienes viven en esas circunstancias al tan solo ver
un cielo nublado y ni decir de escuchar
una ventolera de esas que se han sentido esporádicamente. Aún los que no sufrimos mayores daños estamos
en un estado que nos lleva a revivir la tragedia cada vez que anuncian que
algún sistema salió del África. En julio
se anunció un pequeño sistema y la gente arrasó con el agua embotellada.
Hace unos
días estábamos pendientes de la tormenta Isaac y yo miraba los boletines de Ada
Monzón con ansiedad. Tan pronto puso el
código de una galleta –el sistema informal que usa para dejar saber en qué
etapa de preparativos debemos estar- me puse ansiosa y hasta llegué a sugerir
que al menos iniciara con media galleta.
Ver que los niveles de alerta aumentan, hace que aumente mi ansiedad, mi
temor de que volvamos a vivir lo que vivimos.
Y no se trata de que no haya luz, ni gasolina, ni de que se complique la
vida -se trata de un temor visceral a quedar desamparados, desprovistos de lo
que nos da seguridad.
Hace unos
meses comencé a perder pelo y me dijeron que podía deberse al estrés. ¿Cuál estrés?, decía yo, si yo estoy retirada
y además, no tengo las preocupaciones que tienen otros. Hoy descubrí que toda esta situación me
afectó más de lo que pensaba. Me encontraba en mi clase de yoga, acostada boca
arriba. La maestra puso una música que
en el fondo parecía el sonido del viento.
¿Qué es eso?, pregunté. Es el
viento, me contestó Anuradha. Quítalo,
por favor, le dije. Y se me agolparon unas
ganas de llorar, como si este año de angustia colectiva se hubiese manifestado
en ese lugar de calma, con ese sonido grabado del viento que no quiero oir.
19 de
septiembre de 2018
Todos tenemos la memoria del viento por eso hay que compartir y limpiar las vivencias para que no se enquisten. Gracias Ana O.
ResponderEliminarGracias por estar.
EliminarGracias por contarnos tu experiencia. Mucho ánimo y fuerza para seguir adelante
ResponderEliminarGracias . Así será.
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